La granja de cuerpos (38 page)

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Authors: Patricia Cornwell

BOOK: La granja de cuerpos
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—A la Tercera Presbiteriana.

—¿Y el servicio religioso empieza a las once?

—Como siempre. Por cierto, si no ha oído nunca sus sermones, le aseguro que el reverendo Crow es magnífico. ¿Quiere dejarle algún mensaje a Rob?

—Volveré a llamarle más tarde.

Agradecí la colaboración y colgué. Cuando me volví, Wesley estaba sentado en la cama y me miraba con cara soñolienta. Su mirada recorrió la habitación y se detuvo en la ampliación fotográfica, las monedas y la lupa que yo había dejado sobre la mesa. Al tiempo que se desperezaba, se echó a reír.

—¿Qué sucede? —pregunté en tono de cierta indignación. Benton se limitó a mover negativamente la cabeza.

—Son las diez y cuarto —añadí—. Si quieres acompañarme a la iglesia, será mejor que te des prisa. Arrugó el entrecejo

—¿A la iglesia?

—Sí. Un lugar donde la gente adora a Dios.

—¿Hay una iglesia católica en el pueblo?

—No tengo idea —respondí. Ahora, el desconcierto de Benton fue evidente—. Esta mañana voy a un servicio religioso presbiteriano. Y si tú tienes otras cosas entre manos, tal vez necesite que me lleves. Hace menos de una hora, el coche de alquiler que encargué ayer no había llegado aún.

—Si te llevo, ¿cómo harás para volver?

—De momento, eso no me preocupa.

En aquel pueblo donde la gente ayudaba a una desconocida que llamaba por teléfono, de pronto me apetecía no trazar planes. Me apetecía ver qué sucedería.

—Bueno, tengo mi busca —comentó Wesley, sentado al borde de la cama y con los pies al suelo.

Yo tomé una pila de reserva del dispositivo de recarga contiguo al televisor.

—Ya está —asentí, y guardé el teléfono portátil en el bolso.

20

W
esley me dejó ante la escalinata de la iglesia de piedra granítica un poco temprano, pero los feligreses ya empezaban a llegar. Los vi apearse de sus coches y entrecerrar los ojos para protegerse del sol mientras tomaban de la mano a sus hijos. Arriba y abajo de la estrecha calle se oían los golpes de las portezuelas al cerrarse. Noté las miradas de curiosidad clavadas en mi espalda mientras seguía el sendero de piedras que se desviaba a la izquierda hacia el cementerio.

La mañana era muy fría y el sol, aunque deslumbraba, resultaba falto de fuerza, como una sábana fría contra mi piel. Abrí sin resistencia la verja de hierro forjado, algo oxidada, cuya única función era, en realidad, servir de objeto ornamental y de muestra de respeto, pues no impedía que entrara quien quisiera y, desde luego, no era necesaria para retener a quienes allí reposaban.

Las lápidas nuevas de granito pulimentado despedían un brillo frío y las más antiguas estaban ladeadas en diferentes ángulos, como lenguas sin sangre que hablaban desde la boca de las tumbas. Allí, los muertos hablaban también. Hablaban cada vez que alguien los recordaba. La escarcha crujía suavemente bajo mis zapatos mientras me acercaba al rincón donde estaba enterrada la niña. Su tumba, reabierta y vuelta a cerrar, era una cicatriz reciente de arcilla roja. Me saltaron las lágrimas al contemplar de nuevo el monumento, con su dulce ángel y su triste epitafio:

No existe otra en el mundo, la mía fue única.

Pero, esta vez, el verso de Emily Dickinson tenía un sentido distinto. Lo leí con una idea nueva y con una conciencia absolutamente distinta de la mujer que lo había escogido. Sobre todo destacaba aquella expresión «la mía»... Emily no había tenido vida propia, sino que había sido la prolongación de una mujer narcisista y demente con un apetito insaciable de satisfacer su ego.

Para su madre, Emily era un peón, como todos los demás. Todos éramos muñecos a disposición de Denesa, para que ella nos vistiera o nos desnudara, para que nos abrazara o nos descuartizara. Recordé el interior de la casa, lleno de volantes y puntas y estampados infantiles. Denesa era una niña pequeña ávida de atención que había crecido y aprendido a conseguirla. Había destruido cuantas vidas tocó y, cada vez, supo llorar en el tierno regazo de un mundo compasivo. Pobre, pobrecilla Denesa, decían todos de aquella maternal criatura asesina cuyos dientes rezumaban sangre.

El hielo formaba finas columnas sobre la arcilla roja de la tumba de Emily. Yo no estaba muy segura de la explicación física de aquello, pero llegué a la conclusión de que cuando la humedad de la arcilla —un material impermeable— se congelaba, se expandía, como corresponde al hielo, no encontraba otra vía para hacerlo que hacia arriba. Era como si el espíritu de la chiquilla hubiera quedado atrapado por el frío en su intento de levantarse del suelo y brillara al sol con la pureza del agua y el cristal. Sumida en una oleada de pesadumbre, me di cuenta de que amaba a aquella chiquilla, a la que sólo había conocido en la muerte. Podía haber sido Lucy, o Lucy podía haber sido ella. Ninguna de las dos tuvo una buena madre, y una había sido devuelta a casa, mientras que la otra fue eliminada. Hinqué la rodilla y recé una oración. Luego, con un profundo suspiro, me encaminé a la iglesia.

