—Hombre, pudiera ser que algo cayera en mi cuenta del banco de los Cianfanelli —dijo Geralt con rostro pétreo—. Para el plan de pensiones brujeril.
—Así se hará.
—Y al súcubo no se le caerá ni un pelo de su rubia cabellera.
—Entonces, con los dioses. —Los dos viñadores se levantaron—. Comed en paz, no os molestaremos. Hoy es fiesta. Tradición. Y aquí, en Toussaint, la tradición...
—Lo sé —dijo Geralt—. Cosa santa.
La pandilla de la mesa de al lado volvió a montar un barullo en torno a otra de las profecías de Yule, que habían hecho con ayuda de unas bolitas moldeadas de la miga de una torta y las espinas de una carpa que se habían comido. Y bebiendo con ganas al mismo tiempo. El tabernero y las mozas se revolvían como si estuvieran metidos en agua hirviendo, corrían de acá para allá con las jarras.
*****
—El famoso súcubo —advirtió Reynart, echándose más col en el plato— fue el comienzo de la célebre serie de encargos brujeriles que aceptaste en Toussaint. Luego todo fue muy deprisa y tú ya no podías librarte de los clientes. Lo curioso es que no recuerdo cuál de las bodegas te dio tu primer encargo...
—No estabas tú. Fue al día siguiente de la audiencia con la condesa. Audiencia en la que tampoco estabas, por cierto.
—No es para asombrarse. Era una audiencia privada.
—Privada de la leche —bufó Geralt—. Participaron en ella unas veinte personas, entre las que no cuento a lacayos inmóviles como estatuas, pajes de corta edad y un bufón aburrido. Entre los que sí cuento estaban Le Goff, un chambelán de apariencia y olor de pastelero, y algunos ricachones aplastados por el peso de las cadenas de oro. Había algunos tipejos de negro, consejeros, o puede que jueces. Estaba un barón de pabellón de cabeza de toro al que había conocido en Caed Myrkvid. Estaba, cosa clara, Fringilla Vigo, una persona que a todas luces estaba muy cerca de la condesa.
»Y estábamos nosotros, toda nuestra cuadrilla, incluyendo a Milva vestida de hombre. Ja, mal me he expresado diciendo que toda nuestra compaña. No estaba Jaskier con nosotros. Jaskier, o mejor dicho el vizconde Nosé Qué, estaba sentado con las piernas abiertas en un escabel a la derecha de Su Puntiaguda Nariz Anarietta, más ancho que un pavo. Como un verdadero favorito.
«Anarietta, Fringilla y Jaskier eran las únicas personas que estaban sentadas. No se permitía sentarse a nadie más. Y yo aún me alegré de que no nos obligaran a ponernos de rodillas.
»La condesa escuchó mi relato, por suerte casi sin interrumpirme. Sin embargo, cuando conté en pocas palabras el resultado de mi conversación con los druidas, abrió los brazos con un gesto que sugería una preocupación a la vez sincera y exagerada. Sé que esto suena como algún maldito oxímoron, pero créeme, Reynart, en su caso fue precisamente así.
*****
—Ah, ah —dijo la condesa Anna Herietta, abriendo los brazos—. Habéis sembrado la inquietud en nuestras entrañas, don Geralt. En verdad os digo, la pena embarga nuestros corazones.
Sorbió su puntiaguda nariz, extendió la mano y Jaskier, al instante, puso en aquella mano un pañuelito de batista con un monograma bordado. La condesa tocó sus dos mejillas con el pañuelo ligeramente, para no retirar el maquillaje.
—Ah, ah —repitió—. ¿Así que los druidas no sabían nada de Ciri? ¿No fueron capaces de ofreceros ayuda? ¿Acaso todo vuestro esfuerzo fue en vano y huero el resultado de vuestro viaje?
