Read La interpretación del asesinato Online
Authors: Jed Rubenfeld
Tags: #Novela, Policíaca, Histórica
Al no ver ninguna salida, me avine a contar mi pequeño éxito mientras esperábamos en la opresiva negrura a que el tren volviera a la vida.
Me licencié en Harvard en 1908, no sólo en medicina sino también en psicología. Mis profesores, impresionados por mi laboriosidad, hablaron de mí a G. Stanley Hall, el primer hombre que recibía la licenciatura de psicología en Harvard, fundador de la Asociación Norteamericana de Psicología y hoy presidente de la Universidad de Clark, en Worcester. Cuando me ofreció un puesto de profesor adjunto de psicología, con la posibilidad de comenzar a ejercer mi disciplina —y salir de Boston—, acepté enseguida.
Un mes después tuve mi primer paciente psicoanalítico, a quien llamaré aquí Priscilla. Tenía dieciséis años, y la llevó a mi consulta su angustiada madre. Hall era el responsable de la decisión de la familia de confiarla a mi cuidado. No puedo decir más sin riesgo de revelar la identidad de la chica.
Priscilla era baja y corpulenta, pero tenía una cara muy agradable y un carácter resignado. Llevaba un año padeciendo accesos de aguda falta de aliento, dolores de cabeza ocasionales e incapacitantes y parálisis total de la mano izquierda, lo cual le resultaba embarazoso y frustrante. La histeria explicaría perfectamente la parálisis, que afectaba a la totalidad de la mano, incluida la muñeca. Como Freud había señalado, las parálisis de este tipo no se ajustan a ninguna genuina disfunción de inervación, y por tanto no pueden deberse a ninguna anomalía fisiológica real. Por ejemplo, un daño neurológico real puede inmovilizar por completo ciertos dedos, pero no la muñeca. O puede hacer que se pierda la capacidad de emplear el pulgar, pero sin afectar lo más mínimo a los otros dedos. Pero cuando una parálisis se apodera de toda una parte del cuerpo, de todas las reticulaciones neurales diferenciadas, no es la fisiología sino la psicología la que debe consultarse, ya que este tipo de accesos se corresponden únicamente con una idea, con una imagen mental; en el caso de Priscilla, la imagen de su mano izquierda.
El médico de la chica, como es lógico, no había encontrado ninguna base orgánica para lo que ésta decía que le pasaba. Ni el quirólogo, llegado expresamente de Nueva York. Su prescripción había sido el descanso y el completo abandono de todo empeño que implicara actividad, lo cual, sin el menor género de dudas, había exacerbado su trastorno. Su familia incluso había pedido ayuda a un osteópata, que como es lógico no había conseguido ningún resultado.
Después de descartar todas las posibles afecciones neurológicas y ortopédicas —parálisis, enfermedad de Kienbock, etcétera—, decidí acudir al psicoanálisis. Al principio no hice ningún progreso. La razón: la presencia de la madre. Ninguna indirecta fue capaz de convencer a aquella señora de que dejara a médico y paciente en la intimidad que requiere el psicoanálisis. Tras la tercera visita, informé a la madre de que no iba a poder ayudar a Priscilla, ni, por otra parte, la aceptaría en el futuro como paciente, si ella —su madre— no se ausentaba de mi despacho. Al principio, ni siquiera así logré que Priscilla hablara. Siguiendo los avances terapéuticos más recientes del profesor Freud, la hacía tenderse con los ojos cerrados. Le indiqué que pensara en la mano paralizada y dijera lo primero que se le viniera a la cabeza en asociación con ese síntoma, para dar salida a cualquier pensamiento que le pasara por la cabeza, con independencia de su naturaleza, aunque le pareciera que no venía al caso, y por inapropiado o incluso descortés que fuera. Priscilla, invariablemente, respondía tan sólo con la repetición de la descripción más superficial de la aparición de su dolencia.
El día crucial, según su relato siempre idéntico, había sido el lo de agosto de 1907. Recordaba la fecha exacta porque fue el día después del entierro de su adorada hermana mayor, Mary, que vivía en Boston con su marido, Bradley. Aquel verano Mary había muerto de gripe y había dejado a Bradley con dos hijos muy pequeños a quienes cuidar. El día del entierro, Priscilla recibió el encargo de su madre de escribir las cartas de agradecimiento a los numerosos amigos y parientes que habían expresado sus condolencias. Aquella noche empezó a sentir fuertes dolores en la mano izquierda, la mano con la que escribía. No vio nada extraño en ello, porque había escrito montones de cartas y porque llevaba varios años sintiendo dolores ocasionales en esa mano. Aquella noche, sin embargo, despertó sintiendo que no podía respirar. Cuando la disnea pasó, trató de volver a dormir, pero no pudo. A la mañana siguiente sintió el primero de los dolores de cabeza que habrían de atormentarla durante todo el año siguiente. Y, peor aún, vio que tenía totalmente paralizada la mano izquierda. Y así había seguido desde entonces, pendiéndole de la muñeca como un apéndice inerte.
