Incluso cuando era un niño, Toby sabía que su padre acosaba a las mujeres fáciles del Barrio Francés y obtenía favores de ellas a cambio de «hacer la vista gorda». Oyó a su padre alardear de esa clase de cosas con los otros pocos policías que se reunían con él a beber cerveza y jugar al póquer. Compartían esas historias. Cuando los otros dijeron a su padre que debía de estar muy orgulloso de un chico como Toby, su padre dijo:
—¿De quién habláis, de Cara Bonita? ¿De mi nenita?
A veces, cuando estaba muy borracho, su padre se burlaba de Toby, se metía con él, pedía ver lo que tenía Toby entre las piernas. A veces Toby le llevaba una cerveza o dos de la nevera para que llegara más deprisa el momento en que se quedaba dormido con los brazos cruzados sobre la mesa.
Toby se alegró cuando su padre fue a la cárcel. Su padre siempre había sido rudo y frío con él, y tenía una carota informe y colorada. Era mezquino y feo, y su aspecto era también mezquino y feo. El joven bien parecido de las fotografías antiguas se había convertido en un borracho obeso de cara roja con papada y voz aguardentosa. Toby se alegró cuando apuñalaron a su padre. No recordaba haber asistido al funeral.
La madre de Toby siempre había sido bonita. En aquellos tiempos, había sido también cariñosa. Y su forma preferida de referirse a su hijo era «mi encanto».
Toby se le parecía en las facciones y en los gestos, y nunca dejó de sentirse orgulloso de eso, a pesar de todo lo que ocurrió después. Nunca dejó de sentirse orgulloso de su estatura cada vez mayor, y ese orgullo se reflejaba en su modo de vestirse para que los turistas le dieran dinero.
Ahora, mientras caminaba por las calles de Nueva York intentando ignorar los ruidos estruendosos que lo acosaban desde todas partes, intentando escurrirse entre el gentío sin ser arrollado, pensaba una y otra vez: «Nunca hice lo bastante por ella, nunca. Nada de lo que hice fue suficiente. Nada.» Nunca nada de lo que hizo fue suficiente para nadie, excepto tal vez para su profesora de música. Se acordó de ella ahora y deseó poder llamarla y decirle cuánto la quería. Pero sabía que no lo iba a hacer.
El largo día monótono de Nueva York se convirtió de repente y de forma espectacular en noche. Por todas partes se encendían luces alegres. Las marquesinas de las tiendas resplandecían de brillos parpadeantes. Las parejas se encaminaban veloces a los cines o los teatros. No le fue difícil darse cuenta de que se encontraba en el barrio de los teatros, y se entretuvo mirando por los ventanales de los restaurantes. Pero no tenía hambre. La mera idea de comer le revolvía las tripas.
Cuando los teatros se vaciaron, Toby empuñó su laúd, dejó abierto en el suelo el estuche forrado de terciopelo verde, y empezó a tocar. Cerró los ojos y entreabrió la boca. Tocó las piezas más oscuras y complejas de Bach que conocía, y de vez en cuando atisbó, como por una rendija, los billetes que se amontonaban en el estuche, e incluso oyó, aquí y allá, los aplausos de quienes se paraban a escucharlo.
Ahora tenía más dinero incluso.
Volvió a su habitación y decidió que le gustaba. No le importaba ver únicamente techumbres por la ventana, y un callejón húmedo abajo. Le gustaba el sólido armazón de la cama y la mesita, y el enorme televisor, infinitamente superior al que había tenido todos aquellos años en el apartamento. En el baño había toallas blancas, limpias.
La noche siguiente, por recomendación de un taxista, fue a Little Italy. Tocó en la calle, entre dos restaurantes abarrotados. Y en esta ocasión tocó todas las melodías que sabía de la ópera. Interpretó de una forma conmovedora las arias de Madame Butterfly y otras heroínas de Puccini. Entre trémolos escalofriantes, ilustró también piezas de Verdi.
Salió un camarero de uno de los restaurantes y lo invitó a entrar. Pero alguien interrumpió al camarero. Era un hombre viejo y grueso con un delantal blanco.
—Tú tocas eso otra vez —dijo el hombre. Tenía un cabello negro espeso con sólo unas pocas hebras blancas en las sienes, encima de las orejas. Se meció a un lado y otro mientras Toby tocaba la música de La Bohème, y se aventuraba de nuevo por las arias más conmovedoras.
Luego pasó a las canciones alegres y festivas de Carmen. El viejo dio palmas para acompañarlo, se secó las manos en el delantal y aplaudió un rato más.
Toby tocó todas las canciones sentimentales que conocía.
El público se levantó, pagó, el local volvió a llenarse. El viejo se puso en pie para atender a los recién llegados.
Una y otra vez aquel hombre mofletudo le indicó que recogiera los billetes de su estuche y los escondiera. El dinero siguió afluyendo.
Cuando Toby estuvo demasiado cansado para seguir tocando, se levantó para guardar el laúd y marcharse, pero el viejo mofletudo le dijo:
—Espera un minuto, hijo.
Y le pidió que tocara canciones napolitanas que Toby nunca había tocado pero conocía de oído, y salió airoso con facilidad.