—En vano con toda seguridad no —respondió él convencido—. Reconozco que contaba con conseguir de los druidas alguna información concreta o alguna pista que pudiera, aunque fuera de la forma más vaga, aclarar por lo menos por qué Ciri es objeto de una caza tan encarnizada. Sin embargo, los druidas no pudieron o no quisieron prestarme ayuda, en este aspecto, ciertamente, no conseguí nada. Mas... La voz se le quebró por un instante. No para resultar más dramático. Pensaba hasta qué punto podía ser sincero ante tamaño auditorio.
—Sé que Ciri está viva —dijo con voz seca, por fin—. Seguramente fue herida. Sigue estando en peligro. Pero vive.
Anna Henrietta suspiró, hizo uso de nuevo de su pañuelito y apretó el hombro de Jaskier.
—Os prometo —dijo— nuestra ayuda y apoyo. Quedaos en Toussaint cuanto deseéis. Habéis de saber que solíamos visitar Cintra, que conocíamos y cultivábamos la amistad de Pavetta, que conocíamos y amábamos a la pequeña Ciri. Estamos con vos de todo corazón, don Geralt. Si hace falta, tendréis la asistencia de nuestros licenciados y astrólogos. Abiertas ante vos están las puertas de nuestras bibliotecas y librerías. Encontraréis, creemos profundamente en ello, alguna pista, alguna señal o indicación que os muestre el camino correcto. No actuéis con premura. No tenéis que apresuraros. Podéis quedaros aquí lo que queráis, sois un huésped grato para nosotros.
—Os agradezco vuestra benevolencia y vuestra bondad, señoría. —Geralt hizo una reverencia—. Sin embargo, nos vamos a poner en camino en cuanto descansemos. Ciri sigue en peligro. Y nosotros también estamos en peligro. Cuando estamos demasiado tiempo en un lugar, el peligro no sólo crece, sino que comienza a amenazar a las personas que nos son benevolentes. Y a quienes simplemente están en medio. No pienso permitirlo.
La condesa, guardó silencio durante un cierto tiempo, acariciaba el antebrazo de Jaskier con unos movimientos cadenciosos, como un gato.
—Nobles y honestas son vuestras palabras —dijo por fin—. Pero no habéis de temer nada. Nuestros caballeros acometieron a los bribones que os perseguían de tal modo que no se escapó testigo alguno de su derrota, el vizconde Julián nos lo ha relatado. Cualquiera que se atreva a perturbaros correrá la misma suerte. Estáis bajo nuestra protección y nuestro amparo.
—Aprecio esto en lo que vale. —Geralt volvió a inclinarse, maldiciendo en su interior no sólo al dolor de su rodilla—. Sin embargo, no me es lícito callar lo que el señor vizconde Jaskier olvidó contar a su señoría. Los bribones que me persiguieron desde Belhaven y a los que los valientes caballeros de su señoría batieron en Caed Myrkvid eran, ciertamente, bribones del gremio más preclaro de los bribones, mas lucían los colores de Nilfígaard.
—¿Y qué pasa con eso?
Pues, tuvo en la punta de la lengua, que si los nilfgaardianos conquistaron Aedirn en veinte días, para hacer lo mismo con tu condadillo les basta con veinte minutos.
—Hay una guerra —dijo, en vez de aquello—. Puede ser que consideren lo que sucedió en Belhaven y Caed Myrkvid como sabotaje en la retaguardia. Por lo general, esto produce represiones. En tiempos de guerra...
—La guerra —le interrumpió la condesa, alzando su nariz puntiaguda— se ha acabado ya con toda seguridad. Le escribimos acerca de ello a nuestro primo, Emhyr var Emreis. Le envié un memorándum en el que exigíamos que pusiera punto final de inmediato a este derramamiento de sangre sin sentido. Con toda seguridad ya se ha terminado la guerra, con toda seguridad ya se ha firmado la paz.
—No del todo —le repuso Geralt con voz gélida—. Al otro lado del Yaruga campan la espada y el fuego, se derrama la sangre. Nada apunta que se acerque a su fin.
Lamentó al instante lo que había dicho.
