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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (25 page)

BOOK: La dama del castillo
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—¿Y bien, señora Marie? ¿Ya os habéis decidido? ¿Desposaréis a Herberstein?

Marie sacudió enérgicamente la cabeza.

—No, su señoría. No he cambiado de opinión. Mi Michel aún está vivo, y estaría cometiendo un pecado mortal si le otorgara mi mano a otro hombre. Por designio de Dios y de todos los santos, debo esperar a que regrese.

La expresión en el rostro del conde palatino mostraba a las claras que no pensaba dejarse impresionar con argumentos cristianos. El conde apoyó la copa de vino sobre la mesa y agitó la mano en el aire, irritado.

—¡No son designios de Dios, sino de vuestra imaginación! Vuestro esposo está tan muerto como puede estarlo un hombre que ha caído en la emboscada de unos demonios husitas. Enterradlo de una buena vez en vuestro corazón también y comprended que necesitáis un nuevo esposo que os proteja y adquiera el nuevo feudo que el señor Segismundo le asignó a vuestro esposo muerto y que ahora pasará a manos de vuestra hija. Si esperáis demasiado tiempo más, estaréis privando a vuestra hija de su herencia, ya que el emperador se habrá olvidado muy pronto de su promesa.

—Entonces tendré que recordársela, ya que los documentos que la certifican están en mi poder — respondió Marie con gran aplomo.

El conde palatino dejó escapar un sonido que expresaba tanto enojo como impaciencia.

—Ni siquiera tenéis la posibilidad de comparecer ante nuestro señor Segismundo, ya que hace años que vive de campaña en campaña. Y aun si lograrais encontrarlo y obtener una audiencia, él os desposaría con el primer caballero que le viniera en mente entre los que gozan de su beneplácito, ya que un feudo necesita de la mano de un señor, sobre todo cuando acaba de ser otorgado.

Marie comprendía perfectamente que el conde no estaba dispuesto a entregarla a uno de los protegidos del emperador. Si la entregaba a uno de sus hombres de confianza, podía contar con que éste lo apoyaría en calidad de señor independiente del Imperio Germánico. Pero ella no aceptaría como nuevo esposo a ningún acólito de los nobles señores ni a ningún otro.

—Perdonadme, señor Ludwig, pero yo no he venido aquí a terminar con mi estado de viudedad, sino a pediros que me concedierais una licencia durante el invierno.

Ludwig von der Pfalz levantó la cabeza, desconfiado.

—¿Adonde queréis ir?

—Quiero pasar la estación más fría bajo la protección de mi amiga Hiltrud, una campesina libre que posee una granja cerca de Rheinsobern.

Ante estas palabras, el rostro del conde palatino se iluminó.

—Pensé que querríais pasar el invierno en mi residencia —respondió, sin poder disimular del todo el alivio que sentía por no tener que soportar a aquella criatura terca durante los próximos meses—. Sin embargo, seré generoso y os concederé vuestro deseo. Lauenstein, os encargaréis de que la dama pueda partir mañana mismo.

La orden era para su consejero, un hombre mayor de barba gris y cabellos cada vez más ralos que hasta entonces había permanecido en un rincón de la sala, sentado en silencio. El hombre se puso de pie y asintió, solícito, aunque le dirigió a Marie una mirada de desprecio. La odiaba, ya que ella se había atrevido a expresar sus dudas acerca de la honorabilidad de su yerno, Falko von Hettenheim, y le parecía que su señor se mostraba demasiado paciente con aquella viuda obstinada. Ya le había nombrado al señor Ludwig unos cuantos candidatos adecuados para esa mujer, hombres que estaban dispuestos a olvidarse de algunas manchas en el pasado de su esposa con tal de acceder a su cuantiosa dote. Pero como era probable que la señora Marie no fuese desposada hasta la primavera, a sus ojos también resultaba lo mejor que pasara el invierno en una granja apartada en la que sólo pudiera desparramar su veneno entre las vacas y las cabras.

