Aquello no sorprendió a Toby. Muchos descendientes de irlandeses y alemanes que vivían en Nueva Orleans tenían acentos que nadie podía adivinar. Y Toby había cultivado el acento de los ricos de la parte alta, cosa que aumentaba aún más la confusión.
—Pareces inglés, alemán, suizo, estadounidense —dijo el hombre—. Eres alto. Y eres joven, y tienes los ojos más fríos que jamás he visto.
—Quieres decir que me parezco a ti —dijo Toby.
El hombre pareció de nuevo sorprendido, pero luego sonrió.
—Supongo que sí. Pero yo tengo sesenta y siete años, y tú no llegas a los veintiuno. ¿Por qué no sueltas esa pistola y hablas conmigo?
—Puedo hacer todo lo que me pidas —dijo Toby—. Estoy impaciente por hacerlo.
—¿Lo entiendes?, no hay más que una oportunidad. —Toby asintió—. Si lo haces bien, ni se dará cuenta. Tardará por lo menos veinte minutos en morir. En ese tiempo, tú estarás ya fuera del restaurante, caminando a paso normal. Sigues caminando como si nada, y te recogeremos.
Toby se sentía de nuevo poderosamente excitado. Pero no cedió a ese sentimiento. La música no había parado en su cabeza. Aún escuchaba el primer acorde mayor de cuerdas y timbales.
Yo supe al verlo, lo excitado que estaba. Pude verlo en su respiración y en el calor de su mirada, que posiblemente el hombre no advirtió. Durante un momento Toby se pareció a Toby, inocente, lleno de planes.
—¿Qué quieres por todo esto, además de dinero? —preguntó el hombre.
Ahora fue Toby el que se sobresaltó. Y hubo un cambio radical en su rostro. El hombre se dio cuenta de la sangre que coloreó las mejillas de Toby, del brillo de su mirada.
—Más trabajo —dijo Toby—. Montones de trabajo. Y el mejor laúd que puedas comprar.
El hombre lo estudió.
—¿Cómo has llegado a todo esto? —le preguntó el hombre. De nuevo hizo un pequeño gesto con las manos abiertas. Se encogió de hombros—. ¿Cómo conseguiste hacer las cosas que hiciste?
Yo conocía la respuesta. Conozco todas las respuestas. Conocía la euforia que sentía Toby; sabía cuánto desconfiaba de aquel hombre, y cómo se deleitaba en el reto que suponía llevar a cabo lo que el hombre le pedía y luego tratar de seguir con vida. Después de todo, ¿por qué no había de matarlo aquel hombre después de haber hecho el trabajo para él? ¿Por qué no, en efecto?
Una idea azarosa se apoderó de Toby. No era la primera vez que le ocurría desear estar muerto. Así pues, ¿qué importancia tenía que ese hombre lo matara? Ese hombre no sería cruel. Sería rápido, y luego la vida de Toby O’Dare habría desaparecido, pensó. Intentó imaginar, como les ocurre a innumerables seres humanos, lo que significa ser aniquilado. La desesperación se apoderó de él como si fuera la cuerda más baja que pellizcaba de su laúd, y su reverberación siguió sonando sin fin.
La cruda excitación del trabajo inminente era el único contrapeso, y el fuerte temblor de la cuerda en su oído le prestó lo que suele considerarse valor.
El hombre parecía accesible. Pero la verdad es que Toby no confiaba en nadie. A pesar de todo, valía la pena probar. El hombre era educado, desenvuelto, cortés. A su manera, era un hombre muy seductor. Su calma era fascinante. Alonso nunca había tenido esa calma. Toby pretendía alcanzarla. Pero en realidad no conocía su significado.
—Si nunca me traicionas —dijo Toby—, haré cualquier cosa por ti, absolutamente cualquier cosa. Cosas que otros no pueden hacer. —Recordó a la muchacha que sollozaba, que rogaba, recordó la forma en que extendió los brazos, mostrando las palmas como para rechazarlo—. En serio, haré absolutamente cualquier cosa. Pero llegará el momento en que no querrás seguir viéndome a tu alrededor.
