La interpretación del asesinato (3 page)

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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
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La lluvia de golpes cesó. La joven se habría derrumbado hacía rato, pero la cuerda del techo que le ataba las muñecas la mantenía de pie, derecha. Su cuerpo estaba lleno de laceraciones. La sangre manaba de una o dos partes. Por un momento todo se oscureció para ella; luego volvió la vacilante luz. Y la recorrió un escalofrío.

Sus ojos se abrieron. Sus labios se movieron.

—Dime mi nombre —trató de susurrar, pero no la oyó nadie.

El torturador estudió el cuello adorable de la joven, y aflojó el nudo que lo ceñía. Durante un instante la joven pudo respirar con libertad, con la cabeza aún echada hacia atrás, con el pelo negro cayéndole en cascada hasta la cintura. Luego la seda volvió a tensarse alrededor del cuello.

La joven no podía ya ver con nitidez. Sintió una mano sobre la boca; cómo unos dedos le recorrían con suavidad los labios. Luego esos mismos dedos tensaron aún más la corbata de seda blanca, de forma que hasta la pugna por respirar cesó al fin. La luz de la vela dejó de lucir para ella. Y esta vez no retornó.

—¿Hay un tren debajo del río? —preguntó Sándor Ferenczi con incredulidad.

No sólo existía tal tren, le aseguramos Brill y yo, sino que íbamos a montar en él. Además del nuevo túnel que atravesaba el río Hudson, el metro de Hoboken podía alardear de otra innovación: un servicio integral de equipaje. Cualquier viajero recién llegado a los Estados Unidos no tenía más que rotular su equipaje con el nombre del hotel de Manhattan donde iba a alojarse. Los mozos de la estación cargaban los baúles en el vagón del equipaje, y los maleteros del otro extremo hacían el resto. Aprovechando este servicio, pasamos al andén, que daba al río. Con la puesta de sol, la niebla se disipó, y dejó a la vista la línea dentada de los edificios recortados contra el cielo de Manhattan, tachonado de luces eléctricas. Nuestros invitados se quedaron con la mirada fija en aquella vista, maravillados ante la vasta extensión urbana coronada de chapiteles y agujas que hendían las nubes.

—Es el centro del mundo —dijo Brill.

—Yo anoche soñé con Roma —dijo Freud.

Esperamos en vilo —yo, al menos— a que prosiguiera.

Freud dio una honda chupada a su cigarro.

—Iba caminando, solo —dijo—. Acababa de anochecer, como ahora. Llegué a un escaparate en el que había un joyero expuesto. Eso, por supuesto, significa una mujer. Miré a mi alrededor. Con gran embarazo caí en la cuenta de que me encontraba en un barrio donde no había más que burdeles.

Se entabló un debate sobre si las enseñanzas de Freud auspiciaban un desafío a la moral sexual convencional. Jung mantenía que sí; en efecto, sostenía que cualquiera que no alcanzara a captar tal inferencia no había entendido en absoluto a Freud. El punto cardinal del psicoanálisis, afirmó, era que las prohibiciones sociales eran ignaras e insanas. Sólo la cobardía haría posible que el hombre se sometiera a la moral civilizada una vez que hubiera entendido los descubrimientos de Freud.

Pero Ferenczi mostró enérgicamente su desacuerdo. El psicoanálisis exigía que el hombre tomara conciencia de sus deseos sexuales, no que sucumbiera a ellos.

—Cuando escuchamos el sueño de un paciente —dijo Brill— lo interpretamos. No le decimos que haga realidad esos deseos que está expresando de forma inconsciente. Yo no, al menos. ¿Y usted, Jung?

Me percaté de que Brill y Ferenczi dirigían miradas furtivas a Freud a medida que iban expresando sus ideas, en busca, supuse, de aprobación. Pero no Jung. Tenía, o fingía tener, la absoluta certeza de que no se equivocaba. En cuanto a Freud, no intervenía ni a favor ni en contra de ninguna de las posiciones, y parecía muy complacido de ver cómo se desarrollaba la controversia.

—Hay sueños que no necesitan interpretación —dijo Jung—. Requieren acción. Piensen en el sueño de anoche del profesor Freud: un sueño de prostitutas. El significado no admite duda alguna: libido inhibida, estimulada por nuestra llegada inminente al nuevo mundo. No tiene sentido hablar de ese sueño. —Jung, en este punto, se volvió hacia Freud—. ¿Por qué no actuar al respecto? Estamos en Norteamérica: podemos hacer lo que nos plazca.

Freud, por vez primera, terció en el debate.

—Soy un hombre casado, Jung.

—También yo —replicó Jung.

Freud alzó una ceja en señal de asentimiento, pero no dijo nada más. Informé al grupo de que era hora de tomar el tren. Freud echó una última mirada por encima de la barandilla. Un fuerte viento nos daba en plena cara. Y mientras los cuatro mirábamos las luces de Manhattan, sonrió.

