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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (30 page)

BOOK: La dama del castillo
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Era la segunda vez que la mujer ponía en su boca el nombre del hombre con el cual el conde palatino quería casarla, y poco a poco comenzó a sentir curiosidad por conocer al proveedor del ejército. Pero de momento no pudo evitar reírse de la reacción de la vivandera recién llegada, que en ese momento le dio a Oda una respuesta clara y concisa. La anciana levantó una de sus nalgas enjutas y soltó una ventosidad. Después se bajó sin prestarle atención a Oda, que seguía protestando, y les quitó el aparejo a sus caballos. Mientras lo hacía, su mirada fue paseándose por entre las mujeres allí reunidas. A Theres y a Donata parecía conocerlas, ya que las saludó con un gesto amistoso, al igual que a unas prostitutas de campaña que se habían acercado a saludarla. La mayoría de las mujeres que había tenían más de treinta años, eran robustas y de rostros más bien ordinarios. Según su experiencia, Marie juzgaba que en las ferias difícilmente habrían conseguido mejores clientes que las rabizas, pero, estando en un ejército, si los soldados se hacían de algún botín podían llegar a ganar más en una sola campaña que en muchos años.

Marie estaba tan ensimismada en sus pensamientos que no se dio cuenta de cómo Eva la Negra la observaba dudosa mientras le palpaba un mechón de pelo rubio que se le había escapado de las trenzas que coronaban su cabeza.

—A ti aún no te conozco.

—Me llamo Marie y soy vivandera, como tú y las demás.

Marie no se esforzó en absoluto por reprimir el tono desafiante de su voz. Conocía muy bien a las mujeres como Eva de sus épocas de prostituta errante. Eran desconfiadas como viejos tejones. Cuando alguna no les agraciaba, eran capaces de venderla a su peor enemigo por un par de monedas y tenían una lengua muy afilada.

Eva hizo un gesto despectivo.

—Como sea, lo cierto es que somos rivales.

Theres levantó la mano en tono de advertencia.

—¡En una campaña militar como ésta debemos unirnos y ayudarnos mutuamente!

—Aliarme con Oda sería como ponerme en el pecho a una serpiente venenosa, y esta Marie me parece demasiado bonita como para confiar en ella así sin más. En cambio contigo y con Donata me he llevado siempre muy bien, y no tengo inconvenientes en viajar con vosotras.

Marie se asombró de la anciana, que se comportaba como si fuese asunto suyo decidir qué vivanderas podrían formar parte de esa campaña y quiénes no. Oda pareció tener la misma sensación, ya que de la rabia casi echaba espuma por la boca.

—Puedes enganchar tu carro y largarte de aquí, saco de huesos, ya que el honorable señor Schäfflein jamás llevará a alguien como tú.

Eva miró de reojo a Marie, poniéndose bizca.

—Pero sí a ti y a esa mandona de falda roja, ¿no? Si creéis que podréis obtener alguna ventaja de ese ricachón acostándoos con él, entonces no duraréis mucho en nuestro ramo. Porque en la guerra, las habilidades que cuentan en una vivandera son muy distintas, y la que carece de ellas debería haberse quedado con las prostitutas.

—A ti me gustaría verte de prostituta. Con ese esqueleto lleno de huesos flacos que tienes, eres capaz de quitarle las ganas al más libidinoso.

Oda se desternillaba de la risa, y le dio un codazo a Marie para que la imitara.

Marie comprendió que Oda quería ganarla como aliada en su pelea con Eva, pero no estaba dispuesta a dejarse involucrar en una riña. Por eso, se limitó a encogerse de hombros y se dirigió a su carro. El día anterior le había comprado algunos huevos a una campesina, y por la mañana había sacado un poco de leche, así que ahora podía preparar los huevos revueltos como le gustaban a Michi.

Mientras Oda seguía parada allí, indecisa, sin saber si unirse a Marie o a las otras, que seguían conversando animadamente, se acercaron al grupo tres hombres. Uno de ellos era muy espigado, tendría unos cuarenta años y un rostro angosto, un tanto fofo, unos finos cabellos rubios y unos ojos claros como el agua. Llevaba puesto un sayo de color marrón de aspecto similar al de un delantal y unas calzas color verde oscuro pegadas a sus piernas de cigüeña como una segunda piel. A $u lado iba un hombre pequeño y regordete de rostro rubicundo, boca que hacía mohines casi infantiles, nariz corta y ancha y ojos muy separados de color azul pálido. Estaba vestido con un sayo corto que le quedaba demasiado tirante, con franjas rojas y negras en las mangas, unas calzas con una pierna roja y una negra y un bombachón rosa y blanco exageradamente grande que sobresalía del sayo recortado a esa altura. Un birrete verde con una pluma verde engarzada completaba su vestimenta, demasiado ordinaria como para pertenecer a un hombre de la nobleza y absolutamente inadecuada para un comerciante. Y sin embargo, como Donata le soplara en el oído a Marie, que había regresado al fuego con una sartén, se trataba de Fulbert Schäfflein.