—O no —dijo el hombre—. Tú me sobrevivirás. Es indispensable que confíes en mí. ¿Sabes lo que significa «indispensable»?
Toby asintió.
—Absolutamente —dijo—. Y de momento no creo tener muchas opciones de modo que sí, confío en ti.
El hombre se quedó pensativo.
—Podrías ir a Nueva York, hacer el trabajo y largarte —dijo el hombre.
—¿Y quedarme sin la paga? —argumentó Toby.
—Podrías quedarte con la mitad que recibirás por adelantado, y sencillamente desaparecer.
—¿Es eso lo que quieres que haga?
—No —dijo el hombre. Siguió pensando.
»Podría quererte —dijo el hombre entre dientes—. Lo digo en serio. Oh, no es que quiera que seas mi amante, ¿sabes?, no es eso lo que quiero decir. Nada de ese estilo. Aunque a mi edad, no me importa mucho que sea chico o chica, ¿sabes? No, si son jóvenes y fragantes y tiernos y hermosos. Pero no me refiero a eso. Quiero decir que puedo quererte. Porque hay algo hermoso en ti, en tu modo de mirar y de hablar y en la forma en que te desplazas por una habitación.
¡Exacto! Eso era lo que estaba yo pensando. Y ahora comprendía lo que dicen que los ángeles no podemos comprender acerca de sus dos corazones, de los corazones de los dos.
Pensé en el padre de Toby y en que solía llamarlo «Cara Bonita» y provocarlo. Pensé en el miedo y en la quiebra total de su amor. Pensé en la forma en que la belleza de la tierra sobrevive a pesar de las espinas y las deformaciones que continuamente tratan de agredirla. Pero mis pensamientos eran sólo un trasfondo. Lo importante era lo que ocurría en escena.
—Quiero parar los pies a esos rusos —dijo el hombre, la mirada perdida, pensativo, el dedo doblado un instante bajo el labio—. Nunca conté con esos rusos. Nadie lo hizo. Ni siquiera se me ocurrió que hubiera nada parecido a esos rusos. Quiero decir que no pensé que operarían en tantos niveles. No te puedes imaginar las cosas que hacen, las estafas, los fraudes. Retuercen el sistema legal de todas las maneras concebibles. Es lo que hicieron en la Unión Soviética. De eso viven. No tienen un concepto de lo que está mal.
»Y aparecen esos chapuceros, los primos terceros de alguien, y se les antoja la casa de Alonso y su restaurante. —Hizo una mueca de disgusto y sacudió la cabeza—. Es estúpido.
Suspiró. Miró el portátil abierto sobre la mesita situada a su derecha. Toby no lo había advertido antes. Era el portátil que le robó al abogado.
—Tú los mantendrás a raya para mí, una y otra vez —dijo el hombre—, y yo te querré más aún de lo que te quiero ahora. Nunca te traicionaré. Dentro de unos días comprenderás que nunca traiciono a nadie, y que por eso soy..., bueno, soy el que soy.
Toby asintió.
—Creo que ya lo he comprendido —dijo—. ¿Qué hay del laúd?
—Conozco a gente, desde luego —contestó el hombre con un gesto de conformidad—. Veré lo que hay en el mercado. Te lo conseguiré. Pero no podrá ser el mejor. El mejor laúd sería demasiado llamativo. Daría que hablar. Dejaría un rastro.
—Sé lo que significa esa palabra —dijo Toby.
—Los buenos laúdes se alquilan a solistas jóvenes, no creo que nunca se vendan en realidad. Sólo hay unos cuantos en el mundo entero.
—Comprendo —dijo Toby—. Yo no soy tan bueno. Sólo quiero tocar uno que esté bien.
—Te conseguiré el mejor que pueda comprar sin crearme problemas —dijo el hombre—. Sólo has de prometerme una cosa.
Toby sonrió.
—Desde luego. Tocaré para ti. Siempre que quieras.
El hombre se echó a reír.
