En la parroquia del Santo Nombre de Jesús, caminaba por los senderos gloriosamente verdes desde la parada del autobús de St. Charles, y las casas hermosas y recién pintadas delante de las que pasaba despertaban en él anhelos vagos y soñadores.
Palmer Avenue, en su parte alta, era su calle favorita, y a veces le parecía que, si algún día podía vivir en una de sus casas blancas de dos pisos, conocería la felicidad perfecta.
También entró precozmente en contacto con la música, en el Conservatorio Loyola. Y fue el sonido del laúd, en un concierto público de música del Renacimiento, lo que lo apartó de su deseo ardiente de tomar el hábito.
Pasó de monaguillo a estudiante apasionado tan pronto como encontró a una profesora amable que se ofreció a darle clases gratis. La pureza del tono que extraía de su laúd la asombró. Su digitación era ágil, y la expresión que daba a su música, excelente, y su maestra se maravillaba de las hermosas melodías que podía tocar de oído, incluidas las que he mencionado antes, que una y otra vez volvían a su cabeza. Cuando las tocaba, oía cantar a sus abuelas. A veces, sin decirlo, tocaba en honor de sus abuelas. Tocaba con mucha habilidad canciones populares al laúd, y les daba un toque distinto y una ilusión de integridad.
En cierto momento, uno de sus maestros puso en manos de Toby los discos del cantante Roy Orbison, y él descubrió muy pronto que podía tocar las piezas más lentas de ese gran músico, e imprimirles al laúd la misma ternura que Orbison les daba con la voz. Pronto se supo de memoria todas las baladas que Orbison había grabado a lo largo de su carrera.
Y mientras interpretaba la música popular con su propio estilo, aprendió a dar una forma compositiva clásica a todas las canciones populares, de modo que podía pasar de una otra, o bien pasar de la belleza alegre y contagiosa de Vivaldi, en un momento, a los tiernos lamentos tristes de Orbison en el siguiente.
Llevaba una vida atareada, entre el estudio en casa después de la escuela y las exigencias del currículum para la escuela superior de los jesuitas. De modo que no le era tan difícil mantener a distancia a los chicos y chicas ricos que conocía, porque aunque muchos de ellos le gustaban, estaba decidido a que no entraran nunca en el apartamento desastrado en el que vivía, con dos padres alcohólicos que podían causarle una humillación irremediable.
Era un niño exigente, del mismo modo en que más tarde llegaría a ser exigente como asesino. Pero lo cierto es que creció asustado, guardando secretos y con el temor permanente a una violencia innoble.
Más tarde, como hombre echado a perder sin remedio, medró en el peligro, y a veces recordaba divertido las series de televisión a las que en tiempos tan aficionado era, en la conciencia de que ahora vivía algo más siniestramente glorioso de lo que nunca imaginó. Por más que nunca lo admitió ante sí mismo, se sentía en cierto modo orgulloso por su particular forma de maldad. Fuera cual fuera la explicación que se diera a sí mismo sobre sus actividades, por debajo y muy hondo fluía una corriente de presunción vanidosa.
Aparte de su pasión por la caza, había en él un rasgo realmente precioso que lo distinguía netamente de otros vulgares asesinos. Era éste: no le importaba vivir o morir. No creía en el infierno porque no creía en el cielo. No creía en el diablo porque no creía en Dios. Y aunque recordaba la fe ardiente y en ocasiones hipnótica de su juventud, aunque sentía por ella un respeto muy superior a lo que nadie habría supuesto, esa fe no daba el más mínimo calor a su alma.
Insisto, antes había querido ser un monje, y ninguna pérdida de la gracia lo llevó a alejarse de esa vocación. Incluso cuando tocaba el laúd, rezaba constantemente para extraer de él una música hermosa, y a menudo imaginaba nuevas melodías para las oraciones que amaba.
Vale la pena señalar aquí que en cierta ocasión quiso también ser un santo. Y, a pesar de su juventud, quiso comprender toda la historia de su Iglesia; y le encantaba en particular leer sobre Tomás de Aquino. Le parecía que sus profesores siempre mencionaban ese nombre, y cuando vino un sacerdote jesuita de la universidad vecina para dar una charla a los escolares, contó una historia sobre santo Tomás que se fijó para siempre en la memoria de Toby.
Era ésta: el gran teólogo Tomás tuvo una visión en sus últimos años que le hizo volverse contra su obra anterior, la gran Summa Theologica. «Hay mucha paja», dijo el santo a quienes le pidieron, en vano, que la continuase.
Siguió dándole vueltas a esa historia hasta el día mismo en que mi mirada incansable fue a fijarse en él. Pero no sabía si la anécdota era cierta, o una invención feliz. Muchas de las cosas que se contaban de los santos no eran ciertas. Y con todo, nunca parecía ser eso lo importante.