—¿Cómo es eso? —La nariz, de la condesa, parecía, se agudizó todavía más, en su voz resonó una horrible nota mordaz, hostil—. ¿Acaso he oído bien? ¿La guerra continúa? ¿Por qué nadie nos ha informado de ello, ministro Tremblay?
—Señoría, yo... —balbució, arrodillándose, uno de los portadores de cadena de oro—. Yo no quería... preocupar... intranquilizar... Señoría...
—¡Guardia! —gritó la señoría—. ¡A la torre con él! ¡Habéis caído en desgracia, señor Tremblay! ¡En desgracia! ¡Señor chambelán! ¡Señor secretario!
—A sus órdenes, señoría...
—Que nuestra cancillería le envíe de inmediato una nota a nuestro primo, el emperador de Nilfgaard. Exigimos que de inmediato, pero de inmediato, cese la lucha y firme la paz. ¡Pues la guerra y la discordia son cosas malas! ¡La discordia arruina y la concordia fortalece!
—Su señoría —murmuró el chambelán-pastelero, blanco como azúcar en polvo— tiene toda la razón.
—¿Qué hacen vuesas mercedes todavía aquí? ¡Hemos dado una orden! ¡En marcha, apriesa!
Geralt miró discretamente a su alrededor. Los cortesanos tenían el rostro como de piedra, de lo que se podía concluir que tales incidentes no eran nada nuevo en aquel palacio. Decidió firmemente que a partir de ahora sólo iba a hacer coro a la condesa. Anarietta rozó con su pañuelo la punta de la nariz, después de lo cual sonrió a Geralt.
—Como veis —dijo ella—, vuestros temores eran vanos. No habéis de qué temer y podéis quedaros aquí cuanto queráis.
—Cierto, señoría.
En el silencio se escuchó claramente el mordisqueo de la carcoma en alguno de aquellos monumentales muebles. Y la maldición que alguno de los palafreneros le lanzaba a un caballo en un patio lejano.
—También quisiéramos pediros algo, don Geralt. —Anarietta interrumpió el silencio—. Como brujo que sois.
—Cierto, señoría.
—Se trata del ruego de muchas nobles damas de Toussaint y nuestro a la vez. Un monstruo nocturno castiga nuestros hogares. Un diablo, un fantasma, un súcubo en forma de mujer, pero tan desvergonzada que no nos atrevemos a describirla, martiriza a los cónyuges fieles y virtuosos. Penetra por las noches en las alcobas, comete toda clase de bellaquerías y abominables perversiones de las que no nos permite hablar la modestia. Vos, como experto, con toda seguridad sabéis de qué se trata.
—Cierto, señoría.
—Las mujeres de Toussaint os piden que pongáis punto final a esta indecencia. Y os aseguramos nuestra generosidad.
—Cierto, señoría.
*****
Angouléme encontró al brujo y al vampiro en el parque del palacio, donde ambos disfrutaban de un paseo y una discreta conversación.
—No me vais a creer —jadeó—. No me vais a creer lo que os voy a decir... Mas es la puritita verdad.
—Habla pues.
—Reynart de Bois-Fresnes, el andante Caballero del Ajedrez, está junto a otros caballeros andantes haciendo cola ante la cámara del tesorero condal. ¿Y sabéis para qué? ¡Para cobrar su paga del mes! La cola, habéis de saber, es lo menos medio tiro de arco de larga y de tantos escudos hasta se cansan los ojos. Le pregunté a Reynart que cómo es eso y él va y dice que también un caballero andante pasa hambre.
—¿Y qué es lo raro en todo esto?
—¡Bromeas! ¡Un caballero andante anda por noble vocación! ¡No por un sueldo mensual!
—Lo uno —dijo muy serio el vampiro Regis— no excluye lo otro. De verdad. Créeme, Angouléme.
—Créele, Angouléme —confirmó Geralt con voz seca—. Deja de correr por el palacio buscando sensaciones, ve a hacer compañía a Milva. Se siente fatal, no debe estar sola.
—Cierto. Tiíta tiene el periodo, creo, porque está más rabiosa que una avispa. Yo pienso...
—¡Angouléme!