El tercer hombre era un fornido caballero de estatura mediana vestido con una guerrera anticuada de tela gris oscura cuyo blasón mostraba un corzo parado sobre la cima de una montaña. Parecía tan severo como sereno, de modo que Marie se cuidó de hacerse un juicio sobre él. Era de aquellos hombres a quienes se necesita observar mejor para poder juzgar.

En cambio, Marie ya había juzgado a Schäfflein. Incluso antes de que el comerciante atrajera hacia sí a Oda, que había corrido a su encuentro, y le pellizcara las nalgas, Marie ya había agradecido a todos los santos haber logrado escapar de la amenaza de ser unida en matrimonio con semejante hombre. Schäfflein estaba susurrándole a Oda en el oído —pero levantando la voz lo suficiente como para que todos lo oyeran— que la esperaba más tarde en su carpa, cuando de pronto su mirada se topó con Marie. Abrió la boca y volvió a cerrarla, como si no pudiera articular palabra a causa de la sorpresa, corrió hacia ella como una comadreja y se inclinó como si quisiese asegurarse de que lo que había debajo de su vestido era tan bella como prometía su rostro.

Marie le atajó la mano antes de que él pudiera introducirla en su escote, se levantó con un movimiento serpentino y examinó asqueada al hombre, que era por lo menos un palmo más bajo que ella. A Hiltrud, Schäfflein no le habría llegado siquiera a la altura del busto... ¿y el conde palatino pretendía reemplazar a su Michel con semejante adefesio?

—¿A quién tenemos aquí?

La expresión de Schäfflein se asemejaba a la de un gato acercándose a una cazuela llena de leche que acaba de ver que la dueña de casa está por descargarle un escobazo.

—Marie, una vivandera —respondió Marie con una sonrisa tan fingida como la atracción de Oda hacia el mercader.

—Seguramente ya habrás oído que ostento el monopolio para abastecer a este ejército. Así que tendrás que llevarte bien conmigo si es que quieres ganar algo de dinero. Más tarde podemos hablar en mi carpa acerca de qué crédito puedo otorgarte.

Las palabras de Schäfflein no dejaban lugar a dudas: el hombre le cedería mercaderías a Marie sólo si era complaciente con él. Marie se encogió de hombros.

—Mejor quedaos con Oda, señor Schäfflein. Seguramente ella necesita más de vuestro crédito: yo pago al contado.

Marie abrió la bolsa que colgaba de su cinturón, donde había depositado precisamente a tal efecto un par de monedas de tamaño considerable, y sacó a relucir dos florines de Württemberg a la luz del sol.

En el rostro de Schäfflein, el lujurioso deseo de acostarse con Marie y la codicia se trenzaron en una contienda breve pero intensa, tras la cual el hombre arrojó una mirada despectiva a Oda y pareció decidir que ya tenía provisiones suficientes para satisfacer sus necesidades viriles y que no renunciaría al dinero de Marie.

—Tú y vosotras dos —dijo, señalando hacia Theres y Donata— podéis negociar con Juan el Largo. Pero ese cuervo negro debe desaparecer.

El hombre escupió delante de Eva y se iba a dar la vuelta cuando el caballero se le interpuso en el camino.

—Eva la Negra vendrá con nosotros, os guste o no, maese Schäfflein. Ha participado en más campañas que cualquier soldado viejo con muchos años de servicio, y hasta ahora todos los ejércitos con los que ella ha viajado han regresado en su mayoría indemnes.

Marie no pudo contener una sonrisa. Era evidente que el hombre quería a la vieja vivandera entre sus seguidores porque atribuía el hecho de que Eva la Negra hubiese sobrevivido a tantas campañas a algún poder sobrenatural, y esperaba que ese poder lo favoreciera también a él y a sus hombres.

Schäfflein maldijo para sus adentros pero finalmente cedió.

—Está bien, que se quede, ¡qué diantres! Pero no esperéis que le regale mi mercancía a ese viejo saco de huesos. Marie lanzó una carcajada socarrona.

—Eso es algo que tampoco espera ninguna de nosotras, ya que sabemos muy bien quién es el único que se enriquece con la guerra: el proveedor del ejército.

—En eso sí que tienes razón, muchacha.

Eva la Negra se paró al lado de Marie y le apoyó la mano sobre el hombro. Con ese gesto, Marie había ingresado definitivamente en el círculo de las vivanderas. El caballero pareció interpretarlo del mismo modo, ya que le tendió la mano con una sonrisa.

—Sin ánimo de ofender a la buena de Eva, es una alegría poder ver un rostro bello por estos alrededores.

—Hace treinta años, caballero Heinrich, habríais dicho lo mismo de mí.

Eva se hacía la ofendida, pero el caballero tenía la lengua bien afilada.

—Hace treinta años probablemente me habría interesado más por un caballito de batalla en miniatura tallado por algún peón del establo que por una mujer bella.

Ahora el caballero tenía las risas de su parte.

Eva hizo una mueca tal que su rostro pasó a consistir únicamente en arrugas.