—Dime de dónde vienes —insistió—. De verdad, quiero saberlo. Puedo situar a la gente así —chascó los dedos—, por su forma de hablar, por muchos estudios que hayan hecho después, por mucho barniz que lleven encima. Pero no consigo localizar tu acento. Dímelo.
—No te lo diré nunca —dijo Toby.
—¿Ni siquiera si te digo que ahora trabajas para los Chicos Buenos, hijo?
—Eso no importa —dijo Toby. Un asesinato es siempre un asesinato. Casi sonrió—. Puedes pensar que no vengo de ninguna parte. Que soy tan sólo alguien que ha brotado de la nada en el tiempo oportuno.
Me quedé atónito. Era precisamente lo que yo estaba pensando. Es alguien que ha brotado de la nada en el Tiempo oportuno.
—Y una cosa más —dijo Toby al hombre.
El hombre sonrió y abrió las manos.
—Pide.
—El nombre de la pieza musical que acaba de sonar. Quiero un ejemplar.
El hombre rio.
—Eso es muy fácil —dijo—. La consagración de la primavera, de Igor Stravinsky.
El hombre miró radiante a Toby, como si hubiera encontrado algo de un valor inmenso. Lo mismo me ocurría a mí.
Hacia el mediodía del día siguiente Toby dormía profundamente y soñaba con su madre. Soñaba que ella y él caminaban por una hermosa casa de techos abovedados. Y él le contaba lo importante que iba a ser, y que su hermanita iría a las Hermanas del Sagrado Corazón. Jacob estudiaría en los jesuitas.
Sólo que había algo equívoco en aquella casa espectacular. Se convirtió en un laberinto, imposible de abarcar como una vivienda en su conjunto. Las paredes se alzaban como riscos, los suelos se ladeaban. Había un gigantesco reloj negro del abuelo en la sala de estar, y frente a él la imagen del Papa, como si colgara de una horca.
Toby despertó, solo, y por un instante asustado e inseguro de dónde se encontraba. Luego empezó a llorar. Intentó reprimirse, pero su llanto era incontrolable. Se volvió boca abajo y enterró la cara en la almohada.
Vio de nuevo a la chica. La vio tendida, muerta con su pequeño top blanco de seda y sus ridículos zapatos de tacón alto, como una niña jugando a vestirse de persona mayor. Tenía cintas en su largo cabello rubio.
Su ángel de la guarda posó una mano en la cabeza de Toby. Su ángel de la guarda le hizo ver algo. Le dejó ver el alma de la muchacha elevándose, manteniendo la forma del cuerpo por hábito y por la ignorancia de que ahora no estaba sujeta a esos límites.
Toby abrió los ojos. Luego su llanto se agravó, y la cuerda baja de la desesperación vibró con más intensidad que nunca.
Se levantó y empezó a caminar. Miró en su maleta abierta. Hojeó el libro sobre los ángeles.
Volvió a tenderse y lloró hasta quedarse dormido, igual que podría haberlo hecho un niño. También recitaba una oración mientras lloraba: «Ángel de Dios, mi querido custodio, haz que los “Chicos Buenos” me maten más pronto que tarde.»
Su ángel guardián, al oír la desesperación de aquella súplica, al oír su dolor y su absoluta desolación, había vuelto la espalda y se tapaba el rostro.
Yo, no. Malaquías, no.
«Es él», pensé.
«Da un salto de diez años de tu tiempo hasta el punto donde empecé: él es Toby O’Dare para mí, no Lucky el Zorro. Y yo voy tras él.»
___5___
Los cantos del serafín
Si alguna vez me había sentido estupefacto en mi vida, no fue nada comparado con lo de ahora. En mi sala de estar, sólo poco a poco empezaron a emerger las formas y los colores de la neblina en la que flotaba desde que Malaquías dejó de hablar.
Volví a mi propio ser, sentado en el sofá y mirando al frente. Y lo vi a él con toda claridad, de pie contra la pared forrada de libros.
Yo estaba abrumado, roto, y era incapaz de hablar.
Todo lo que me había mostrado había sido tan vívido, tan inmediato, que yo aún seguía tanteando para encontrarme a mí mismo en el momento presente, o bien anclado a buen recaudo en cualquier otro momento.