—¿Qué estás haciendo aquí, hijo? —preguntó el hombre.
—Busco trabajo —dijo Toby—, cualquier clase de trabajo, de lavaplatos, camarero, cualquier cosa, no me importa, sólo trabajo, un trabajo decente.
Miró al hombre. El hombre llevaba unos pantalones correctos y una camisa de vestir blanca sin abrochar en el cuello y con las mangas subidas hasta debajo de los codos. Tenía una cara blanda y carnosa, de expresión amable.
—Te daré un trabajo —dijo el hombre—. Vamos dentro. Te daré algo de comer. Llevas tocando aquí fuera toda la noche.
Al concluir su primera semana, estaba instalado en una pequeña habitación en el segundo piso de un hotel del Downtown, y tenía papeles falsos que le adjudicaban una edad de veintiún años (la edad mínima para servir bebidas alcohólicas) a nombre de Vicenzo Valenti, un nombre propuesto por el amable viejo italiano que le había contratado. A la propuesta del nombre había adjuntado un certificado de nacimiento auténtico.
El hombre se llamaba Alonso. El restaurante era hermoso. Tenía grandes ventanales acristalados que daban a la calle, y mucha luz, y además de servir las mesas los camareros y camareras, todos estudiantes, cantaban ópera. Toby tocaba el laúd, y además había un piano.
Era bueno para Toby, que no quería acordarse de que había sido Toby alguna vez.
Nunca había oído voces tan bellas.
Muchas noches, cuando el restaurante estaba abarrotado de grupos que celebraban algún acontecimiento, y la ópera era hermosa, y él podía tocar el laúd en pizzicato, se sentía casi bien y no quería que cerraran las puertas y verse obligado a recorrer las aceras mojadas de lluvia.
Alonso era un hombre de buen corazón, sonriente, y sentía un aprecio especial por Toby, que era su Vicenzo.
—Qué no daría —dijo a Toby— por ver siquiera a uno de mis nietos.
Alonso dio a Toby una pistola pequeña de culata nacarada y le enseñó a disparar. Tenía un gatillo suave. Se la dio sólo como protección. Alonso le enseñó las armas que guardaba en la cocina. A Toby le fascinaron aquellas pistolas, y cuando Alonso lo llevó al callejón trasero del restaurante y lo dejó disparar con ellas, le gustó la sensación, y el ruido ensordecedor que repercutía en ecos por las paredes ciegas de ambos lados.
Alonso dio trabajo a Toby en las bodas y fiestas de compromiso, le pagó con generosidad, le compró trajes italianos para sus actuaciones y a veces lo envió a servir cenas privadas en una casa situada a pocas manzanas del restaurante. A la gente, sin excepción, el laúd le parecía una nota elegante.
La casa en la que tocaba era bonita, pero hacía que Toby se sintiera incómodo. Aunque la mayoría de las mujeres que vivían allí eran ancianas y amables, también había algunas mujeres jóvenes, y hombres que iban a verlas. La mujer que regía aquel lugar se llamaba Violet, tenía una voz aguardentosa y llevaba una espesa capa de maquillaje, y trataba a todas las demás mujeres como si fueran sus hermanas pequeñas o sus hijas. A Alonso le gustaba sentarse a charlar durante horas con Violet. Casi siempre hablaban en italiano, a veces en inglés, y siempre se referían a épocas pasadas, y algunos indicios dejaban suponer que habían sido amantes.
Se jugaba a las cartas allí, y a veces había pequeñas reuniones de cumpleaños, la mayoría de las veces de hombres y mujeres ancianos, pero las mujeres jóvenes dirigían a Toby sonrisas cariñosas o burlonas.
En una ocasión, oculto detrás de un biombo pintado, tocó el laúd para un hombre que hacía el amor a una mujer, y el hombre le hizo daño. Ella le pegó y el hombre contestó con una bofetada.
Alonso quitó importancia a lo sucedido.
—Hace esas cosas continuamente —explicó, como si el comportamiento del hombre careciera de importancia. Alonso llamó Elsbeth a la muchacha.
—¿Qué clase de nombre es ése? —preguntó Toby. Alonso se encogió de hombros.
—¿Ruso? ¿Bosnio? ¿Cómo voy a saberlo? —Sonrió—. Son rubias. A los hombres les gustan. Y ella está huyendo de algún ruso, eso te lo aseguro. Tendré suerte si el bastardo no viene por aquí a buscarla.
A Toby empezó a gustarle Elsbeth. Tenía un acento que podía ser ruso. Una vez le contó que se había cambiado el nombre, y como Toby ahora se llamaba Vincenzo, sintió simpatía por ella. Elsbeth era muy joven, Toby no estaba seguro de que hubiera cumplido los dieciséis. El maquillaje hacía que pareciera mayor y menos tierna. Los domingos por la mañana, con un toque apenas de lápiz de labios, estaba muy guapa. Fumaba tabaco negro en la escalera de incendios del piso y charlaban los dos.