A veces, en sus últimos años de despiadado profesional, cuando se cansaba de tocar el laúd, anotaba sus pensamientos sobre los recuerdos que en tiempos habían significado tanto para él. Proyectó escribir un libro que conmovería al mundo: Diario de un hombre herido. ¡Oh!, sabía muy bien que otras personas habían escrito memorias parecidas, pero no eran Toby O’Dare, que seguía leyendo teología cuando no asesinaba a banqueros de Ginebra y Zúrich; que, llevando su rosario, se había introducido en Moscú y en Londres lo suficiente para cometer cuatro asesinatos estratégicos en un plazo de sesenta y dos horas. No eran Toby O’Dare, que en tiempos había querido decir misa para las multitudes.
He dicho que no le importaba vivir o morir. Dejadme precisarlo: no llevaba a cabo misiones suicidas. Le gustaba demasiado estar vivo para hacer algo así, pero nunca lo admitió. De todos modos, aquellos para quienes trabajaba no estaban interesados en que se encontrara su cuerpo en el escenario del crimen que le encargaban.
Pero es cierto que no le importaba morir hoy o mañana. Y estaba convencido de que el mundo, pero nada más que el reino material que podemos ver con nuestros ojos, sería mucho mejor sin su presencia. A veces deseaba realmente estar muerto. Pero esos períodos no duraban mucho tiempo, y era sobre todo la música lo que le sacaba de ellos.
Se tendía en su apartamento de lujo a escuchar las viejas canciones lentas de Roy Orbison, o los muchos discos de cantantes de ópera que poseía, o para escuchar las grabaciones de música escrita para laúd, sobre todo de la época, en el Renacimiento, en que el laúd había sido un instrumento popular.
¿Cómo había llegado a convertirse en esto, en un humano hosco que acumulaba un dinero que no le servía de nada, que mataba a personas cuyos nombres desconocía, que penetraba en el interior de las fortalezas más sofisticadas que sus víctimas habían podido construir, que daba la muerte disfrazado de camarero, de médico con bata blanca, de chófer de un coche de alquiler, o incluso de vagabundo borracho que tropezaba en la calle con el hombre al que pinchaba con su aguja fatal?
El mal que vi en él me hizo estremecer en la medida en que un ángel puede estremecerse, pero el resplandor del bien oculto tras él me sedujo por completo.
Volvamos a aquellos primeros años, cuando era aún Toby O’Dare, con un hermano y una hermana pequeños, Jacob y Emily; a la época en que luchaba por pasar curso en la escuela preparatoria más estricta de Nueva Orleans, con escolaridad completa por supuesto, al mismo tiempo que trabajaba hasta sesenta horas a la semana tocando música en la calle para alimentar a sus hermanos y a su madre, y vestirlos, y pagar un apartamento en el que nunca entró nadie a excepción de su familia.
Toby pagaba las facturas. Abastecía la nevera. Hablaba con el casero cuando los gritos de su madre no dejaban dormir al vecino. Era él quien limpiaba las vomitonas, y apagaba el fuego cuando la grasa se desbordaba de la sartén y caía en el hornillo de gas, y ella se caía hacia atrás con el pelo en llamas y dando aullidos.
Con otro marido, su madre podría haber sido tierna y cariñosa, pero su esposo fue a prisión cuando ella estaba embarazada del hijo menor, y nunca pudo superarlo. Era un policía que vivía de las prostitutas de las calles del Barrio Francés, y que había acabado muerto a cuchilladas por otro recluso.
Toby tenía sólo diez años cuando sucedió.
Durante años, ella bebía hasta emborracharse y se tendía en el suelo murmurando el nombre de su marido: «Dan, Dan, Dan.» Y nada de lo que pudiera hacer Toby la consolaba. Él le había comprado vestidos bonitos, y llevaba a casa cestos cargados de frutas o de dulces, y durante unos años antes de que los bebés fueran al jardín de infancia, ella casi nunca estaba borracha salvo de noche, e incluso se aseaba y aseaba a los niños lo bastante para ir todos juntos a misa los domingos.
En aquellos días, Toby veía la televisión con ella, los dos en la cama de su madre, y ella compartía su afición por los policías que llamaban a las puertas y se llevaban presos a los asesinos más depravados.
Pero cuando dejó de tener a los chiquillos gateando entre sus pies, la madre empezó a beber de día y dormir de noche, y Toby hubo de convertirse en el hombre de la casa, vestir a Jacob y Emily todas las mañanas, y llevarlos temprano a la escuela para tomar a tiempo el autobús que lo llevaba a sus propias clases con los jesuitas, y poder reservar tal vez algunos ratos para sus deberes en casa.
A la edad de quince años, llevaba dos de estudio de laúd y composición todas las tardes, y para entonces Jacob y Emily ya hacían sus deberes en el cuarto de al lado, y sus profesores seguían dándole clases gratuitas.
—Tienes un gran talento —le dijo una profesora, y lo animó a probar con otros instrumentos que más tarde podrían permitirle vivir de la música.
