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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (34 page)

BOOK: La dama del castillo
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A pesar de que el emperador no sólo estaba enojado por el escaso número de soldados, sino también por lo mal equipados que estaban los recién llegados, se sobrepuso y con enormes esfuerzos exclamó: «¡Magníficos muchachos!», tras lo cual preguntó por su líder.

El caballero Heinrich se abrió paso por entre su gente, se detuvo delante del emperador y le hizo una reverencia. Ante esa imagen, Falko von Hettenheim sonrió con ironía, dirigiéndose al emperador con un gesto de confianza.

—Mi primo, tan pobre en riquezas como en hazañas de guerra, seguramente creerá que en Bohemia podrá adquirir tesoros y renombre. Pero temo que con el grupo miserable que os ha traído, no lo logrará.

Heinrich von Hettenheim levantó la vista para ver a su primo, montado en lo alto de su caballo como si fuera un trono, muy por encima de él, y lanzó una carcajada.

—Tenéis la lengua tan suelta como las mujeres del mercado, Falko, pero vuestra palabrería no hace más que ocultar que poseo algo que vos no tenéis, y son dos espléndidos hijos varones que un día perpetuarán mi apellido. En cambio, vos... Seguramente este otoño volveréis a alzar la copa para brindar por vuestra sexta hija, ya que, por lo que dicen, vuestra esposa se halla otra vez en estado interesante.

El caballero Falko tiró tanto de las riendas de su caballo que éste dio un relincho indignado y chocó contra el caballo del emperador. Marie retrocedió algunos pasos mientras soltaba unas risitas para sus adentros. Al parecer, la señora Huida no había dudado en utilizar el método de Hiltrud, y si realmente volvía a tener otra mujercita, la copa de vino que el caballero Heinrich bebería a la salud de la madre correría por su cuenta. Aún estaba divirtiéndose con esos pensamientos cuando Heribert se puso en pose delante del caballo de Falko y comenzó a increpar al jinete.

—Conque vos sois el infame Von Hettenheim, el que ensució la reputación de mi padre. Os reto a duelo. Os cerraré de una vez y para siempre vuestra boca calumniadora.

El emperador miró confundido al furioso hidalgo y luego se volvió hacia Falko von Hettenheim, cuyo rostro había adoptado el color de un añejo vino de Borgoña.

—¿Quién es este muchacho?

Antes de que Falko atinara a responderle, Heribert declaró en voz alta y clara:

—¡Mi nombre es Heribert von Seibelstorff! Soy el hijo del caballero Heribald, y he venido a vengar la afrenta que este hombre ha dejado caer sobre mi padre.

Segismundo levantó la mano en señal de rechazo.

—Aunque me complace que mis caballeros sean buenos guerreros, no tengo intenciones de que aspiren a quitarse la vida entre ellos en lugar de probar su valor frente al enemigo. ¡Os prohibo ese duelo! El caballero Falko es un experimentado adalid con un brillante escudo de armas que vos, joven Seibelstorff, aún estáis lejos de tener. Sólo os permitiré alzar la voz dentro del círculo de hombres cuando me hayáis demostrado que sois un verdadero caballero.

Heribert se estremeció como si le hubiesen dado un latigazo y se puso blanco como una pared pintada a la cal, en cambio Falko von Hettenheim hizo una mueca.

—Acabáis de salvarle la vida a este mentecato, su majestad.

Esa ofensa hizo que a Heribert se le subiera la sangre a la cabeza y su mano derecha fue en busca de su espada. Antes de que pudiese desenvainarla, Marie y Heinrich von Hettenheim se colgaron de él y lo empujaron hacia atrás.

—¡Calma tu furia, muchacho insensato! No puedes desenvainar tu espada en presencia del emperador. Sus guardaespaldas te cortarían en pedazos antes de que atinaras siquiera a tocar a esa rata de Falko.

Como Heribert no reaccionaba, Heinrich le gruñó a Marie, furioso.

—¡Di algo tú también, mujer!

Marie comenzó a hablarle a Heribert para calmarle los ánimos, implorándole que entrara en razón. Al principio, el joven se quedó mirándola una expresión ausente que indicaba que en su interior ya había decidido acabar con su vida. Pero finalmente su mano soltó la empuñadura de la espada. La mirada con que midió a Falko al hacerlo demostraba que no estaba dispuesto ni a olvidar ni a perdonar ese momento. Sin embargo, Falko ya no le prestaba atención a él, sino que se había quedado contemplando a Marie con la boca abierta, como si se hubiese quedado mudo de golpe. Pero entonces vio a Trudi, que se abrazaba a la falda de su madre llorando sobresaltada, meneó la cabeza e hizo un gesto con la mano, como si hubiera desechado una idea.

Marie le leyó el pensamiento. El hombre la había reconocido, pero Trudi, de quien se notaba a la legua que era su hija, lo había confundido, ya que como muchos otros en la corte del conde palatino, él también sabía que en sus diez años de matrimonio no había podido tener hijos, y evidentemente no había oído nada acerca de su maternidad reciente.