A veces Alonso invitaba a Toby a su casa, a comer espaguetis con su madre y con él. En Brooklyn. Alonso servía comida del norte de Italia en el restaurante, porque eso era lo que pedía la gente ahora, pero lo que el viejo prefería eran las albóndigas con salsa de tomate. Sus hijos vivían en California. Su hija había muerto de sobredosis a los catorce años. Una vez le señaló su fotografía, y fue la última vez que habló de ella.
Bufaba y agitaba la mano en el aire si alguien mencionaba siquiera a sus hijos.
La madre de Alonso no hablaba inglés, y nunca se sentaba a la mesa. Escanciaba el vino, fregaba los platos y se quedaba de pie junto a la estufa, de brazos cruzados, mirando a los hombres mientras comían. A Toby le hizo pensar en sus abuelas. Tenía un vago recuerdo de que habían sido mujeres así, plantadas de pie viendo comer a los hombres.
Alonso y Toby fueron a la Metropolitan Opera varias veces, y Toby disimuló la revelación que había sido para él escuchar a las mejores compañías del mundo, y sentarse en una buena butaca al lado de un hombre que conocía a la perfección la historia y la música. Toby conoció en esas horas algo que era una imitación perfecta de la felicidad.
Toby había visto óperas en Nueva Orleans, con su profesora del conservatorio. Y también había oído cantar ópera a los estudiantes de Loyola, y se había sentido conmovido por aquellos espectáculos dramáticos. Pero la Metropolitan Opera era infinitamente más impresionante.
Fueron al Carnegie Hall y también a oír a la Orquesta Sinfónica.
Era una emoción sutil, aquella felicidad, que envolvía como una delicada tela de araña las cosas que él recordaba. Deseaba sentirse alegre cuando miraba a su alrededor en aquellos grandes auditorios y escuchaba la música embriagadora, pero no se atrevía a confiar en nada.
Una vez le dijo a Alonso que quería un collar bonito para regalarlo a una mujer.
Alonso se echó a reír y sacudió la cabeza.
—A mi profesora de música —dijo Toby—. Me enseñó sin cobrarme nada. Y tengo doscientos dólares ahorrados.
—Déjamelo a mí —dijo Alonso.
El collar era maravilloso, una «pieza de colección». Alonso lo pagó. Se negó a aceptar un céntimo de Toby.
Toby se lo envió a la mujer al conservatorio porque era la única dirección que tenía de ella. No puso dirección del remitente en el paquete.
Una tarde fue a la catedral de St. Patrick y estuvo una hora sentado, mirando fijamente el altar mayor. No creía en nada. No sentía nada. Las palabras de los salmos que tanto había amado no provocaban en él ningún eco.
Al marcharse, se detuvo un instante en el vestíbulo de la iglesia para mirar atrás, como si no fuera a volver a ver nunca aquel mundo, y un policía rudo sacó a empujones a una pareja de turistas jóvenes que se habían estado besando. Toby se quedó mirando al policía, y éste le hizo gesto de que se marchara. Pero Toby se limitó a sacar el rosario del bolsillo y el policía hizo un gesto de asentimiento y se alejó.
Para sí mismo, era un fracaso. Aquel mundo propio de Nueva York no era real. Había fallado a su hermano pequeño, a su hermana, a su madre, y había decepcionado a su padre. «Cara Bonita.»
A veces la ira ardía como una hoguera en el corazón de Toby, pero no iba dirigida contra nadie.
Era una ira que a los ángeles les costaba comprender, porque lo que Toby había subrayado muchos años atrás en el libro de Pascal Parente era cierto.
A nosotros los ángeles, en ciertos aspectos nos falta la cardiognosis. Pero yo sabía a través de la inteligencia lo que sentía Toby; lo sabía por su cara y por sus manos, incluso por la manera como tocaba ahora su laúd, de una forma más oscura y con una alegría forzada. Su laúd, con esos tonos bajos más ásperos, adquirió un sonido melancólico. Tanto sus penas como sus alegrías estaban condicionadas por esa melancolía. No podía poner en ella su dolor privado.
Una noche su patrón, Alonso, fue al pequeño apartamento del hotel de Toby. Llevaba al hombro una mochila grande de piel.
Alonso había subalquilado a Toby aquel lugar, en el límite de Little Italy. Era un sitio estupendo en lo que respecta a Toby, por más que por las ventanas sólo se vieran paredes; el mobiliario era agradable, incluso algo coqueto.
Pero Toby se sorprendió al abrir la puerta y ver a Alonso. Alonso nunca había ido allí. Alonso podía pagarle un taxi para que volviera a casa después de la ópera, pero nunca lo había visitado en su apartamento.
Alonso tomó asiento y pidió vino.
Toby tuvo que salir a comprarlo. Nunca tenía bebidas alcohólicas en su apartamento.
Alonso empezó a beber. Sacó de su chaquetón un arma corta y la dejó sobre la mesa de la cocina.
Alonso contó a Toby que se enfrentaba a fuerzas que nunca antes lo habían amenazado: los mafiosos rusos querían su restaurante y su negocio de catering, y le habían quitado su «casa».
—También querrían quedarse con este hotel —dijo—, pero no saben que el propietario soy yo.