Como el consejero se había quedado ensimismado y con la mirada perdida, el conde se impacientó.

—¿Qué os sucede, Lauenstein? ¿Acaso es tan difícil poner a disposición de la dama una acompañante adecuada para mañana?

Lauenstein se estremeció al oír aquella voz áspera, y se mostró visiblemente enojado de haber sido amonestado por culpa de Marie y, para colmo, en su presencia, pero enseguida volvió a adoptar el gesto inexpresivo de un cortesano e hizo una reverencia ante el conde palatino.

—Mañana temprano estará todo listo, excelencia.

—¡Bien! Marie Adlerin, podéis retiraros.

Ludwig von der Pfalz agitó la mano como si estuviera espantando a una gallina y echó mano de su copa de vino mientras el lacayo acompañaba a Marie hasta la salida. La puerta aún no había terminado de cerrarse a sus espaldas cuando el conde lanzó una dura carcajada.

—Este invierno dejaré a la dama en paz, Lauenstein, pero cuando llegue la primavera le pondré un esposo en el lecho sin importar lo que ella diga.

Marie alcanzó a oír esas palabras, y como era su propio destino lo que estaba en juego, se quedó parada detrás de la puerta, aunque tenía la vejiga dolorosamente hinchada, y apoyó la oreja contra la puerta sin preocuparse por las miradas atónitas de los guardianes.

—Marie Adlerin es la hembra más rebelde que haya conocido jamás. Estoy convencido de que seguirá negándose a contraer matrimonio con otro hombre, y apelará en su defensa a la carta de protección que le habéis extendido. No deberíais haberle dado tantas garantías de que no podrán desposarla sin su consentimiento.

Marie se imaginaba el gesto irritado del conde palatino al escuchar las palabras de Lauenstein.

—Esa carta de protección se la extendí yo, y puedo cancelarla cuando me plazca. La señora Marie se casará la próxima primavera. Y ahora ya sé con quién.

—¿Ya no tenéis más en mente a Hugo von Herberstein?

—No. El caballero Hugo está cortejando a la hija del castellano de Birkenfeld, que también es una rica heredera. Más bien estoy pensando en maese Fulbert Schäfflein, de Worms.

—¡Pero si no es más que un saco de pimienta, un simple burgués ricachón!

Marie advirtió claramente la repulsión en la voz de Lauenstein.

El conde palatino, en cambio, parecía ronronear de satisfacción.

—¡Pero si la propia señora Marie es hija de uno de esos burgueses ricachones! Por eso creo que Schäfflein es el candidato correcto para ella. Dios los cría y ellos se juntan, Lauenstein, deberíais saberlo a estas alturas. Maese Fulbert se cobrará de la fortuna de la viuda las deudas que tengo con él, y hará un negocio estupendo.

—¡Pero la señora Marie es una dama de la nobleza!

El conde palatino se rio como si se hubiese tratado de un buen chiste.

—Conozco a esa mujer desde otras épocas en las que era bastante menos que eso. Pero para no irritar vuestro orgullo noble, os diré que no me cuesta absolutamente nada organizar una ceremonia en la catedral y convertir a ese simple burgués ricachón que es Fulbert Schäfflein en el caballero Fulbert con solo un toque de mi espada. E incluso eso me daría una ventaja adicional, ya que en ese caso tendrá que usar el dinero de su esposa para comprar uno de mis castillos.

Mientras Marie se clavaba las uñas en la palma de las manos para desahogar la furia que sentía, Lauenstein no parecía estar conforme todavía.

—Dudo de que el emperador le entregue a un caballero palatino recién nombrado el feudo prometido a Michel Adler.

—Eso también lo tengo solucionado. El feudo se le transferirá a la hija de Michel Adler, por lo que necesitaremos un tutor que pueda defender sus intereses mejor que Fulbert Schäfflein. Por eso, haré que la niña sea mi pupila, la traeré a mi corte dentro de dos o tres años y haré que sea educada por las damas adecuadas.