—Ya voy, ya voy.
Geralt y Regis se detuvieron ante un macizo de centifolias ligeramente marchitas ya. Pero no consiguieron seguir conversando. Desde detrás de un invernáculo surgió un hombre delgado vestido con una elegante capa de color siena.
—Buenos días. —Hizo una reverencia, limpió la rodilla con su birreta—. ¿Se puede preguntar cuál de vuesas mercedes, alabado sea, es el brujo llamado Geralt, famoso en su oficio?
—Yo soy.
—Me llamo Jean Catillon, apoderado de las bodegas de Castel Toricella. La cosa es que no nos vendría mal en las bodegas un brujo. Intención tengo de enterarme, alabado sea, si no querríais...
—¿De qué se trata?
—Pues esto es —comenzó el apoderado Catillon—. A causa de esta guerra, así se la llevara el satanás, los mercaderes vienen más raramente, acreciéntame las existencias, empieza a faltar lugar para los barriles. Pensamos, pues qué problema, si bajo los castillos hay millas enteras de corredores, más hondo y más hondo, hasta el centro de la tierra lo menos que llegan. También bajo Toricella encontramos unos túneles de éstos, preciosos, alabado sea, de techos de bóveda, ni demasiado secos, ni demasiado húmedos, justito para que el vino estuviera bien...
—¿Y qué? —no resistió el brujo.
—Resultó que en los tales corredores habita un monstruo, alabado sea, de seguro que vino de lo profundo de la tierra. Quemó a dos personas, el cuerpo a los huesos los redujo y a uno lo dejó ciego, porque él, señor, el monstruo, se entiende, escupe y vomita no sé qué lejías...
—Una solpuga —afirmó Geralt—. También llamada venenosera.
—He aquí. —Regis sonrió—. Vos mismo veis que estáis tratando con un especialista, señor Catillon. Un especialista que os cae, por así decirlo, del cielo. ¿Y no habéis pedido ayuda en esta tarea a los famosos caballeros andantes locales? La condesa tiene todo un regimiento de ellos y tales misiones son precisamente lo suyo, su razón de ser.
—Razón ninguna. —El apoderado Catillon negó con la cabeza—. Su razón es guardar los caminos, los cordeles, los puertos, porque si los mercaderes no llegan hasta aquí, todos nosotros tendremos que hacer las maletas. Además, los caballeros son valientes y peleones, mas a caballo sólo. ¡Bajo tierra no se mete uno de ésos! Además, son bien car...
Se interrumpió y guardó silencio. Tenía el gesto de quien —por no tener barba— no tiene encima nada sobre lo que escupir. Y lo lamenta mucho.
—Son bien caros —terminó Geralt, incluso sin especial mordacidad—. Así que habéis de saber, buen hombre, que yo soy más caro. Libre mercado. Y libre competencia. Porque yo, si trabamos el contrato, me bajaré del caballo y me meteré bajo tierra. Pensadlo, pero no lo penséis mucho tiempo, porque yo no estaré mucho tiempo en Toussaint.
—Me asombras —dijo Regis en cuanto el apoderado se fue—. ¿Ha revivido de pronto el brujo que llevas dentro? ¿Aceptas el contrato? ¿Te vas a echar a por el monstruo?
—Yo mismo estoy asombrado —le repuso Geralt sinceramente—. Reaccioné instintivamente, movido por un impulso inexplicable. Me saldré de esto. Puedo decir que cada cantidad que me propongan es demasiado baja. Siempre. Volvamos a nuestra conversación...
—Detengámonos. —El vampiro señaló con la mirada—. Algo me dice que tienes más negocios.
Geralt maldijo por lo bajo. Por un paseo bordeado de cipreses caminaban hacia él dos caballeros. Reconoció al primero al instante, la enorme cabeza de toro sobre un campo blanco como la nieve no se podía confundir con ningún otro escudo. El segundo caballero, alto, entrecano, de rasgos noblemente angulosos, como esculpidos en granito, llevaba una cruz con flores de lis doradas sobre túnica azul.