La dama del castillo (15 page)

Read La dama del castillo Online

Authors: Iny Lorentz

BOOK: La dama del castillo
5.81Mb size Format: txt, pdf, ePub

Tras pasar toda la noche en vela llorando, Marie se sentía completamente agotada, y se levantó con una persistente sensación de debilidad en sus miembros. Durante las últimas horas, sus pensamientos habían estado girando alrededor de una sola pregunta: ¿para qué seguir en este mundo ahora que Michel ya no estaba con ella? Su fe no era lo suficientemente grande como para darle fuerzas o para insuflarle miedo al castigo divino que esperaba a los suicidas. Sin embargo, el bebé que llevaba en su vientre había estado tan inquieto durante toda la noche como si temiera por su existencia, y entonces tomó conciencia de que no podía abandonarse y dejarse morir. Tenía una responsabilidad sagrada para con Michel: traer al mundo sano y salvo el fruto de sus entrañas y criarlo como correspondía al hijo o la hija de un caballero imperial. Aunque por el momento no era ningún consuelo para ella la certeza de que era lo suficientemente rica como para ofrecerles una vida desahogada a su bebé y a sí misma.

En lugar de aguardar a que Ischi le trajera agua tibia de la cocina, se lavó con la que quedaba en el cántaro. La sintió tan fría como si se hubiera frotado la piel con nieve, y eso le levantó el espíritu. Cuando abandonó la recámara, su dominio de sí parecía dar a entender que nada hubiese sucedido. La servidumbre debía de haber estado esperándola, ya que sus siervos y criadas se acercaban uno detrás de otro a transmitirle sus condolencias. Sus rostros consternados no sólo expresaban tristeza, sino también preocupación por su futuro. La primera impresión que habían tenido del nuevo alcaide del castillo y de su esposa ya les había mostrado con claridad que los buenos tiempos que habían vivido junto a sus antiguos amos probablemente había terminado. Ischi, la criada personal de Marie, era quien estaba más estrechamente unida a su señora, y también la única que no se sentía preocupada, pues Marie le había prometido una buena dote para poder desposar a su Ludolf al año siguiente. De todos modos, sentía tanto la muerte de Michel como si se tratase de uno de sus familiares más queridos.

Se enjugó las lágrimas con la punta del delantal, sin poder reprimirse, y le cogió la mano a Marie.

—Señora, lo siento tanto por vos y por el caballero Michel...

Marie le sonrió a Ischi con tristeza y le acarició los cabellos, agradecida. Luego se dirigió a la cocina para pensar en otra cosa. Había más gente que antes para atender, de modo que la cocinera necesitaría algunas criadas y algunos ayudantes de cocina adicionales. Cuando entró, una muchacha que normalmente fregaba el suelo le alcanzó un cuenco con puré al tiempo que la observaba temerosa. Marie la miró, asintió con la cabeza para darle ánimos y comió un poquito. Si bien él puré estaba igual que siempre, Marie sintió que estaba masticando un trozo de pergamino seco y polvoriento, y le costó un gran esfuerzo tragar lo poco que se había llevado a la boca. Mientras seguía masticando un par de granos triturados, descubrió que aún no había una olla con agua fresca sobre el trípode encima del horno, y entonces reprendió a la cocinera.

—Nuestros huéspedes seguramente querrán lavarse, y con este tiempo no pueden hacerlo fuera, en el pozo.

Aún no lograba ver al caballero Manfred y a su esposa Kunigunde como los señores del castillo; al contrario, los percibía como intrusos en su pequeño mundo, un mundo que no había hecho más que traerle disgustos. Seguramente pasarían algunos días hasta que pudiera acostumbrarse a ellos y dejara de verlos como huéspedes indeseables. Para abstraerse un poco del dolor lacerante por la muerte de Michel, buscó a Marga y le preguntó dónde estaban los recién llegados.

