—¡Somos amigos, James! Ahora volverás a casa, a Canterbury. Petra podrá venir contigo.
Arno von der Leyen, confuso y mareado, sacudió la cabeza. Tampoco él entendía lo que estaba pasando.
Peuckert se volvió hacia Lankau.
—¡Se niega a preparar la sosa cáustica que te beberás tú!
—Eso parece —dijo Lankau con un tono de voz desdeñoso con el que pretendía reprimir la desesperación. Tenía el borde de la mesa perfectamente agarrado.
—¿Y no crees que lo voy a conseguir?
—¡Nunca se sabe!
—¿Ya estás escribiendo?
—¡No, que se me lleve el diablo si lo hago!
Peuckert dio un paso hacia la mujer y empujó a Von der Leyen al suelo. La mujer se puso a temblar cuando Peuckert la miró y se echó hacia atrás. Las ojeras negras se expandían como surcos por su rostro.
—¡Entonces tendré que aplicar otros métodos! Le pegaré si no me ayudas —dijo lentamente.
—¿Sosa cáustica? —preguntó Arno von der Leyen con voz apagada—. ¿Cómo?
Se estremeció cuando cayó el golpe y la mujer empezó a lloriquear.
—¿Todavía no quieres? —dijo Peuckert. Arno von der Leyen sacudió la cabeza quedamente y volvió a estremecerse al caer el segundo golpe.
—¡Haz el favor de hacer lo que te dice, Bryan! —gritó de pronto la mujer con tal ímpetu que la saliva salió disparada de su boca. La exclamación hizo que la sangre de Lankau se helara—. ¡Hazlo ya!
Von der Leyen la miró. Ella se inclinó hacia un lado, jadeando; Peuckert la había golpeado en el pecho.
Arno von der Leyen se incorporó lentamente.
Lankau intentaba tomarse la situación con calma. Un dolor creciente en el estómago se extendía por todo su cuerpo cada vez que tomaba aire. La mesa ya descansaba con todo su peso sobre las palmas de sus manos. Alzó la mirada cuando tuvo a los dos hombres delante.
—¿No ibas a soltar a tu amigo? —dijo dirigiéndose a Gerhart con una pequeña sonrisa en los labios—. ¡Ya veremos si es capaz de sostener el vaso!
Los ojos azules y despiertos de Peuckert examinaron a Lankau. Tardó un buen rato en deshacer el nudo del cinturón con una mano, puesto que sostenía la pistola en la otra. Lankau echó el cuerpo hacia atrás y lo acomodó para poder enviar la mesa contra Arno von der Leyen y Gerhart Peuckert.
El efecto al saltar con la mesa apoyada en los brazos fue espectacular. Peuckert disparó inmediatamente en un acto reflejo, pero para entonces ya fue demasiado tarde. La mesa paró los disparos. Los dos hombres fueron arrojados hacia atrás por el peso de la mesa maciza y cayeron al suelo. El arma voló de la mano de Gerhart y aterrizó cerca de la puerta del pasillo. Antes de que los dos hombres hubieran siquiera empezado a pelearse con la pesada carga que les había caído encima, Lankau ya estaba de pie.
Soltó un rugido triunfal y esquivó la mesa de un salto, con el que pretendía hacerse con la pistola. Todavía quedaban tres balas en el cargador. No vacilaría en utilizarlas todas; una para cada uno. Los perros tendrían comida de sobra.
Y de pronto, su mundo se hundió de una vez por todas.
—Detente —fue todo lo que tuvo que decir.
Delante tenía a Petra. La expresión de sus ojos no daba lugar a equívocos. La pistola descansaba segura en su mano.
—¡Deja que lo haga yo, Gerhart! ¡Sé dónde está la botella! —dijo con voz autoritaria al hombre alto, ofreciéndole la pistola.
El dolor en el estómago volvió a crecer y su respiración se hizo más pesada. Esta vez lo sentaron a la cabecera de la mesa, apretujado contra la pared.
La mujer maniatada todavía sacudía la cabeza, impresionada por lo que acababa de presenciar. Petra ni siquiera la miró, tampoco miró a Arno von der Leyen, que volvía a estar echado a los pies de la mujer.