Marie ya había oído suficiente y dio media vuelta, tambaleándose. Presionándose con la mano el corazón, que le latía salvajemente, avanzó a tumbos por el salón, aunque llegó a percibir la expresión maliciosa en los rostros de los guardianes, en los cuales se leía que evidentemente era cierto aquello de que el que escucha a través de las paredes oye su propia desgracia. Mientras se dejaba llevar por su desdicha, se odió a sí misma por no estar en condiciones de dar media vuelta, abrir de par en par la puerta que conducía a los aposentos del conde palatino y gritarle en plena cara lo que pensaba de todos los egoístas y codiciosos miembros de la nobleza en general y de él en particular. Pero si no quería tener que levantarse la falda allí mismo o en el corredor y transformarse en el hazmerreír de todos, necesitaba salir corriendo de inmediato, tan rápido como se lo permitiesen sus músculos acalambrados y el resto de dignidad que le quedaba.

Salió disparada hacia la puerta, maldiciendo la cantidad de tela que su sastre había estimado estrictamente necesaria para el traje de una mujer noble. A los pocos pasos se dio cuenta de que no llegaría hasta el retrete, y entonces corrió escaleras arriba hacia su aposento. Una vez allí, abrió la puerta de golpe, la cerró detrás de sí casi en el mismo movimiento y extrajo con manos febriles el orinal que estaba debajo de la cama.

Al comenzar a sentir alivio se percató de que su tocaya la observaba asustada. Mariele estaba sentada en una de las dos sillas tapizadas con almohadillas de color añil, meciendo en sus brazos a Trudi. La hija mayor de Hiltrud tenía ya ocho años y era lo suficientemente sensata como para hacer las veces de nodriza. Marie estaba muy satisfecha con los servicios de su ahijada, ya que una criada extraña jamás hubiese sido tan leal y afectuosa.

Marie dejó escapar un suspiro desde lo más profundo de su pecho y le sonrió a Mariele, animándola.

—El conde palatino me ha permitido pasar el invierno en casa de tus padres e incluso me ha ordenado partir mañana. Tendríamos que hacer nuestro equipaje ahora mismo.

Mariele asintió, feliz, pensando en los vestidos que Marie había mandado hacer para ella. Si bien sabía que esa ropa ya no le entraría el año siguiente y la heredaría su hermana Mechthild, estaba orgullosa de poseer unas prendas tan finas. Uno de sus trajes incluso se parecía a los vestidos cortesanos que por lo general llevaban únicamente las damas de la aristocracia. Acarició con el pensamiento la seda color mostaza que crepitaba levemente al contacto con los dedos mientras miraba a su madrina, que con su pie izquierdo volvía a deslizar el orinal debajo de la cama.

—La señora Kunigunde y sus hijas no saldrán de su asombro cuando nos vean. Estoy segura de que no tendrán unos vestidos tan bonitos como los nuestros.

Marie sacudió la cabeza, expresando su desagrado.

—Espero no tener que encontrarme con ella ni con su descendencia ni con ninguna otra persona de ese castillo.

Jamás le perdonaría a la esposa del castellano de Rheinsobern el horrendo trato que le había dispensado, tratando de obligarla a desposar a su primo Götz, aunque era consciente de que Ludwig von der Pfalz actuaba con ella de forma igualmente poco escrupulosa aunque no la encerrara y la tuviera a pan y agua. Al igual que a Kunigunde von Banzenburg, lo único que le importaba era su propio beneficio.