—Alojé provisionalmente al nuevo castellano, a su familia y a su séquito en el salón, señora, y ahora me dirigía a servirles el desayuno.

—Sí, por favor, ocúpate de ello. Yo bajaré a ver qué puedo hacer por ellos.

Marie se dirigió hacia el salón y observó desde las escaleras a la familia reunida allí abajo. Esa gente debía de haber habitado antes uno de esos castillos en condominio de herederos, llenos de corrientes de aire y superpoblados, en los que las camas hechas de manojos de paja constituían todo un lujo y la servidumbre se acurrucaba por las noches en rincones lúgubres, abrazados a los perros para no morirse de frío. Marie ya había pasado alguna que otra noche en castillos de ese tipo cuando cabalgaba con Michel a las grandes ferias anuales.

Ahora su salón también se parecía más a un establo que al salón de los caballeros que con tanto esmero había amueblado, y Marie se estremeció ante la idea de tener que vivir como muchos de los viejos linajes de caballeros, a quienes no les había quedado nada más que su noble apellido, una incómoda fortaleza como hogar y un pequeño pueblo habitado por campesinos siervos de la gleba que pasaban hambre para poder alimentar a sus señores.

La señora Kunigunde ya había descubierto a Marie y salió corriendo a su encuentro con los brazos abiertos. Parecía querer hacerle olvidar la torpeza con la que su esposo le había comunicado la muerte de Michel, ya que la estrechó entre sus brazos y forzó un par de lágrimas.

—Siento tanta pena por vos, querida. Me imagino perfectamente lo que ha de ser perder al esposo cuando el momento de dar a luz está ya tan cercano.

«Jamás entenderéis lo que siento por Michel ni tampoco cuánto le echo de menos», pensó Marie. Volvió a quedarse sin voz, pero la señora Kunigunde parecía estar acostumbrada a hablar sola.

—No creáis que queremos desplazaros, señora Marie —le aseguró con gestos ampulosos—. Por el contrario, seguiréis siendo la señora de la casa todo el tiempo que así gustéis. Mi familia y yo nos daremos por conformes con un par de habitaciones modestas y no deseamos otra cosa que vivir en armonía con vos.

Marie se sintió reconfortada por aquellas amables palabras y se soltó de los brazos de la mujer con un profundo suspiro.

—Os agradezco vuestra preocupación, señora Kunigunde, y también vuestra comprensión con lo difícil que me resulta en este momento aceptar mi destino. Pero tened por seguro que no os quitaré el lugar que os pertenece.

Marie no llegó a advertir cómo le brillaron los ojos a Kunigunde al oír sus palabras, ya que en ese momento entró uno de los hombres jóvenes, a quien apenas había prestado atención el día anterior, y se dirigió hacia ellas. Vestía una sotana de clérigo y se persignó con la mano derecha.

—Él es Matthias, nuestro segundo hijo —lo presentó la señora Kunigunde—. Fue educado en el monasterio de Heidfeld y allí lo ordenaron sacerdote. Ahora pasará una temporada con nosotros para ayudar a mi esposo a administrar el distrito de Rheinsobern.

Matthias miró a Marie con la arrogancia de alguien que se siente muy superior a quienes tienen menos instrucción que él.

—Que la bendición de Dios sea contigo, hija mía —la saludó, aunque era por lo menos diez años menor que ella, para luego agregar un par de palabras que sonaban a latín—. In nominus pater et filius et spiritus sanctus.

Marie tuvo que reprimir una sonrisa, ya que el torpe latín de aquel hombre le lastimaba los oídos. Antes de que atinara a decir algo, él la cogió del brazo y la atrajo hacia sí.

—Quisiera hablar con el escribiente de vuestro esposo sobre la administración dé Rheinsobern, ya que a partir de ahora debo ocuparme de este distrito.

—Lo tenéis delante. Quien le llevaba los libros a mi esposo era yo.