—¡Vas a dejar tranquila a la mujer, Gerhart! ¡Yo haré lo que haya que hacer!
—Te dije que te mantuvieras alejada hasta que todo hubiera terminado —repuso Peuckert, que estaba pálido como una sábana.
—¡Lo sé, pero será como yo te diga, Gerhart!
Pocos segundos después de que Petra hubo entrado en la cocina se oyó un plop, como un vacío que había sido compensado. Lankau miró el póster de la pared. «Cordillera de la Paz», un mundo fantástico que se alejaba de él. La tierra crecía, las distancias se hacían inabarcables.
Cogió el bolígrafo y empezó a escribir. «...Obersturmbannführer en las SS Wehrmacht, alias Hans Schmidt». Cuando hubo terminado la frase, volvió a alzar la mirada.
—¿Eso es todo? —preguntó en un tono de voz desafiante.
Gerhart Peuckert lo miró tranquilamente y le dictó el final:
—Pido perdón a mi familia. La presión de los demás se hizo demasiado fuerte. ¡No podía ser de otra manera!
Lankau lo miró. Alzó las cejas y volvió a dejar el bolígrafo sobre la mesa. Estas palabras serían las últimas que dirigiría al mundo. Hiciera lo que hiciese, Gerhart le quitaría la vida.
Cerró los ojos y dejó que el aroma de los granos de café, de la tierra seca y de la brisa de las depresiones de la selva se apoderara de él. Los arbustos de coca le procuraban sombra. Los sonidos de las casitas de los indios le llegaban como si fueran reales. Y de pronto volvió a sentir la presión en el diafragma, esta vez más arriba. La piel se le heló. No se atreverían a utilizar la sosa cáustica, lo sabía.
—¡Escríbelo tú mismo, miserable! —gritó, abriendo los ojos mientras intentaba en vano echar la silla hacia atrás. El disparo cayó inmediatamente y la bala se incrustó profundamente en la viga, justo encima de su cabeza. Gerhart Peuckert no había vacilado ni un segundo.
Horst Lankau miró hacia la puerta, por la que apareció Petra con el vaso en la mano.
—¡Nadie creerá que me haya querido suicidar con sosa cáustica!
—¡Eso ya lo veremos! —replicó Gerhart volviéndose hacia la mujer en el umbral de la puerta—. ¡Venga, Petra!
Lankau se había quedado inmóvil. Su rostro se había tensado dejando ver unas arrugas profundas que lo cruzaban. El vaso había cambiado de propietario y descansaba ahora pesadamente en la mano de Gerhart. Lankau inspiró profundamente a través de los dientes.
Entonces cogió el bolígrafo y volvió a escribir un rato. Cuando dejó el bolígrafo sobre la mesa, sus ojos tenían una expresión vacía.
Gerhart miró por encima de su hombro. Tardó un buen rato en leer las escasas frases escritas por Lankau, que notó cómo Gerhart asentía con la cabeza.
—¡Acaba ya de una vez! —bufó Lankau, debilitado por su propio peso y su corazón fatigado. Se echó ligeramente hacia un lado al notar la presión de la Kenju contra su oreja—. ¡Yo ya he cumplido mi parte del acuerdo!
—Creías que te ibas a librar, perro —dijo Gerhart Peuckert con voz apagada—. ¿Recuerdas lo que solías decirme antes? «¡Sólo empieza a resultar interesante cuando la víctima está totalmente muerta de miedo!» Eso fue lo que me dijiste más de una vez,
Gerhart Peuckert apretó la pistola con más fuerza. Lankau cerró la nariz para evitar tener que inspirar el olor de la sosa cáustica en el vaso.
—¿Por qué iba a bebérmela? —Lankau volvió a notar el sudor brotando de su frente—. Dispara. ¡No vas a conseguir que beba nada!
—¡Entonces te la echaré encima!