Al burgrave de Núremberg le pareció que estaban prestándole demasiada atención a Falko von Hettenheim, y arrimó su caballo al del emperador.

—¡Tenéis razón, señor! Nuestros caballeros no deberían matarse entre ellos. Pero para levantar el espíritu de lucha y para fortalecer la moral, un pequeño torneo ciertamente no estaría nada mal. Que los soldados novatos demuestren en un torneo de caballería cuál es su valor, y que aprendan allí de las experiencias de los mayores.

El emperador se quedó pensando y luego asintió, condescendiente.

—Es una idea estupenda, señor Friedrich. Un torneo nos vendría muy bien en esta situación. Pregonadlo también en los alrededores, de ese modo es seguro que vendrán más caballeros, y entonces podremos marchar a reprimir a los husitas rebeldes con un ejército más fuerte.

Capítulo X

Michel estaba en el cuartel de vigilancia sobre la puerta de entrada del castillo, mirando en lontananza. Los viejos bosques circundantes resplandecían bajo el sol como si fuesen fuego verde y en lo alto del cielo los azores volaban en círculos en busca de una presa. Fuera de las murallas, los siervos estaban haciendo parvas de heno. Se trataba de un trabajo muy arduo, y Michel no los envidiaba por tener que hacerlo. Pero cada carro de heno que tuvieran les permitiría en el invierno alimentar un par de días más a sus bueyes y a sus caballos. Durante el otoño, los siervos de Sokolny y los campesinos de los alrededores refugiados en el castillo habían sembrado trigo y cebada, y ahora todos esperaban que esos cereales crecieran y les brindaran una abundante cosecha sin que la furia de la guerra pasara por allí arrasando con todo. En cierto modo, como indicaba su antiguo nombre alemán, el castillo de Falkenhain era un oasis de paz del que hasta entonces no se habían ocupado ni los husitas ni los caballeros imperiales.

Hacía ya un año y medio que Michel estaba al servicio de Sokolny. La herida de la cadera había sanado hacía tiempo, y ahora sólo la sentía cuando el clima cambiaba de repente y el viento del este comenzaba a soplar con fuerza en las cumbres. De vez en cuando sufría dolores de cabeza que casi hacían saltarle los ojos de las órbitas. Sin embargo, mientras que durante el día sentía un dolor como si le hubiesen echado una maldición, por las noches se quedaba dormido enseguida, incluso cuando lo aquejaban los más terribles dolores, pero entonces tenía sueños confusos. A veces se veía tendido en el suelo, mientras un hombre de rostro irónico vestido con una armadura se inclinaba sobre él y lo espiaba. Después volvía a ver a la mujer llamada Marie, que lo estrechaba entre sus brazos y le cubría el rostro de besos. A su modo, aquel rostro soñado no era una tortura menor, ya que entretanto ya conocía cada rincón de su cuerpo y se moría de ansias de poseerlo. Cuando se despertaba por las mañanas, tanteaba sin querer en su busca, pero el espacio que había junto a él estaba vacío, y la pasión desatada por sus sueños esperaba en vano ser satisfecha.

Para aliviar el tormento que sentía en su zona lumbar, durante el último invierno se había liado con Jitka, una de las criadas del castillo, pero después lo había asaltado una sensación de culpa tan grande que desde entonces vivía como correspondía a un monje. Mientras estaba ensimismado en sus pensamientos, su mirada recorría como siempre el paisaje. De pronto, se detuvo y entrecerró los ojos al ver una tropa de jinetes que avanzaba abiertamente desde el sur. Michel creyó distinguir a varios caballeros y a algunos soldados a caballo, y se preguntó si podría llegar a tratarse de mensajeros del emperador y rey de Bohemia. Eso significaría que la revuelta husita había sido sofocada, de otro modo esos hombres no habrían podido acercarse a Falkenhain sin ser atacados. Michel pensó que debía mantener la cabeza fría, y le llamó la atención sobre el grupo a Huschke, que también estaba en el puesto de vigilancia y entre ronda y ronda aprovechaba para volver a coserse el cinturón alrededor de la hebilla.

—¿Ves aquellos jinetes? ¿Te parece que demos la voz de alerta?

Huschke levantó la mano para protegerse los ojos del sol y miró a lo lejos. Finalmente meneó la cabeza.

—No hace falta dar ninguna alerta, Frantischek. Se trata del joven Sokolny junto con algunos de sus acólitos y soldados a caballo.

Tomó el cuerno para dar la señal que anunciaba la llegada de visitas y luego volvió a sentarse tranquilo para pasar el hilo alquitranado por el siguiente agujero.

—¿El joven Sokolny? Jamás había oído hablar de él.

—Tampoco nos complace hablar del señor Ottokar desde que abandonó el castillo para unirse a los husitas, aunque seguramente le debemos a su influencia sobre los rebeldes el hecho de que hasta el momento no haya aparecido ningún ejército de insurrectos delante de nuestras puertas.

—¿Y este Ottokar es el hermano de Janka?

Huschke meneó la cabeza, riendo.