La voz de Marie sonó fría, ya que le había desagradado el tono codicioso en la voz del eclesiástico. A pesar del frío y de su avanzado estado, hubiese querido escaparse a la cabaña de Hiltrud en busca de consuelo en lugar de ir con ese arrogante al escritorio del castillo a mostrarle los documentos.

Pero no podía descuidar sus obligaciones, de modo que hizo señas al joven eclesiástico, visiblemente consternado, para que la siguiera. Lo condujo a través de pasillos vacíos y llenos de corrientes de aire hasta llegar a la habitación de la torre en la que ella y Michel guardaban los documentos y libros además de su propio dinero. El centro de la sala estaba ocupado por dos sillas de madera de cerezo tapizadas y una mesa de patas talladas con gran maestría. Desde allí podía alcanzarse la repisa sobre la cual había una pila de libros encuadernados y numerosos pergaminos. Los papeles más importantes y el dinero estaban guardados en un cofre que había debajo de la repisa y del cual ella era la única que poseía la llave. Pero el mayor lujo de aquella pequeña habitación era la chimenea, donde en ese momento ardían varios leños grandes que diseminaban un agradable calor. Desde las dos ventanas podían abarcarse tanto el patio del castillo como la explanada.

Matthias miró hacia afuera un instante y luego se dirigió a Marie.

—Ahora has de entregarme la llave del cofre, hija mía.

Marie vaciló un instante, pero después se dijo que la administración de la ciudad ya no estaba a su cargo, y entonces desató la llave del llavero que llevaba en el cinturón. Matthias la cogió arrebatadamente y abrió el cofre. Dejó los certificados y los libros a un lado sin prestarles mucha atención y fijó la vista en los florines de oro resplandecientes que quedaron al descubierto. Antes de que pudiera extender los brazos para alcanzarlos, Marie intervino, extrayendo la mayor parte de esa suma.

—Este dinero me pertenece. Lo puse en el cofre únicamente para que estuviera en un lugar seguro.

—¡Cualquiera puede decir lo mismo! —exclamó el sacerdote, indignado.

—Aquí está el comprobante en el que figura esa cantidad, firmado por mi esposo y por mí. —Marie extrajo una hoja de la pila que Matthias acababa de dejar a un lado y se la entregó—. Si eso no os parece suficiente, honorable padre, puedo mostraros los libros de cuentas de la alcaidía, donde figuran todas las sumas que pertenecen al distrito.

La voz de Marie dejaba percibir cierto disgusto. Esos doscientos florines que había extraído del cofre no la habrían hecho ni más rica ni más pobre, pero era dinero suyo y no veía por qué debía renunciar a él.

Matthias contó el resto de las monedas con gesto agrio y luego revisó los libros de contabilidad para ver si la suma era la correcta. Por desgracia, lo era, y su gesto se torció aún más cuando revisó las listas de impuestos y encontró indicado el importe que Michel Adler le enviaba año tras año al conde palatino en concepto de tributo. Matthias había estado averiguando cuánto podía recaudarse de un señorío como Rheinsobern y ahora comprobaba rechinando los dientes que el antecesor de su padre sólo se había quedado con el dinero que le correspondía de acuerdo con la ley y la moral. Esa suma alcanzaba para mantener el castillo en condiciones, pagar a los criados y vivir muy bien si allí tan sólo vivían dos personas, pero no alcanzaba para mayores gastos. Matthias estaba más que desilusionado y tuvo que controlarse para no desahogar su enojo profiriendo groserías. Al ser hijo de un caballero no precisamente rico, no había podido comprarse ni siquiera la más humilde de las prebendas, y por eso se había ilusionado con la idea de que los ingresos de la alcaidía de Rheinsobern serían abundantes.

Marie percibió la expresión de decepción en su rostro y supuso que pondría en duda su contabilidad. Por eso le explicó con voz cortante cuáles habían sido los ingresos y gastos de los últimos años, y finalmente le hizo notar que el erudito licenciado Claudius Steinbrecher había sometido a examen sus libros y concluido que estaban en orden.

