Read La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento Online
Authors: Mijail Bajtin
Hay otros factores, productos de la descomposición del régimen feudal y teocrático de la Edad Media, que contribuyeron igualmente a esta fusión, a esta mezcla de lo oficial y extraoficial. La cultura cómica popular, que durante varios siglos se había formado y sobrevivido en las formas no oficiales de la creación popular («espectaculares» y verbales) y en la vida cotidiana extraoficial, llegó a las cimas de la literatura y de la ideología, a las que fecundó, para después volver a descender a medida que se estabilizaba el absolutismo y se instauraba un nuevo régimen oficial, a los lugares inferiores de la jerarquía de los géneros, decantándose, separándose en gran parte de las raíces populares, restringiéndose y degenerando finalmente. Mil años de risa popular se incorporaron a la literatura del Renacimiento. Esta risa milenaria no sólo fecundó, sino que fue fecundada su vez. Se incorporó a las ideas más avanzadas de la época, al saber humanista, a la alta técnica literaria. A través de Rabelais, la palabra y la máscara del bufón medieval, las manifestaciones de regocijo popular carnavalesco, la fogosidad de la curia de ideas democráticas, que parodiaba los decires y ademanes de los saltimbanquis de feria, se asociaron al saber humanista, a la ciencia y a la práctica médicas, a la experiencia política y a los conocimientos de un hombre que, como confidente de los hermanos Bellay, conocía íntimamente los problemas y secretos de la alta política internacional de su tiempo.
Al influjo de esta nueva combinación, la risa de la Edad Media experimentó cambios notables. Su universalismo, su radicalismo, su atrevimiento, su lucidez y su materialismo pasaron del estado de existencia espontánea a un estado de conciencia artística, de aspiración a un objetivo preciso. En otras palabras, la risa de la Edad Media, al llegar al Renacimiento, se convirtió en la expresión de la nueva conciencia libre, crítica e
histórica
de la época. Esto fue posible porque después de mil años de evolución, en el transcurso de la Edad Media, los brotes y embriones de esta tendencia histórica, estaban listos para eclosionar. Examinaremos a continuación cómo se formaron y desarrollaron las formas medievales de la risa cómica.
Ya dijimos que la risa de la Edad Media estaba excluida de las esferas oficiales de la ideología y de las manifestaciones oficiales, rigurosas, de la vida y las relaciones humanas. La risa había sido apartada del culto religioso; del ceremonial feudal y estatal, de la etiqueta social y de la ideología elevada. El tono de
seriedad exclusiva
caracteriza la cultura medieval oficial. El contenido mismo de esta ideología: ascetismo, creencia en la siniestra providencia, el rol dirigente cumplido por categorías tales como el pecado, la redención, el sufrimiento, y el carácter mismo del régimen feudal consagrado por esta ideología: sus formas opresivas e intimidatorias, determinaron ese tono exclusivo, esa seriedad helada y pétrea. El tono serio se impuso como la única forma capaz de expresar la verdad, el bien, y, en general todo lo que era considerado importante y estimable. El miedo, la veneración, la docilidad, etc., constituían a su vez las variantes o matices de ese tono serio.
El cristianismo primitivo (en la época antigua) ya condenaba la risa. Tertuliano, Cipriano y San Juan Crisóstomo atacaron los espectáculos antiguos, especialmente el mimo, la risa mímica y las burlas. San Juan Crisóstomo declara de pronto que las burlas y la risa no vienen de Dios, sino que son una emanación del diablo; el cristiano debe conservar una seriedad
permanente,
el arrepentimiento y el dolor para expiar sus pecados.
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Al combatir a los arrianistas, les reprocha el haber introducido en el oficio religioso elementos de mimo: canto, gesticulación y risa.
Sin embargo, esta seriedad exclusivista de la ideología defendida por la Iglesia oficial reconocía la necesidad de legalizar en el exterior de la iglesia, es decir fuera del culto, del ritual y las ceremonias oficiales y canónicas, la alegría, la risa y las burlas que se excluían de allí. Esto dio como resultado la aparición de formas cómicas puras al lado de las manifestaciones canónicas.
Dentro de las formas del culto religioso mismo, heredadas de la Antigüedad, penetradas por la influencia oriental y los ritos paganos locales (sobre todo el rito de la fecundidad), encontramos embriones de alegría y de risa disimulados en la liturgia, en los funerales, en el bautismo o el matrimonio, y en varias otras ceremonias. Pero en estos casos estos embriones de risa son sublimados, aplastados y asfixiados.
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En compensación, se autorizan en la vida cotidiana que se desarrolla en torno de la iglesia y en las fiestas, se tolera incluso la existencia de un culto paralelo de ritos específicamente cómicos.