Pero Toby sabía que no podría dedicar a aquello el tiempo suficiente, y después de enseñar a Emily y Jacob cómo vigilar y manejar a su madre borracha, salía a las calles del Barrio Francés todo el sábado y el domingo, con el estuche del laúd abierto a sus pies mientras tocaba, para ganar todos los centavos posibles con los que complementar la magra pensión de su padre.
La verdad es que no había tal pensión, pero Toby nunca se lo dijo a nadie. Sólo había las silenciosas contribuciones de la familia y las colectas que regularmente les hacían llegar otros policías que no habían sido mejores ni peores que el padre de Toby.
Y Toby tenía que reunir el dinero para cualquier gasto extra o «bonito», y para los uniformes que necesitaban su hermano y su hermana, y para los juguetes que tenían que tener en ese apartamento miserable que Toby tanto detestaba. Y aunque estaba preocupado continuamente por el comportamiento de su madre en casa, y por la capacidad de Jacob para apaciguarla si le venía un acceso de rabia, Toby se sentía muy orgulloso de su forma de tocar y de la buena disposición de los paseantes, que casi siempre dejaban algún billete grande en el estuche si se habían parado a escuchar.
A pesar de que incluso aquellos rudimentos de estudio de la música costaban demasiado tiempo a Toby, seguía soñando con matricularse en el conservatorio cuando tuviera la edad requerida, y conseguir un trabajo fijo para tocar en un restaurante con el fin de estabilizar sus ingresos. Ningún plan era imposible para él, por los medios que fuesen, y vivía para el futuro mientras luchaba con desesperación para sobrevivir al presente. A pesar de todo, cuando tocaba el laúd y recogía con facilidad el dinero suficiente para pagar el alquiler y comprar comida, conocía un júbilo y una sensación de triunfo tan consistente como hermosa.
Nunca dejó de intentar animar y consolar a su madre, ni de asegurarle que las cosas iban a ir mejor de como eran ahora, de que sus dolores desaparecerían, y algún día vivirían en una casa de verdad en las afueras, con un patio trasero para que jugaran Emily y Jacob, y césped auténtico en la parte delantera, y todas las demás cosas que ofrece una vida normal.
En algún recóndito rincón de su mente mantenía la idea de que algún día, cuando Jacob y Emily crecieran y se casaran y su madre se curara con todo el dinero que él iba a ganar, posiblemente volvería a pensar en el seminario. No podía olvidar lo que había significado para él, en otro tiempo, la idea de celebrar la misa. No podía olvidar que se había sentido llamado a tomar la hostia en sus manos y decir: «Éste es mi Cuerpo», convirtiéndola de ese modo en la verdadera carne de Nuestro Señor Jesucristo. Y muchas veces, mientras tocaba un sábado por la noche, incluía en su repertorio música de la liturgia, que seducía al gentío siempre cambiante tanto como lo hacían las familiares melodías de Johnny Cash y Frank Sinatra, siempre favoritas de la audiencia. Creó para sí una imagen sobria de músico callejero, sin sombrero y vestido con una chaqueta de lana azul y pantalones oscuros también de lana, e incluso esas prendas humildes le conferían un atractivo sublime.
Cuanto mejor tocaba, respondiendo sin esfuerzo a las solicitudes y desplegando toda la gama de su instrumento, tanto mayor era el aprecio en que lo tenían turistas y nativos. Pronto llegó a reconocer a habituales de algunas noches, que nunca dejaban de darle los billetes de valor más alto.
Cantaba un himno religioso moderno: «Yo soy el pan que da vida, quien viene a mí no pasará hambre...» Era un himno exaltante, y quienes se apiñaban a su alrededor nunca dejaban de recompensarlo por él. Bajaba la vista asombrado y veía el dinero que podía comprarle un poco de paz para una semana, o incluso un poco más. Y sentía ganas de echarse a llorar.
También tocó y cantó arreglos suyos, variaciones sobre temas que había oído en los discos que le regaló su profesora. Entrelazaba aires de Bach y Mozart e incluso Beethoven, y otros compositores cuyos nombres no podía recordar.
En cierto momento empezó a incluir en su repertorio algunas composiciones propias. Su profesora le ayudó a trasladarlas al papel pautado. La música para laúd no se escribía como la música corriente. Se escribía en tablatura, y eso le agradaba de forma especial. Pero toda la teoría y la práctica de la escritura musical le resultaba pesada. Si por lo menos pudiera aprender lo bastante para enseñar música algún día, pensaba, aunque fuera a niños pequeños, sería un modo de vida aceptable.
Muy pronto Jacob y Emily pudieron vestirse sin ayuda, y también apareció en ellos la misma mirada de pequeños adultos característica en él. Tomaban solos el autobús de la escuela de St. Charles, y no llevaban nunca a nadie a casa porque su hermano se lo había prohibido. Aprendieron a hacer la colada, a planchar las camisas y las blusas para la escuela, y a esconderle a su madre el dinero, y a calmarla cuando enloquecía y empezaba a romper todo lo que encontraba por la casa.