Lankau le dirigió una mirada llena de odio e inspiró profundamente. No percibió el característico olor fuerte y nauseabundo de la sosa cáustica. Volvió a oler el vaso. Petra se había vuelto y miraba hacia otro lado. Entonces Lankau echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír. Ya no notaba el frío del acero contra su oreja y sus alaridos se intensificaron. A sus espaldas, la mujer atada a la silla había empezado a lloriquear de nuevo.
—¡Todo está muy bien! ¡Me juego lo que sea a que no hay sosa cáustica en ese vaso! Al final no has podido hacerlo, ¿eh, Petra? —dijo Lankau mirando hacia su verdugo—. ¿También es algo que habéis acordado, pequeñín? ¡Veamos qué se os ha ocurrido meter en el agua! ¿Sales de baño?
Mientras Lankau seguía riendo, Gerhart miró a Petra, que se mordía el labio.
—¡Ja! —Lankau sacó la lengua y la llevó burlonamente al vaso—. ¡No ha podido hacerlo, querido Gerhart! Tu pichoncito nunca será capaz de hacerlo.
La boca de la pistola abandonó inmediatamente la oreja de Lankau. Los ojos de Gerhart Peuckert parecían febriles e indecisos. Sin ningún objetivo predeterminado, rastrearon la estancia. Al final se encontraron con los de Petra, que lo miraban implorantes.
—¡No lo hagas, Gerhart! ¡Por mí!
Gerhart Peuckert se quedó quieto y perplejo, con la vista fijada en el vaso. Entonces recuperó la calma.
—¡Hazlo ya! —ordenó—. ¡Mete la lengua en el vaso!
Lankau lo miró sonriente y, confiado, llevó la boca al vaso.
Burlona y lenta, la lengua buscó la superficie del fluido. Cuando finalmente lo alcanzó, se movió violenta y espasmódicamente, como en un acto reflejo. La expresión del rostro de Lankau se transformó al instante.
—¡Qué demonios...! —exclamó. Su rostro se encendió, la lengua le iba de un lado a otro, hasta que se la metió en la boca y empezó a escupir y a tragar sin parar. El dolor se abrió paso a través de la carne, la cavidad bucal le ardía. La secreción de saliva era caótica. Al cabo de un momento, empezó a gemir. Los jadeos se fueron haciendo cada vez más frecuentes.
Al principio reprimida, la risa de Gerhart fue creciendo hasta emerger a la superficie. Era hueca y profunda y acompañaba la respiración entrecortada de Lankau, cada vez más dificultosa.
—Así que no se atrevía... ¡Has estado a punto de hacerme dudar! ¿Tienes sed, Lankau? —bramó—. ¡Me parece que tenemos un delicioso vino del Rin en el cobertizo! ¿No fue eso lo que me ofreciste? ¿O a lo mejor prefieres beberte el contenido del vaso? A lo mejor no te parece que huele como de costumbre, pero ¿eso qué más da? Lo importante es el efecto, ¿no es así?
Petra miró a Gerhart con una violencia descontrolada que no había sentido hasta entonces y se alejó de él. En el mismo instante en que lo notó, Gerhart se apartó de Lankau. Los músculos de la mandíbula le latían visiblemente, aunque finalmente logró calmarse y le pasó el vaso con el líquido mortal.
Desde su asiento, Lankau seguía sus movimientos con la mirada sin que el ahogo hubiera disminuido. Gerhart fijó la vista en el marco de la ventana para esquivar los ojos de Petra.
—¡Ya está! —dijo mientras contemplaba el corazón de la manzana que Lankau había dejado. La cogió y la miró cariñosamente, como si mera un delicado ser vivo en miniatura—. Tienes razón —prosiguió—; nadie creerá que haya alguien capaz de suicidarse con sosa cáustica. ¡Ni siquiera tú! Miró fijamente a Lankau y dijo:
¿Qué? ¿Te parece que echemos la vista atrás, Lankau? ¿Recuerdas las noches en el lazareto, cuando hablabais de las mil maneras de acabar con la vida de un hombre? ¿Sólo con ayuda de objetos simples y cotidianos? Agujas de tejer, martillos, trapos húmedos. ¿Recuerdas cómo Kröner y tú os reíais? ¿Cómo intentabais eclipsaros entre vosotros con vuestros repugnantes métodos? Vuestra fantasía no tenía límites.