Son ante todo las «fiestas de los locos»
(festa stultorum, fayuorum, follorum)
que celebraban colegiales y clérigos con motivo del día de San Esteban, Año Nuevo, el día de los Inocentes, de la Trinidad y el día de San Juan. Al principio, se celebraban también en las iglesias y se consideraban perfectamente legales; posteriormente pasaron a ser semi-legales y finalmente ilegales a fines de la Edad Media; se las siguió celebrando sin embargo en las tabernas y en las calles, incorporándose a las celebraciones del
Mardi Gras.
En Francia la fiesta de los locos se manifestó con más fuerza y perseverancia que en ninguna otra parte: inversión paródica del culto oficial acompañado de disfraces, mascaradas y danzas obscenas. En Año Nuevo y Trinidad, los regocijos clericales eran particularmente desenfrenados.
Casi todos los ritos de las fiestas de los locos son degradaciones de los diferentes íconos y símbolos religiosos transferidos al plano material y corporal: tragaldabas y borrachines aparecían sobre el altar, se hacían gestos obscenos, especies de
strip-tease,
etc. Analizaremos posteriormente algunos de estos actos rituales.
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Acabamos de afirmar que la fiesta de los locos se mantuvo con persistencia en Francia. Se conserva una curiosa apología de esta fiesta del siglo
XV
. Sus defensores se refieren sobre todo a la circunstancia de que fue instituida en los primeros siglos del cristianismo por antepasados que sabían muy bien lo que hacían. Se destaca además su carácter no serio, de
diversión
(bufonería). Estos festejos son indispensables «para que lo
ridículo
(bufonerías),
que es nuestra segunda naturaleza, innata en el hombre,
pueda
manifestarse libremente al menos una vez al año.
Los barriles de vino estallarían si no se los destapara de vez en cuando, dejando entrar un poco de aire. Los hombres son como toneles desajustados que el
vino de la sabiduría
haría estallar si prosiguiese
fermentando incesantemente
bajo la presión de la piedad y el terror divinos. Hay que ventilarlos para que no se estropeen. Por eso nos permitimos en ciertos días las bufonerías (ridiculizaciones) para regresar luego con duplicado celo al servicio del Señor».
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En este texto admirable, la bufonería y la ridiculez, es decir la risa, son calificadas de
«segunda naturaleza humana»,
opuestas a la seriedad impecable del culto y la cosmovisión cristianas («incesante fermentación de la piedad y el terror divinos»). El carácter unilateral y exclusivista de esta seriedad necesitaba una válvula de escape para la «segunda naturaleza humana», es decir la bufonería y la risa. Esta es la misión de la fiesta de los locos «al menos una vez al año», en cuya ocasión la risa y el principio material y corporal asociados a ésta se expresaban libremente. El texto citado reconoce la existencia de esa segunda vida festiva en el hombre de la Edad Media.
Es evidente que durante la fiesta de los locos, la risa no era algo abstracto, reducido a una burla puramente denigrante contra el ritual y la jerarquía religiosa. El aspecto burlón y denigrante estaba profundamente asociado a la alegría de la renovación y el renacimiento material y corporal. Era la naturaleza «secundaria» del hombre la que reía, su aspecto «inferior» corporal y material que no podía expresarse a través de la cosmovisión y el culto oficiales.
La apología de la risa a la que acabamos de referirnos data del siglo
XV
, pero pueden encontrarse juicios similares sobre temas análogos en épocas más antiguas.
Rabanus Maurus, abad de Fulda en el siglo
IX
, eclesiástico austero, escribió una versión abreviada de la
Coena Cypriani (La cena de Cipriano)
dedicada al rey Lotario II
ad jocunditatem,
es decir
para su diversión.
En la epístola dedicatoria, trata de justificar el carácter alegre y degradante de la
Coena
con este argumento:
«Así como la Iglesia contiene en su seno personas buenas y malas, este poema contiene los decires de estas últimas.» Según el austero abad, esas «malas personas» son la tendencia de la «segunda naturaleza estúpida del hombre». El papa León XIII escribió una fórmula análoga:
«Considerando que la Iglesia está constituida por un elemento divino y otro humano, debemos expresar este último con la mayor franqueza y honestidad, porque, como dice el libro de Jehová, "Dios no necesita de ningún modo nuestra hipocresía".»
A principios de la Edad Media, la risa popular penetró no solamente en los círculos religiosos medios, sino también en los círculos superiores, y, en este sentido, Rabanus Maurus no constituye una excepción. La atracción de la risa popular era muy fuerte en todos los niveles de la joven jerarquía feudal (eclesiástica y laica). Esta circunstancia se explica, a mi entender, por las siguientes razones:
1) La cultura oficial religiosa y feudal de los siglos
VII
y
VIII
, e incluso
IX
, era aún débil y no se había formado completamente.