Me contó este y otros hechos similares una y otra vez. Terminado su relato, se hacía un largo silencio. Poco importaba lo mucho que le insistiera en que tenía que haber algo más que querría contarme, que era imposible que no hubiera nada más en su cabeza: ella siempre respondía que no se le ocurría nada más que decirme.
Tentado estuve de hipnotizarla. Era a todas luces una criatura sugestionable. Pero Freud había rechazado inequívocamente la hipnosis. Antes, en el período temprano, cuando aún trabajaba con Breuer, había sido una técnica muy valorada y utilizada, pero Freud había descubierto que la hipnosis ni era duradera en sus efectos ni generaba una memoria fiable. Decidí, sin embargo, que podía intentar sin riesgo la técnica que Freud había empleado después de abandonar la hipnosis. Y ello me puso al fin en el buen camino.
Le dije a Priscilla que iba a ponerle la mano en la frente. Le aseguré que había unos recuerdos que pugnaban por salir de su interior, unos recuerdos de vital importancia en todo lo que me había contado hasta entonces, y sin los cuales no sería posible entender nada. Añadí que ella conocía muy bien estos recuerdos, por mucho que no supiera que los conocía. Y que aflorarían en el momento mismo en que yo le pusiera la mano en la frente.
Hice lo que le había dicho que iba a hacer con cierta inquietud, porque había puesto mi autoridad en entredicho. Si nada se obtenía de aquello, me encontraría en peor posición que antes de intentarlo. Pero lo cierto es que los recuerdos afloraron, tal como había sugerido Freud en sus escritos, en el momento mismo en que Priscilla sintió la presión de mi mano en su frente.
—Oh, doctor Younger —exclamó al punto—. ¡Lo he visto!
—¿Qué?
—La mano de Mary.
—¿La mano de Mary?
—En el ataúd. Fue horrible. Nos hicieron mirar su cadáver.
—Continúa —dije.
Priscilla no dijo nada.
—¿Había algo raro en la mano de Mary? —le pregunté.
—Oh, no, doctor. Estaba perfecta. Siempre tuvo unas manos perfectas. Sabía tocar el piano maravillosamente; no como yo. —Priscilla batallaba contra una emoción que no supe descifrar. El color de sus mejillas y su frente me alarmó. Estaban de una tonalidad casi escarlata—. Seguía estando tan bella como siempre. Hasta el ataúd era precioso, todo de terciopelo y madera blanca. Parecía la Bella Durmiente. Pero yo sabía que no estaba dormida.
—¿Y qué le pasaba a la mano de Mary?
—¿A su mano?
—Sí, a su mano, Priscilla.
—Por favor, no me haga decirlo —dijo ella—. Me da demasiada vergüenza.
—No tienes que avergonzarte de nada. No somos responsables de nuestros sentimientos; y por tanto ningún sentimiento ha de causamos vergüenza.
—¿De verdad, doctor Younger?
—De verdad.
—Pero estuvo tan mal por mi parte…
—¿Era la mano izquierda de Mary, no es eso? —aventuré.
Ella asintió con la cabeza como si confesara un crimen.
—Cuéntame lo de su mano izquierda, Priscilla.
—El anillo —susurró, con la más tenue de las voces.
—Sí —dije—. El anillo.
Ese
sí
era una mentira. Esperaba que hiciera pensar a Priscilla que yo ya lo sabía todo, cuando en realidad no entendí nada de nada. Este engaño era el único aspecto de mi actuación que yo lamentaba. Pero, de una u otra forma, me había visto perpetrando tal falacia en todos y cada uno de los psicoanálisis que había llevado a cabo en mi vida.
Priscilla siguió hablando:
—Era el anillo de oro que le había regalado Brad. y pensé: «Qué despilfarro. Qué despilfarro enterrarlo con ella».
—No hay por qué avergonzarse de eso. El sentido práctico es una virtud, no un vicio —le aseguré, con mi habitual agudeza.
—No lo entiende —dijo ella—. Lo quería para mí.
—Sí.
—Lo quería
llevar
yo, doctor —dijo casi gritando—. Quería que Brad se casara
conmigo
. ¿No habría cuidado maravillosamente de aquellos pobres niñitos? ¿No podría haberle hecho feliz? —Se ocultó la cabeza entre las manos y se echó a llorar—. Estaba contenta de que Mary hubiera muerto, doctor Younger.
Contenta
. Porque ahora él era libre para tenerme a mí.
—Priscilla —dije—. No puedo verte la cara.
—Perdone.
—Quiero decir que no puedo verte la cara porque te la estás tapando con la mano izquierda.
Lanzó un gritito ahogado. Era verdad: estaba utilizando la mano izquierda para secarse las lágrimas. El síntoma histérico había desaparecido en el momento mismo en que había recuperado la memoria cuya represión lo causaba. Ha pasado ya un año, y la parálisis no ha vuelto, ni la disnea, ni los dolores de cabeza.