—Si supieran lo que les traemos…

II

En 1909 había empezado a proliferar en Nueva York un pequeño artilugio que aceleraba la comunicación y cambiaría para siempre la naturaleza de la interacción humana: el teléfono. A las ocho de la mañana del lunes 30 de agosto, el director del Balmoral levantó el auricular de nácar de su base de latón e hizo una llamada discreta y apresurada al propietario del edificio.

El señor George Banwell contestó dieciséis pisos más arriba de la cabeza del director, en la salita del teléfono del ático del Ala Travertine que el señor Banwell se había reservado para sí en el edificio, y fue informado de que la señorita Riverford, del Ala de Alabastro, estaba muerta en su dormitorio; asesinada, y acaso objeto de algo peor. La había encontrado su doncella.

Banwell no respondió de inmediato. La línea quedó en silencio durante tanto tiempo que el director dijo:

—¿Sigue ahí, señor?

Banwell dijo, como con grava en la voz:

—Que todo el mundo se ponga en marcha. Cierre las puertas. Que nadie entre. Y dígale a su gente que se mantenga callada si valora en algo su empleo.

Luego llamó a un viejo amigo, el alcalde de Nueva York. Al final de la conversación, Banwell dijo:

—No puedo permitirme que la policía entre en el Balmoral. Compréndelo, McClellan. Nadie de uniforme. Yo mismo se lo diré a su familia. Fui al colegio con Riverford. Sí, su padre; pobre diablo…

—Señora Neville —llamó el alcalde a su secretaria en cuanto colgó el teléfono—. Localice a Hugel. Inmediatamente.

Charles Hugel era el
coroner
[2]
de la ciudad de Nueva York. Su labor era ocuparse de los cuerpos en los casos de presunto homicidio. La señorita Neville informó al alcalde de que el señor Hugel llevaba esperando en la antecámara del alcalde toda la mañana.

McClellan cerró los ojos y asintió con la cabeza, pero dijo:

—Excelente. Hágale pasar.

Antes de que la puerta se hubiera cerrado por completo a su espalda, el
coroner
Hugel ya estaba lanzando una indignada diatriba contra la morgue de la ciudad. El alcalde, que había oído esa letanía de quejas con anterioridad, le cortó en seco. Le puso al corriente de la situación en el Balmoral y le ordenó que se dirigiera allí de inmediato en un vehículo sin identificación. Los residentes del edificio no debían percatarse de la presencia policial. Un detective le seguiría en breve.

—¿He de ir yo? —dijo el
coroner—
. Podría encargarse uno de mis hombres. O'Hanlon.

—No —dijo el alcalde—. Quiero que vaya usted. George Banwell es un viejo amigo mío. Y.

necesito un hombre con experiencia; un hombre con cuya discreción pueda contar. Usted es uno de los pocos que me quedan.

El
coroner
soltó un gruñido, pero al final cedió.

—Pongo dos condiciones. Primera, que se haga saber inmediatamente a quien esté a cargo del edificio que no debe tocarse nada bajo ningún concepto. Nada. No puede pedírseme que resuelva un asesinato si las pruebas se pisotean o alteran de alguna forma antes de que yo llegue.

—De una sensatez palmaria —dijo el alcalde—. ¿Y la otra?

—Que se me otorgue el mando total en la investigación, incluida la elección del detective.

—Hecho —dijo el alcalde—. Puede usted contar con el hombre de mayor experiencia del cuerpo.

—Eso es exactamente lo que no quiero —replicó el
coroner—
. Será gratificante que por una vez el detective no se atribuya el éxito después de que yo haya resuelto el caso. Hay un tipo nuevo… Un tal Littlemore. Lo quiero a él.

—¿Littlemore? Excelente —dijo el alcalde, dirigiendo su atención hacia el montón de papeles de su vasto escritorio—. Bingham solía decir que es uno de los jóvenes más brillantes que tenemos.

—¿Brillante? Es un perfecto idiota.

El alcalde dio un respingo.

—Si eso es lo que piensa, Hugel, ¿por qué lo elige a él?

—Porque no se le puede comprar. No todavía, al menos.

Cuando el
coroner
Hugel llegó al Balmoral, le dijeron que esperara al señor Banwell. Hugel odiaba que le hicieran esperar. Tenía cincuenta y nueve años, y los últimos treinta los había dedicado al servicio municipal, y gran parte de ellos sin salir de los pocos saludables confines de las morgues de la ciudad, lo cual había dado a su semblante una pátina grisácea. Llevaba gruesas gafas y un bigote desmesurado entre las mejillas descarnadas. Era completamente calvo, si se exceptuaba la especie de penacho hirsuto de detrás de cada oreja. Hugel era un hombre muy excitable. Incluso calmado, una hinchazón en las sienes le daba el aspecto de padecer una incipiente apoplejía.