—Conque otra vez marchamos a la guerra, caballero Heinrich. Aún recuerdo bien nuestra primera campaña. Por entonces, erais apenas un muchacho de sangre joven y el escudero del valeroso Reimbert von Gundelsheim. El pobre yace bajo tierra desde hace ya años. ¿Habéis alcanzado la meta que teníais por entonces de convertiros en su sucesor? ¿Habéis llegado a ser alcaide de los hermanos piadosos de San Bernardo en Vertlingen?

—Sí, me convertí en alcaide —respondió el caballero con cierto orgullo—, y como tal estoy al frente de esta tropa, ya que el reverendo abad de San Bernardo ocupa al mismo tiempo el cargo de capitán de distrito en esta región.

—Pero lo cede a su fiel alcaide ya que, al ser un hombre piadoso, no puede marchar a la guerra él mismo. En fin, tal vez esta guerra nos depare de una buena vez un opulento botín.

Había rastro de ironía en la voz de Eva, pero también la esperanza de poder ganar dinero suficiente como para poder retirarse a descansar tranquila de una vez por todas en algún lugar. Se trataba de un deseo que la mayoría de las prostitutas perseguía, pero que, como bien sabía Marie por experiencia propia, casi nunca llegaba a cumplirse. Lo más probable era que Eva la Negra tampoco pudiera pasar sus últimos años de vida en condiciones seguras, sino que permaneciera en el pescante de su carro hasta caer muerta y ser enterrada a la vera del camino por algún soldado o siervo.

Schäfflein había seguido con visible desagrado la conversación entre el caballero y la vieja vivandera, pero no se había animado a interrumpirlos. Pero entonces apremió con un codazo en las costillas a su oficial, señalándole con la barbilla a las mujeres al tiempo que extendía imperioso la mano hacia Oda, que se le acercó de inmediato y se fue con él.

Eva se quedó mirándolos y escupió con desprecio.

—Una ramera nunca deja de ser ramera, aunque tenga un par de animales de tiro delante del carro y se crea mejor por ello.

Marie se estremeció al oír aquellas ásperas palabras, ya que ella misma había tenido que pasar cinco años de su vida siendo una ramera errante y temía delatarse con alguna palabra dicha sin pensar. Por eso, cuando Juan el Largo se puso a negociar con el resto de las vivanderas, al principio ella se mantuvo al margen. Theres le devolvió a la pequeña Trudi y examinó muy cuidadosamente las mercancías que los siervos de Schäfflein extendían ante ella. La habilidad del dependiente y su gente en el trato con ella y con las demás mujeres daba cuenta de una larga experiencia, de modo que Marie se preguntó por qué Schäfflein habría viajado hasta Wimpfen si no necesitaba ocuparse personalmente de las negociaciones. Claro que también cabía la posibilidad de que tuviese asuntos que arreglar con los grandes mercaderes de la ciudad, aunque con lo fanfarrón que era, seguramente de ser así habría hecho alarde de ello.

Marie intuía que Schäfflein había acudido porque en tierras lejanas podía hacer sin ser castigado aquello que en Worms le habría deparado grandes detracciones. Una vivandera o una prostituta eran fáciles de llevar a su carpa, y después cada cual seguía su camino. Pero si estando en su casa llegaba a llevarse a una criada a la cama, existía el peligro de que la muchacha corriera a desahogar con el cura los pecados que le oprimían el Corazón. Si la mujer confesaba haber fornicado con su señor, lo urgirían a contraer pronto matrimonio para que pudiera demostrar su virilidad en una unión del agrado de Dios.

Y en esa misma situación, a los casados los amenazaban con la ira de Dios y los horrores del infierno. —¿Y tú qué quieres?

Juan el Largo se dirigió impaciente hacia Marie, de manera que ella se sobresaltó y se dio cuenta de que otra vez estaba luchando con visiones del pasado, un pasado en el que los eclesiásticos la echaban de los umbrales de sus iglesias después de que un dominico la declarara injustamente culpable y la condenara a una vida errante. Levantó la vista y vio que las otras vivanderas ya estaban cargando en sus carros las mercancías compradas. No se fijó demasiado en lo que habían escogido las otras mujeres porque ella ya había pensado hacía tiempo las provisiones que adquiriría. Si bien nunca había viajado con un ejército, por los relatos de Michel sabía bien lo que los soldados solían comprar en el camino, y además había ayudado a su esposo a equipar los carros de víveres y a los piqueros que lo habían acompañado a Bohemia. Los más de cien soldados armados de su tropa constituían el motivo principal por el cual pretendía viajar a Núremberg y, eventualmente, a Bohemia. Hasta el momento no había regresado a casa ni uno solo de los hombres de Michel, y Marie estaba convencida más que nunca de que al menos uno de ellos podría relatarle lo que le había sucedido a su esposo.

Sin embargo, el deseo de aclarar cuanto antes cuál había sido el destino de Michel no la inducía a malgastar su dinero. Regateó con Juan el Largo como si su propia vida le fuera en ello y criticó tanto la calidad de sus mercancías como su precio, que consideraba excesivo.

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