Cuando entré, el órgano tocaba
Roca de los Tiempos
, porque me había retrasado y la congregación ya entonaba el primer himno. Tomé asiento al fondo de la iglesia con toda la discreción posible, pero aun así provoqué que varias cabezas se volvieran a observarme. En aquel recinto, los extraños destacaban enseguida, probablemente porque eran escasos. El servicio religioso continuó y me santigüé después de cada oración; en mi mismo banco, un chiquillo me contemplaba fijamente mientras su hermana leía la hoja parroquial.

Con su nariz aguileña y la sotana negra, el reverendo Crow tenía el aspecto de un cuervo. Sus brazos eran alas que batían el aire mientras predicaba el sermón y, en los momentos más espectaculares, casi parecía a punto de levantar el vuelo. Las cristaleras de colores que describían los milagros de Jesús brillaban como joyas y las motas de mica en el granito parecían un rocío de oro sobre la piedra.

En el momento de la comunión, observé a los presentes mientras coreaban las estrofas correspondientes al himno. No formaron una fila para acercarse al altar a recibir la hostia y el vino; al contrario, unos ayudantes recorrieron los pasillos repartiendo vasitos de mosto y pequeños pedazos de pan seco. Tomé lo que me ofrecían y después llegó el Gloria y la bendición y, de pronto, todo el mundo inició la salida. Yo me lo tomé con calma. Esperé a que el predicador se quedara solo en la puerta, tras despedir a los últimos feligreses, y le llamé por su nombre.

—Gracias por su sermón tan inspirado, reverendo Crow. Me ha gustado mucho su glosa evangélica.

—Todos podemos aprender siempre del Evangelio. Así se lo digo a mis hijos.

El reverendo me estrechó la mano con una sonrisa.

—A todos nos conviene recordarlo —asentí.

—Estamos muy contentos de haberla tenido con nosotros esta mañana. Supongo que es usted la doctora del FBI de la que me han hablado. Y también la vi el otro día en las noticias.

—Soy la doctora Scarpetta —me presenté—. ¿Tendría la bondad de indicarme quién es Rob Kelsey? Espero que no se haya marchado todavía.

—No, no —Su respuesta fue la que yo esperaba. Volvió la cabeza hacia la sacristía y añadió—: Rob me ha ayudado en la comunión. Debe de estar guardando los ornamentos.

—¿Le importa si intento localizarlo?

—En absoluto. Y, créame —el reverendo adoptó un tono pesaroso—, apreciamos mucho lo que intentan ustedes aquí. Ninguno de nosotros volverá a ser el mismo —Movió la cabeza y continuó—: Esa pobre madre... Hay quien le volvería la espalda a Dios después de lo que ella ha pasado. Pero no, señora. Denesa, no. Denesa no falta un domingo. Es una de las mejores cristianas que he conocido.

—¿Estaba aquí esta mañana? —pregunté, notando que una sensación estremecedora me subía por el espinazo.

—Cantaba en el coro, como siempre.

No la había visto, pero en la iglesia había doscientos feligreses por lo menos y el coro estaba en la galería superior, a mi espalda.

Rob Kesley, hijo, era un cincuentón nervudo, vestido con un traje azul barato de rayas finas, que recogía los vasitos de la comunión de los soportes fijados a los bancos. Me presenté, convencida de que se alarmaría al verme, pero parecía uno de esos hombres de carácter imperturbable. Tomó asiento a mi lado en un banco y se dio unos tirones al lóbulo de la oreja con aire pensativo mientras le explicaba lo que pretendía.

—En efecto —asintió con el acento de Carolina del Norte más cerrado que había oído nunca—. Papá trabajó en la fábrica toda su vida. Cuando se jubiló, le regalaron un televisor a color estupendo. Y una aguja de oro macizo.

—Seguro que fue un gran supervisor —apunté.

—Bueno, tardó muchos años en serlo. Antes de eso fue inspector de cajas y antes incluso, un simple embalador.

—¿Qué hacía exactamente? Como embalador, por ejemplo.

—Se encargaba del rellenado de cajas con los rollos de aquella cinta y, más adelante, supervisaba a todos los demás embaladores para asegurarse de que el trabajo se hacía como era debido.

—Entiendo. ¿Recuerda usted que la fábrica produjera alguna vez una cinta adhesiva de color anaranjado fluorescente?

Rob Kelsey, con su cabello cortado casi al cepillo y sus ojos azul marino, meditó la respuesta.

—Desde luego —dijo por fin, y acompañó sus palabras con una expresiva mueca—. Lo recuerdo porque era una cinta fuera de lo común. Nunca he visto otra igual, ni antes ni después. Creo que era para una cárcel de no sé dónde.

—Eso es —confirmé—. Pero me pregunto si un par de rollos de aquella cinta no podría haber terminado aquí. En el pueblo, me refiero.