Capítulo II

Rumold von Lauenstein despreciaba a Marie con toda su alma porque sabía perfectamente que había pasado de ser una ramera errante a convertirse en la esposa y viuda de un caballero imperial libre, y tampoco le servía de consuelo el hecho de saber que el muerto Adler no había sido más que el hijo de un simple tabernero que había sabido granjearse el favor del emperador. A pesar de su rechazo, el cortesano se ocupó de conseguir un séquito adecuado para una dama de noble linaje, y puso a disposición de Marie un cómodo coche de viaje perteneciente al conde palatino, cuyos asientos y paredes laterales estaban tapizados con unos almohadones blandos para que la dama y sus acompañantes no sufrieran daño alguno a pesar de las sacudidas y golpes sobre las calles sembradas de pozos. Cuando Marie salió al patio, el cochero y su sirviente ya se encontraban en el pescante, y los dos jinetes delanteros y media docena de oficiales trepaban a sus monturas vestidos con elegantes corazas y cascos adornados con plumas.

Como el lacayo que estaba junto a la portezuela no se dignó a ayudar a Mariele, Marie cogió a Trudi con una mano y la empujó con la otra para que pudiese subir por la alta escalerilla hacia el interior del carruaje. Una vez dentro, Mariele se dio la vuelta de inmediato para recibir a su protegida. Pero miró a su madrina con unos ojos tan demudados como si hubiese encontrado un monstruo en el interior del carruaje. Marie se dio impulso para acceder dentro ella también y saludó a su acompañante de viaje y a la criada personal de ésta.

Se trataba de Huida, la hija de Lauenstein, una mujer morena, muy ajada para su edad, con rostro fofo y una figura estropeada. La mujer tenía que acompañar a Marie por orden de su padre. Por una parte, porque una dama de la nobleza no podía viajar sola; por otra, porque seguramente el conde palatino quería comprobar que Marie viajaba realmente al destino que le había anunciado. Huida era la esposa de Falko von Hettenheim y, por tanto, estaba por debajo de la mujer de un caballero imperial; sin embargo, tan pronto como apareció Marie comenzó a pavonearse como si durante ese viaje quisiera cobrarse una por una todas las cosas que ésta pudiese haber dicho en contra de su esposo.

Apenas el coche se hubo puesto en movimiento ya estaba relatándole a Marie profusamente las últimas hazañas del caballero Falko, quien, según ella afirmaba, había podido volver a destacarse en la guerra contra los husitas. La manera ampulosa y explicativa que tenía de hablar le colmó la paciencia a Marie hasta tal punto que al cabo de un rato le apoyó la mano en el hombro y la miró sonriendo.

—Bueno, por la forma en que ensalzáis a vuestro esposo como el más valiente y resuelto entre los acólitos de Segismundo, me pregunto por qué el emperador no lo habrá nombrado caballero imperial como hizo con mi Michel.

Huida siseó como una víbora.

—¡Vuestro esposo ha sabido cubrir a Segismundo de halagos y exagerar sus hazañas, y por eso recibió el rango y el título que hubiese merecido mi esposo!

—El emperador no lo vio de ese modo —contraatacó Marie, impasible.

—¡Segismundo se ha convertido en un viejo demente!

Huida utilizaba las mismas palabras que su esposo le había dicho durante una corta visita al castillo. Había sido a finales del invierno, poco antes de que comenzara la campaña de primavera. Durante un tiempo, Huida von Hettenheim había abrigado esperanzas de estar embarazada otra vez, pero entretanto había tenido que enterrar todas sus ilusiones de poder regalarle a su esposo ese año el ansiado heredero. Su mirada se posó sobre Trudi, que dormía al calor de los brazos de Mariele, y sintió hacia Marie más envidia y odio que nunca. Si bien ella también había dado a luz a cinco niñas, a diferencia de Marie ninguna de ellas recibiría la herencia del padre. Si no ocurría algún milagro que le permitiese dar a luz a un varón, entonces las leyes familiares determinaban que el nuevo señor de Hettenheim fuera Heinrich, el primo de Falko, mientras que sus hijas debían contentarse con una dote ridiculamente pequeña. Ante esa perspectiva, Huida rechinó los dientes. Entonces recordó lo que se decía acerca de los conocimientos de Marie sobre la eficacia de ciertas hierbas y bebidas, y comprendió que no le convenía continuar irritando a la mujer que tenía a su lado.

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