Gerhart cerró los dedos alrededor de la manzana y dejó vagar la mirada por la estancia. Petra se había quedado quieta, escuchando sus palabras. Jamás imaginó que podrían salir tantas palabras de su boca. Su voz era hermosa; el tono casi frisio. Sin embargo, el momento era vil.
Habría deseado poder prescindir de la frialdad de su mirada.
Ahora que lo pienso, los métodos más sencillos fueron los que más me impresionaron —prosiguió Gerhart jugando con la manzana delante de los ojos de su víctima—. ¡Seguramente sabrás a lo que me estoy refiriendo!
Gerhart sonrió. El tono de la piel de Lankau se oscureció. Pese a que su respiración era silbante y agónica, los ojos parecían despiertos.
—¿No fue Kröner quien inventó ese método? Sin duda lo sabrás tú mejor que yo. Sólo recuerdo la viva descripción de la víctima cuando le metió un pedazo de manzana en la garganta. Tarda un buen rato en agonizar, pero, desde luego, es un método de lo más sencillo. Y nadie sospechará nada. ¡Al fin y al cabo, le puede pasar a cualquiera! ¡Ni asesinato, ni suicidio! Lo más importante es que todo parezca natural, ¿no es así?
La sencillez de la pregunta resultaba aterradora. Era evidente que Gerhart era capaz de llevar a cabo sus amenazas. La sensación que se apoderó de Petra era de impotencia. Cuando Gerhart la había desatado de la prensa de vino, le había asegurado que ya no tendría que temer a Stich y a Kröner. El sentimiento de alivio había sido reconfortante.
Ya no sentía lo mismo.
Pronto la mirada de Lankau se nubló. Hasta entonces, Petra no había detectado la edad en ella. La córnea no tenía brillo, la aponeurosis había adquirido un tono amarillento, Gerhart le dio un mordisco a la manzana. El rostro ancho expresaba incredulidad, la cabeza se fue hacia atrás y los ojos se fijaron en el pedazo de manzana que Gerhart había escupido. Los músculos de la nuca se tensaron y sus brazos empezaron a moverse violentamente. Cuando Gerhart llevó el trozo de manzana a la boca de Lankau con gran determinación, éste respiró profunda y sonoramente y echó la cabeza a un lado. Intentó decir algo y levantó el brazo un palmo de la mesa. Sus ojos tenían un brillo febril.
Incluso antes de que Gerhart pudiera separar los labios, el cuerpo de Lankau se estremeció por última vez. Entonces una expresión de sorpresa atravesó su rostro y su cabeza cayó lentamente hacia adelante, hasta que finalmente la barbilla descansó contra el pecho.
Gerhart lo miró, indeciso. Empujó suavemente la mejilla fláccida de Lankau y vio cómo la cabeza seguía laxamente el movimiento.
Lankau había muerto, aun antes de que hubiera tenido tiempo de consumar su venganza.
Petra se negaba a creer lo que acababa de ver. Un mar de dudas, impotencia, alivio y dolor se propagó por su mente.
Cuando Gerhart se dio cuenta de lo que había pasado, se volvió hacia el otro hombre, que en aquel momento intentaba ordenar las impresiones que acababa de recibir. Sin previo aviso, saltó sobre él llevado por su profunda frustración y dejó que los golpes llovieran sobre su amigo mientras rugía como un animal herido.
El efecto del vodka hizo que Von der Leyen no supiera de dónde le venían los golpes. Estaba demasiado débil para protegerse y cayó sobre Laureen, que sacudía histéricamente la cabeza de un lado a otro.
—¡Basta ya, Gerhart! —gritó Petra a sus espaldas. Cuando finalmente lo agarró del brazo, Gerhart pareció entender lo que pretendía. Dio un paso atrás describiendo una curva y se quedó inmóvil, con los nudillos blancos y la respiración alterada por la excitación. Todavía tenía la pistola en la mano. Era incapaz de calmarse.