—No, es su tío, el hermano más pequeño de nuestro conde. Un muchacho espléndido, si quieres saber mi opinión.

Michel se acordó de Bolko y de los hombres que los habían atacado a él y a la familia de Reimo en la cueva y mostró los dientes.

—¡Pero es un husita!

—¡No querrás luchar con él por ello!

Huschke sacudió la cabeza, y estaba a punto de decir algo más cuando fue interrumpido por Marek Lasicek, que irrumpió en el puesto de vigilancia dando un portazo para preguntar qué significaba la señal que se había dado.

Huschke señaló hacia fuera.

—El conde Ottokar se acerca.

Marek miró en esa dirección y le dio al resto unas palmadas en los hombros para manifestar su alegría.

—¡Realmente es nuestro joven señor! —dijo, sonriendo como si acabaran de nombrarlo caballero.

Huschke señaló hacia Michel.

—Nuestro nemec no quiere a los husitas y por ello siente desconfianza del señor Ottokar.

Marek hizo un gesto de desdén con ambas manos.

—Por todos los cielos, el joven señor no es un husita obcecado, sino que antes que nada es un Sokolny. No toleraría que hicieran algo en contra de nosotros.

—Si Falkenhain es tan seguro, ¿por qué entonces andáis con tanto cuidado? —preguntó Michel, mordaz.

—Uno nunca está a salvo de las patrullas que andan merodeando y pueden llegar a extraviarse por los alrededores, y en los caballeros que acompañan al tal Hettenheim tampoco se puede confiar. No hace mucho volvieron a asolar varios pueblos, igualando en crueldad a los husitas. Los alemanes tampoco preguntan si uno es fiel al emperador antes de atacar.

Por un momento, la guerra pareció volver a erigir entre el checo y el alemán el mismo muro que había habido al comienzo entre ellos, pero que había caído hacía más de un año. Marek y Michel se midieron con miradas desafiantes, después el checo se dio la vuelta y bajó para mandar que se abriera la puerta. Michel lo siguió despacio, y cuando llegó al patio, Ottokar Sokolny ya estaba haciendo su entrada en el castillo junto con sus hombres. A sus ojos, las armaduras que llevaban tenían un aspecto un tanto anticuado, pero no tuvo tiempo para ponerse a pensar por qué tenía esa impresión. El joven Sokolny llevaba una cota de malla que le llegaba hasta la cadera, en la cabeza un yelmo con visera angosta y unas estilizadas alas de halcón a ambos lados, además de unas grebas de hierro que terminaban en unos zapatos de hierro movibles. Su blasón mostraba un halcón estilizado sobre fondo rojo. Los caballeros que lo acompañaban estaban armados de forma similar, sólo se distinguían de él por la clase de adorno en sus cascos y por los dibujos de sus blasones, mientras que los siervos a caballo estaban enfundados en unas corazas hechas de cuero curtido y prensado, y tenían la cabeza cubierta por unas capuchas de hierro sencillas.

Ottokar Sokolny guio a su caballo hasta la escalera principal del edificio y luego desmontó, con las piernas entumecidas. Marek, Huschke y varios siervos más se acercaron enseguida a ayudarlo.

—Me alegro de que estéis otra vez entre nosotros, señor Ottokar.

Marek cogió la mano del joven señor y la estrechó un momento.

—Marek, ¿sigues intentando convertir en soldados a los campesinos de mi hermano o ya te has arrepentido de no haber partido conmigo? —bromeó Ottokar.

Marek meneó la cabeza de inmediato.

—No lo lamento, ya que no quiero tener nada que ver con la calaña asesina de los taboritas.

Michel consideró muy sensata su postura, y se preguntó qué podría haber motivado al hermano del conde a unirse a los rebeldes bohemios. Su actitud de rechazo pareció reflejarse en su rostro, porque Ottokar Sokolny se detuvo a examinarlo con los ojos entrecerrados.

—¿Acaso eres nuevo aquí? Aún no te conozco.

Entretanto, Michel había aprendido suficiente checo como para poder comprender su pregunta y responderla.

—Sí, soy nuevo, y tampoco te conozco.

Michel no pudo ocultar su acento alemán al pronunciar esas palabras.

Ottokar Sokolny hizo una mueca de desagrado al reconocer que Michel era alemán. Se notaba claramente que se preguntaba cómo era posible que un alemán cuya vestimenta —un gambax de cuero acolchado que solía llevarse debajo de la cota de malla y unos zapatos de cuero duro— lo identificaba como un líder de su hermano hubiese llegado a alcanzar un puesto tan alto allí. Sin embargo, no dijo nada, sino que ascendió paso a paso por las escaleras externas bajo el sonido suave de su coraza tintineante. El conde Václav Sokolny salió al encuentro de su hermano.

—Dios te salve, Ottokar. Este día es un día bendito, ya que te ha traído hasta mí. ¿Cuánto tiempo hacía que no nos veíamos?

—Más de tres años, Václav, y me alegro enormemente de encontrarte bien de salud. ¿Cómo está la pequeña Janka? ¿Sigue trepando a los árboles como una ardilla?

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