En 1909, el puesto de
coroner
de la ciudad de Nueva York era un empleo peculiar, una irregularidad en la cadena de mando. En parte examinador médico, en parte investigador forense, en parte fiscal, el
coroner
estaba a las órdenes directas del alcalde. No respondía ante nadie de los cuerpos policiales, ni siquiera ante el jefe de policía; pero tampoco respondía ante él ningún funcionario policial, ni siquiera el agente de ronda de rango más bajo en el escalafón. Hugel no sentiría sino desprecio por el departamento de policía, al que consideraba, no sin cierta razón, inepto y totalmente corrupto. No había estado de acuerdo con cómo había llevado el alcalde el asunto del retiro del inspector jefe Byrnes, quien a todas luces se había hecho rico con los sobornos. No había estado de acuerdo con el nombramiento del nuevo jefe de policía, que al parecer no sentía el menor aprecio por el arte de llevar una investigación como es debido. De hecho, no estaba de acuerdo con ninguna decisión del departamento de la que tuviera noticia, a menos que la hubiera tomado él mismo. Pero sabía hacer su trabajo. Aunque técnicamente hablando no era médico, había cursado tres años completos de la carrera de medicina, y podía realizar una autopsia de modo más competente que los licenciados en medicina que tenía como ayudantes.

Al cabo de quince exasperantes minutos, apareció el señor Banwell. Aunque no era mucho más alto que Hugel, parecía sacarle la cabeza.

—¿Usted es…?

—El
coroner
de la ciudad de Nueva York —dijo Hugel, aparentando condescendencia—. Sólo yo puedo tocar el cadáver. Cualquier alteración de las pruebas será perseguida como obstrucción a la justicia. ¿Me he explicado con claridad?

George Banwell era —y lo sabía de sobra— más alto, mejor parecido, más elegante en el vestir, y mucho, mucho más rico que el
coroner
.

—Tonterías —dijo—. Sígame. Y baje el tono de voz mientras esté dentro de mi edificio.

Banwell le precedió hasta el ático del Ala de Alabastro. El
coroner
Hugel, haciendo rechinar los dientes, le siguió. En el ascensor no se pronunció ni una palabra. Hugel, mirando con fijeza y determinación el suelo, estudió los pantalones de raya diplomática y planchado perfecto, los relucientes zapatos de cordón, que sin duda costaban más que el conjunto de traje, chaleco, corbata, sombrero y zapatos del
coroner
. Un criado, de guardia ante el apartamento de la señorita Riverford, les abrió la puerta. En silencio, Banwell condujo a Hugel, al director y al criado por un largo pasillo hasta el dormitorio de la joven muerta.

El cuerpo casi desnudo yacía en el suelo, ya lívido, con los ojos cerrados y el pelo exuberante y oscuro esparcido sobre la alfombra oriental de intrincado dibujo. La joven seguía siendo exquisitamente hermosa, con brazos y piernas aún esbeltas y airosas. Pero alrededor del cuello tenía una sombría marca roja. En su cuerpo podían verse asimismo las huellas de unos latigazos, y seguía maniatada por las muñecas, y los brazos echados hacia atrás, por encima de la cabeza. El
coroner
caminó con brío hacia el cadáver y puso los pulgares en las muñecas inertes, donde debería haber estado el pulso.

—¿Cómo ha sido…, cómo ha muerto? —preguntó Banwell con su voz pedregosa, con los brazos cruzados.

—¿No lo sabe usted? —le respondió el
coroner
.

—¿Se lo preguntaría si lo supiera?

Hugel miró debajo de la cama. Se puso de pie y contempló el cuerpo desde diferentes ángulos.

—Yo diría que ha sido estrangulada. Muy lentamente, hasta la muerte.

—¿Ha sido…? —Banwell no terminó la frase.

—Posiblemente —dijo el
coroner—
. No lo sabré con certeza hasta que la haya examinado.

Con un trozo de tiza roja, Hugel trazó un círculo de poco más de dos metros en torno al cadáver de la joven, y decretó que nadie entrara dentro de él. Luego examinó el dormitorio. Todo estaba en perfecto orden; hasta la cara ropa de cama estaba cuidadosamente metida y alisada. El
coroner
abrió los armarios, la cómoda, los joyeros de la joven. Nada parecía fuera de su sitio. Vestidos con lentejuelas colgaban del armario ropero. En los cajones había lencería de encaje doblada con esmero. En el interior de un estuche de terciopelo azul medianoche, encima de la cómoda, había una diadema de brillantes, con pendientes y collar a juego.

Hugel preguntó quién había estado en el dormitorio antes que ellos. El director le contestó que la doncella que había descubierto el cadáver. Desde entonces el apartamento había estado cerrado con llave, y no había entrado en él nadie. El
coroner
mandó llamar a la doncella, que al principio se negó a traspasar el umbral del dormitorio. Era una bonita chica italiana de diecinueve años, con una falda larga y un delantal blanco también largo.

—Joven dama —dijo Hugel—. ¿Tocó usted alguna cosa de este dormitorio?

La chica negó con la cabeza.

Pese al cuerpo que yacía en el suelo, y a la mirada de su patrón fija en ella, la doncella se mantuvo derecha y sostuvo la mirada de su interrogador.

—No, señor —dijo.

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