2) La cultura popular era muy poderosa y había que tomarla en cuenta forzosamente; se utilizaban incluso algunos de sus elementos con fines
propagandísticos.
3) Las tradiciones de las saturnales romanas y de otras formas cómicas populares
legalizadas
en Roma, no habían perdido su vitalidad.
4) La Iglesia hacía coincidir las fiestas cristianas con las paganas locales relacionadas con los cultos
cómicos
(con el propósito de cristianizarlas).
5) El nuevo régimen feudal era aún relativamente progresista, y, en consecuencia,
relativamente
popular.
Bajo la influencia de estas causas, una tradición de tolerancia
(relativa,
por supuesto) respecto a la cultura cómica popular existió en el curso de los primeros siglos. Esta tradición persistió, aunque se vio sometida a restricciones cada vez más grandes. En los siglos siguientes (incluso el
XVII
) era habitual defender la risa invocando la autoridad de los antiguos teólogos y clérigos.
De este modo, los autores y compaginadores de bufonadas, bromas y sátiras de fines del siglo
XVI
y principios del
XVII
invocaban habitualmente la autoridad de los sabios y teólogos de la Edad Media que habían autorizado la risa. Es el caso de Melander, autor de una completa antología de la literatura cómica
(Jocorum et Seriorum libri dúo,
1.ª edición 1600, última 1643), y que introdujo en su obra una larga lista (varias decenas de nombres) de eminentes sabios y teólogos que habían compuesto bufonadas antes que él.
(Catalogus praestantissimorum virorum in omni scientiarum facultate, qui ante nos facetias scripserunt.)
La mejor antología de bufonadas alemanas fue compuesta por el célebre monje y predicador Johannes Pauli con el título de
La risa y la seriedad (Schimpf und Emst)
(primera edición, 1522). En el prefacio, donde expone la significación del libro, Pauli expresa conceptos que nos recuerdan la apología de la fiesta de los locos que acabamos de mencionar: según él el libro fue escrito para que «los cenobitas recluidos en el monasterio
distraigan
el espíritu y se recreen:
no es posible confinarse siempre en el ascetismo» («man nit alwegwn in einer strenckeit bleiben mag»).
El objeto y el sentido de tales afirmaciones (de las que podrían citarse muchas más) es explicar y justificar hasta cierto punto la presencia de la risa en torno a la Iglesia, y la existencia de la «parodia sagrada»
(parodia sacra),
es decir la parodia de los textos y ritos sagrados.
Estas parodias cómicas habían sido condenadas varias
veces.
En varias ocasiones los concilios y tribunales habían prohibido las fiestas de los locos. La más antigua de estas prohibiciones, pronunciada por el concilio de Toledo, se remonta a la primera mitad del siglo
VII
. La última, cronológicamente, fue el bando del Parlamento de Dijon de 1552, o sea nueve siglos más tarde. Entre tanto, durante este largo período, la fiesta de los locos sobrellevó una existencia semilegal.
La variante francesa, en una época más tardía, incluía las mismas procesiones carnavalescas y estaba organizada en Rouen por la
Societas Cornardorum.
El nombre de Rabelais figuraba, como hemos dicho, en la procesión de 1540, y, a modo de Evangelio, se leyó la
Crónica de Gargantúa.
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La risa rabelesiana parecía haber vuelto al seno materno de su antigua tradición ritual y «espectacular».
La fiesta de los locos es una de las expresiones más estrepitosas y más puras de la risa festiva asociada a la Iglesia en la Edad Media. Otra de esas manifestaciones, la «fiesta del asno», evoca la huida de María con el niño Jesús a Egipto. Pero el tema central de esta fiesta no es ni María ni Jesús (aunque allí veamos una joven y un niño), sino más bien el burro y su «¡hi ha!». Se celebraban «misas del burro». Se conserva un oficio de este tipo redactado por el austero clérigo Pierre Corbeil. Cada parte de la misa era seguida por un cómico «¡hi ha!». Al final del oficio, el sacerdote, a modo de bendición, rebuznaba tres veces, y los feligreses, en lugar de contestar con un amén, rebuznaban a su vez tres veces.
El burro es uno de los símbolos más antiguos y vivos de lo «inferior» material y corporal, cargado al mismo tiempo de un sentido degradante (la muerte) y regenerador. Bastaría recordar Apuleyo y su
Asno de oro,
los mimos de asnos que encontramos en la Antigüedad y por último la figura del asno, símbolo del principio
material y corporal, en las leyendas de San Francisco de Asís.
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