—Se supone que esas cosas no deben suceder. Pero suceden; porque hay devoluciones y otras incidencias, como rollos de cinta con algún defecto.

Pensé en las manchas de grasa de los bordes de la cinta empleada para atar a la señora Steiner y a su hija. Era muy posible que un lote se hubiera enganchado en alguna pieza de maquinaria o se hubiera manchado de grasa de algún otro modo.

—Y en general, cuando hay productos que no pasan el control de calidad —apunté—, los empleados pueden llevárselos o comprarlos a precio de ganga.

Kelsey no dijo nada. Parecía un poco desconcertado.

—Señor Kelsey, ¿sabe de alguien a quien su padre pudiera haber dado un rollo de esa cinta anaranjada? —le pregunté.

—Sólo una persona se me ocurre. Jake Wheeler. Ya lleva bastante tiempo enterrado, pero antes era el propietario de la lavandería junto al Mack's Five & Dime. Y, según recuerdo, también era el dueño de la droguería de la esquina.

—Y bien, ¿por qué habría de darle su padre un rollo de esa cinta?

—Verá, a Jake le gustaba la caza, pero recuerdo que, según mi padre, tenía tanto miedo de recibir una bala perdida de alguien que le confundiera con un pavo en la espesura, que nadie quería salir de cacería con él.

Yo callé y esperé. No sabía adonde conducía todo aquello.

—Siempre procuraba hacer mucho ruido y, además, llevaba ropas de tipo reflectante cuando estaba en su puesto. Jack ahuyentaba a todos los cazadores. No creo que le disparase nunca a nada, como no fuera a una ardilla.

—¿Qué tiene que ver eso con la cinta adhesiva?

—Estoy seguro de que mi padre se la daría en son de broma. Quizás era para que Jake envolviera con ella su escopeta, o para que la llevara en la ropa.

Kelsey sonrió y advertí que le faltaban varios dientes.

—¿Dónde vivía Jake? —pregunté.

—Cerca del Pine Lodge. A medio camino entre el centro de Black Mountain y Montreat.

—¿Cabe alguna posibilidad de que su padre regalara ese rollo de cinta a otra persona?

Kelsey contempló la bandeja de los vasitos de la comunión que tenía en las manos y frunció el entrecejo con aire pensativo.

—Por ejemplo —añadí—, ¿Jake cazaba con alguien más? ¿Con alguien que pudiera necesitar la cinta, ya que era del anaranjado fluorescente que al parecer utilizan los cazadores?

—No tengo modo de saber si Jake se la dio a otro. Pero le diré que era muy amigo de Chuck Steiner. Cada temporada salían a perseguir osos, mientras que los demás rezaban para que no encontraran ninguno. No entiendo por qué ha de querer nadie encontrarse frente a frente con un oso pardo. Pues, aunque lo mates, ¿qué hace uno con él, como no sea convertirlo en alfombra? No puedes comerte un oso, a menos que seas Daniel Boone y estés a punto de morir de hambre...

—¿Chuck Steiner era el marido de Denesa Steiner? —pregunté, sin permitir que mi voz trasmitiera lo que sentía.

—Sí, señora. Y un hombre estupendo, además. Todos lo sentimos mucho cuando murió. Si hubiéramos sabido que estaba tan mal del corazón, no le habríamos forzado tanto, le habríamos obligado a tomárselo con más calma.

—Pero era cazador —insistí; tenía que estar segura.

—Desde luego. Yo salí con él y Jake algunas veces. A ellos dos les gustaban los bosques. Siempre les decía que deberían irse a África. Ahí es donde está la auténtica caza mayor. Yo, personalmente, no podría matar un insecto palo, ¿sabe?

—Si es lo mismo que una mantis religiosa, no debería disparar contra un insecto palo. Trae mala suerte.

—No es lo mismo —replicó Kelsey sin inmutarse—. La mantis religiosa es otro bicho completamente distinto. Pero pienso igual que usted: no, señora; por nada del mundo tocaría ni mantis ni palos.

—Señor Kelsey, ¿usted conocía bien a Chuck Steiner?

—Lo conocía de cazar y de la iglesia.

—Enseñaba en la escuela.

—Enseñaba la Biblia en una escuela privada religiosa. Si hubiera podido enviar ahí a mi hijo, lo habría hecho.

—¿Qué más puede decirme de él?

—Conoció a su esposa en California, cuando él estaba en el ejército.

—¿Le habló alguna vez de una hija que murió al poco de nacer? ¿Una niña llamada Mary Jo, que probablemente nació en California?

—Pues no —El hombre puso cara de sorpresa—. Siempre tuve la impresión de que Emily era su única hija. ¿También perdieron un bebé recién nacido? ¡Oh, Señor, Señor...!

Su expresión era ahora de profunda pena.

—¿Qué sucedió cuando dejaron California? —continué—. ¿Lo sabe usted?

—Vinieron aquí. A Chuck no le gustaba el oeste y había estado ya aquí de muchacho, de vacaciones con su familia. Normalmente, se alojaban en una cabaña, en Gray Beard Mountain.

—¿Dónde queda eso?

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