Matthias se quedó mirando la firma y el sello del revisor del conde palatino, deseando arrancar del libro la página en la que figuraba, pero tanto él como aquella mujer que lo observaba desafiante sabían muy bien que la copia del libro de cuentas estaba a buen recaudo en la oficina de rentas del conde palatino. El señor Ludwig sabía perfectamente cuánto rendía aquel distrito y cuánto le correspondía de esa suma.

—¿Estáis conforme ahora?

Marie no pudo ocultar cierta alegría maliciosa.

Matthias asintió con los dientes apretados y cerró el cofre de un golpe sin volver a guardar los certificados. Marie se lo pidió de forma amable pero firme, tras lo cual abandonó la habitación con un breve saludo. Con el traspaso de los libros y el cofre, Marie había dado un primer y definitivo paso para despedirse de su función de señora del castillo de Rheinsobern.

Capítulo III

Mientras Marie regresaba a sus aposentos para poder entregarse a su tristeza y a su dolor sin ser molestada, Matthias corrió junto a su familia, que había escogido el salón principal como domicilio provisional, instalándose allí con todas sus pertenencias. El caballero Manfred, su mujer y Martin, su hijo mayor, estaban sentados a la cabecera de la mesa junto a Götz, el primo, degustando pan, carne asada y vino, mientras los niños jugaban en el otro extremo de la mesa, custodiados por la hija mayor, Kriemhild, y una parienta talluda llamada Sabine, prima segunda del caballero Manfred. Cuando su segundo hijo entró en la sala, el nuevo castellano y su mujer lo miraron llenos de expectativa. Sin embargo, la sonrisa se les borró de los labios cuando notaron el gesto malhumorado de Matthias.

El caballero Manfred dio un golpe sobre la mesa, fastidiado. —¿Qué sucede? ¿Acaso el distrito de Rheinsobern no da tantos ingresos como esperábamos?

—¡No puede ser! —exclamó su mujer—. Por lo que pude escuchar, el caballero Michel y su esposa se dieron la gran vida desde un principio.

—No ha de haber sido gracias al dinero proveniente de las recaudaciones. —Matthias no hacía esfuerzo alguno por ocultar su decepción—. Revisé los libros dos veces para ver si encontraba alguna diferencia a favor de ellos, pero la señora Marie había llevado bien las cuentas. No pude encontrar un solo error. Y lo peor es que los cálculos de los últimos años han sido supervisados por el licenciado Claudius Steinbrecher, quien los juzgó completamente en orden. Deberemos darnos por contentos si nos quedan doscientos florines por año.

La señora Kunigunde hizo un gesto despectivo.

—Entonces aumentaremos los tributos a los burgueses.

Matthias alzó las manos en señal de pesar.

—Por lo que conozco de esa gentuza, se quejarán ante el conde palatino, quien poco después nos echará encima un revisor.

Su madre espantó sus reparos con un gesto despectivo.

—No creo que llegue a tanto.

—Lamentablemente, sí, madre. Este Michel y su esposa le hicieron llegar al conde palatino cada centavo que le correspondía. Si le enviamos menos, mandará a investigar cuáles son los motivos, y eso también significaría un disgusto para nosotros. Pensar que yo esperaba poder comprarme una prebenda próspera con el dinero de Rheinsobern... Tal como están las cosas, tendremos que ahorrar durante años para reunir el dinero necesario. De haberlo sabido, me habría quedado en el monasterio con los monjes piadosos y habría intentado encontrar un benefactor acaudalado, aunque para ello me falta el soporte necesario que tendría si proviniera de un linaje influyente.

Other books

Foretold by Rinda Elliott
An Iron Rose by Peter Temple
The Black Chalice by Marie Jakober
DangerousPassion by Desconhecido(a)
TEMPTED BY HER BOSS by SCARLET WILSON,
BootsandPromises by MylaJackson