Era tal mi sensación de pena, de profundo y terrible remordimiento, que aparté la vista de él, y muy despacio hundí la cara en mis manos.
Me sostenía una casi imperceptible esperanza de salvación. En lo profundo de mi corazón susurré: «Señor, perdóname por haberme apartado de ti.» Pero al mismo tiempo que pronunciaba esas palabras, sentía: «No lo crees. No lo crees, por más que te lo haya revelado a ti mismomás íntimamente de lo que tú mismo podías haberlo hecho. No lo crees. Tienes miedo de creerlo.»
Le oí acercarse y entonces volví de nuevo a mi ser, con él a mi lado.
—Reza para tener fe —susurró a mi oído.
Y lo hice.
Recordé un antiguo ritual.
En las tardes de crudo invierno, cuando me daba miedo volver a casa de la escuela, había llevado a Emily y Jacob a la iglesia del Santo Nombre de Jesús, y allí había rezado: «Señor, enciende el fuego de la fe en mi corazón, porque estoy perdiendo la fe. Señor, toca mi corazón, y enciéndelo.»
Las viejas imágenes habituales volvieron a mí, tan frescas como si fuera ayer. Vi la silueta borrosa de mi corazón y la llama amarilla que brotaba de él. A mi memoria le faltaba el color vibrante y el movimiento de todo lo que Malaquías me había mostrado. Pero recé con todo mi ser. Las viejas estampas se desvanecieron de pronto y me quedé solo con las palabras de la oración.
No fue un «quedarse solo» ordinario. Me encontré delante de Dios sin haberme movido. Tuve la relampagueante visión de ascender por una ladera de hierba suave y ver delante de mí una figura envuelta en una túnica..., y volvieron a mí los viejos pensamientos: «Ésta es su gloria; han pasado miles de años, pero puedes seguir sus pasos de cerca.»
—Oh, Dios mío, me duele de corazón —susurré. «Por miedo al infierno por todos mis pecados, pero sobre todo, sobre todo, sobre todo, por haberme apartado de Ti.»
Me senté de nuevo en el sofá y me sentí perdido, peligrosamente próximo a perder el sentido, como si todo lo que había visto me golpeara, merecidamente, y mi cuerpo no pudiera encajar tantos golpes. ¿Cómo podía haber amado tanto a Dios, y arrepentirme tan completamente de lo que había llegado a ser, y sin embargo no tener fe?
Cerré los ojos.
—Mi Toby —susurró Malaquías—. Sabes la magnitud de lo que has hecho, pero no puedes comprender la magnitud de lo que Él conoce.
Sentí el brazo de Malaquías sobre mi hombro. Sentí el apretón de sus dedos. Y luego me di cuenta de que se había levantado, y oí sus suaves pisadas cuando cruzó la habitación.
Levanté la vista y lo vi de pie frente a mí; de nuevo presentaba el mismo colorido vivo y la forma nítida y seductora. Emanaba de él una luz tan sutil como real. Sin estar del todo seguro, me pareció haber visto aquella luz incandescente la primera vez que apareció delante de mí en la Posada de la Misión. No se me ocurrió ninguna explicación entonces y lo rechacé como algo casual, sin ningún significado.
Ahora no lo rechacé. Me maravillé. Su rostro parecía conmovido. Era feliz. Parecía incluso dichoso. Y vino a mi mente una frase de las Escrituras acerca de la alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente.
—Acabemos deprisa con esto —dijo impaciente. Y esta vez no hubo imágenes hirientes que acompañaran a sus palabras dichas en voz baja—. Sabes muy bien lo que ocurrió después. Nunca revelaste al Hombre Justo tu verdadero nombre a pesar de su insistencia, y más adelante, cuando las agencias te llamaron Lucky, el afortunado, también fue ése el nombre que te aplicó el Hombre Justo. Tú lo aceptaste con una ironía amarga, y llevaste a cabo una misión tras otra, y pediste que no te tuviera cruzado de brazos, aunque sabías lo que eso significaba.