La reconstrucción de la historia era de una sencillez palmaria. Priscilla había estado enamorada de Bradley desde que éste había empezado a cortejar a su hermana. Priscilla tenía entonces trece años. No escandalizará a nadie, espero, que afirme que el amor de una chiquilla de trece años puede incluir el deseo sexual, aun en el caso de que tal deseo no sea cabalmente consciente. Priscilla jamás había reconocido esos deseos, o su resultado: los celos que sentía de su hermana, que irremediablemente llevaban a la mente de la chiquilla al pavoroso y oportunista pensamiento de que, si Mary moría, el camino quedaría expedito para ella. Priscilla reprimía todos estos sentimientos, e incluso los escondía de su propia conciencia. Y tal represión era sin duda la fuente original de los dolores ocasionales que sentía en la mano izquierda, que probablemente comenzaron el día mismo de la boda, cuando Priscilla vio por primera vez el anillo de oro en la mano de su hermana. Dos años después, la visión del anillo en la mano de Mary en el ataúd despertó esos sentimientos, hasta entonces soterrados, que a punto estuvieron de aflorar —quizá, por un instante, llegaron a aflorar— a la conciencia de Priscilla. Pero ahora, además de estos sentimientos prohibidos de deseo y celos, existía también la absolutamente inaceptable satisfacción que sintió por la temprana muerte de su hermana. El resultado fue una nueva exigencia de represión, infinitamente más fuerte que la primera.
El papel que jugaron las cartas de agradecimiento a amigos y familiares por sus condolencias es más complejo. Uno puede imaginar lo que Priscilla debió de sufrir ante la visión de su mano izquierda desnuda, desprovista de anillo de boda, visión una y mil veces asociada al hecho de estar expresando dolor por el fallecimiento de su hermana. Muy probablemente fue una contradicción que Priscilla no pudo soportar. Al mismo tiempo, la laboriosa escritura pudo quizá proporcionar un apuntalamiento fisiológico para lo que siguió. En cualquier caso, la mano izquierda se le antojaba ofensiva, pues le recordaba a un tiempo el hecho de no estar casada y sus inaceptables deseos.
Tres objetivos, pues, se hicieron primordiales. El primero: no debía disponer de tal mano; debía librarse de una mano que no llevaba anillo nupcial en el lugar donde deben ir los anillos nupciales. El segundo: tenía que castigarse por su deseo de reemplazar a su hermana y ser la esposa de Bradley. El tercero: debía hacer que la consumación de ese deseo resultara imposible. Cada uno de estos tres objetivos se cumplió a través de sus síntomas histéricos; la economía con que la mente inconsciente lleva a cabo esta tarea es admirable. Simbólicamente hablando, Priscilla se libró de la mano ofensiva, y a un tiempo daba cumplimiento a su deseo y se castigaba por sentirlo. Al convertirse en una inválida, se aseguraba también de que ya no podría hacerse cargo del cuidado de los niños de Bradley, ni, por otra parte, como lo expresó ella misma con delicadeza, «hacerle feliz».
El tratamiento de Priscilla, de principio a fin, no llevó más de dos semanas. Después de asegurarle que sus deseos eran absolutamente naturales y que escapaban a su control, no sólo dejó de tener aquellos síntomas sino que se convirtió en un chica razonablemente radiante. La nueva corrió por Worcester como si el Salvador hubiera devuelto la vista a uno de los ciegos de Isaías. La historia que la gente contaba era la siguiente: Priscilla había enfermado de amor, y yo la había curado. Mi imposición de una mano en su frente era algo investido de toda suerte de poderes cuasi místicos. Ello hizo que mi reputación y el éxito de mi consulta subieran como la espuma, pero también tuvo unas cuantas consecuencias menos benignas. Apareció en mi consultorio toda una marea humana de treinta o cuarenta aspirantes a pacientes psicoanalíticos, todos ellos con quejas de síntomas inquietantemente similares a los de Priscilla, y todos ellos a la espera de un diagnóstico de «amor no correspondido» y una cura por imposición de una de mis manos.
Cuando terminé mi relato, el tren entraba en la estación de City Hall. Tuvimos que cambiarnos para tomar otro ramal en Park Row, donde un tren elevado nos llevaría hasta Coney Island. Ninguno de nosotros comentó nada sobre el caso de Priscilla, y empecé a pensar que había hecho el ridículo. Me salvó Brill. Le dijo a Freud que yo merecía saber lo que el Maestro pensaba de mi análisis.
Freud se volvió hacia mí con, apenas me atrevía a creerlo, un centelleo en los ojos. Dijo que, aparte de unos cuantos detalles menores, mi análisis era inmejorable. Lo calificó de brillante, y me pidió permiso para citarlo en ulteriores trabajos suyos. Brill me dio unas palmaditas en la espalda; Ferenczi, sonriendo, me estrechó la mano. Y éste no fue el momento más gratificante de mi vida profesional: fue el momento más gratificante de
toda
mi vida.
Nunca había reparado en lo espléndida que era la estación de City Hall, con sus arañas de cristal y sus murales con incrustaciones y sus arcos abovedados. Todos lo comentamos, con excepción de Jung, que de pronto anunció que no venía con nosotros. Jung no había hecho comentarios sobre mi historia clínica ni durante ni después de mi relato. Y ahora nos decía que necesitaba irse a la cama.