La casa del alfabeto (66 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

BOOK: La casa del alfabeto
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—¡Tienen muy buen apetito, esos tres chuchos! —prosiguió Lankau volviendo a mostrar sus dientes manchados—. No tardarían más de dos días en acabarse a una mujer de la envergadura de nuestra pequeña Petra, por no hablar de ti, fideo. Y si resultara que tienen problemas en el primer intento, me sobra espacio en el congelador.

CAPÍTULO 60

Acababa de sonar el timbre cuando Gerhart se disponía a abandonar la casa de Kröner. El chasquido había llegado a sus oídos con una fuerza diabólica. De pronto, le fue difícil reprimir las ganas de llorar. Fuera reinaba el silencio. Alguien esperaba que abriera la puerta.

Y entonces se le abrió el cielo.

Sólo existía en los pocos momentos en que podía descansar escuchando el tono de voz protector de Petra. El cadáver en la bañera, a escasos pasos de él, recuperó el alma y la vida. La pesadilla había sido exorcizada. Las feroces intenciones que abrigaba en cada fibra de su cuerpo, la venganza y la lucha contra la desconfianza y los abusos; aquella voz lo pulverizaba todo.

Sin embargo, la gloria duró poco. De repente se dio cuenta de que la traición siempre está al acecho, siempre está presente. La siguiente frase fue como una punzada infringida a traición. Petra hablaba la lengua que evocaba el dolor y la angustia. Cada palabra, cada timbre de voz que formó en su boca lo desolló dejándolo desprotegido y vulnerable. Era el aliento del mal, que recobraba la vida. Gerhart inclinó la cabeza y se tapó los oídos con las manos. La voz de la otra mujer era aún más aguda y, por tanto, más inquietante. Hablaba aquella lengua sin nitros, de forma punzante y directa. Gerhart se había quedado inmóvil, con las manos apretadas contra los oídos, contando los segundos hasta que sus voces se extinguieron.

La imagen de la mujer menuda y rubia que ocupaba un lugar tan importante en su corazón empezó a centellear y a deformarse. De pronto, le resultaba difícil evocar su sonrisa eterna. Un vértigo creciente lo llevó a escurrirse pared abajo hasta que, al final, se encontró a sí mismo sentado en el suelo del pasillo, con la cabeza apoyada contra la puerta de roble.

Lo que más le apetecía era irse a casa; allí le darían de comer y podría dormir. Su casa era el sanatorio. Allí estaría protegido.

Gerhart sacudió la cabeza y empezó a gimotear. Lo que acababa de oír no quería desaparecer. ¿De quién podría fiarse a partir de ahora? ¿Quién quería hacerle daño?

Todavía quedaba el monstruo de la cara ancha, que lo había maltratado durante tantos años. Kröner ya no estaba para parar los golpes del hombre corpulento. Lankau disfrutaría. Gerhart lo había visto tantas veces. Siempre al acecho, la mirada reluciente de malas intenciones. Un diablo que tiranizaba a los que lo rodeaban. A todos, salvo a Kröner y a Stich, y ahora habían desaparecido. Merecidamente.

Gerhart se disponía a contar la hilera de tablas del revestimiento de madera de la pared cuando de pronto se sintió un poco culpable.

Al cabo de un momento se incorporó y empezó a tensar los músculos, grupo por grupo. Tenía que estar preparado. Para Lankau y el otro. Ahora mismo, no quería pensar en Petra y en la mujer que la acompañaba. Tendría que esperar.

Primero Lankau y luego Amo von der Leyen. El uno lo llevaría al otro. Así de sencillo. Mientras ellos estuvieran vivos, no podría estar seguro de reencontrar la paz y la tranquilidad. Y eso era lo único que deseaba. Como antes, ni más ni menos. Pero ¿cómo? En el sanatorio podría ir a por él y hacerle de todo. Le harían daño y lo obligarían a volver al pasado. Y lo conseguirían.

No podía permitirlo.

El pasado sólo escondía el mal.

Gerhart se incorporó y dejó caer los hombros. El reloj de Kröner dio la media en el salón; había llegado el momento de salir de allí,

Lankau estaba en la hacienda, fueron las últimas palabras de Kröner; en la granja, a las afueras de la ciudad, en medio de las viñas.

Gerhart no recordaba haber andado tanto. Aunque no estaba cansado, el vacío era un acompañante opresivo. Durante innumerables años, hasta donde le alcanzaba la memoria, nunca le había faltado un brazo de apoyo a su lado.

Sobre su cabeza, hacía tiempo que la alfombra estrellada había cubierto el cielo. La bruma y la oscuridad no le asustaban. La luna se posó tibiamente sobre el paisaje. La tierra desprendía un fuerte aroma; pronto llegaría el tiempo de la cosecha.

Para entonces, Stich y Kröner ya serían historia.

Gerhart escuchó el sonido de sus propios pasos. Se encontraba en campo abierto. No había marcha atrás. Por cada paso que daba, el odio hacia aquellos dos hombres crecía. Se subió la gabardina hasta las orejas.

Cuando Arno von der Leyen desapareció, fue una gran desgracia. Sin embargo, los años habían transformado la desgracia; se había encogido. Y, de pronto, había vuelto y ésta se había desatado de nuevo. Por eso tenía que odiarlo. Sin él, todo habría seguido igual.

Petra volvería a perfilarse con nitidez en sus sueños.

Había luz en la casa. Gerhart alzó la mirada. Luz en todas las ventanas, como si estuvieran celebrando una fiesta.

Al llegar a la primera curva del sendero que llevaba a la casa, se echó al suelo y avanzó a rastras. Más de una vez, Lankau se había divertido soltando a los perros cuando tenía invitados en casa. En esas ocasiones, solía plantarse en medio del patio con los brazos en jarras, obligando a los perros a arrastrarse delante de él, mientras los invitados se apresuraban hacia sus coches.

En esas ocasiones, apenas era capaz de ocultar su satisfacción.

Todo estaba en silencio. Incluso los zumbidos de la carretera habían cesado. De pronto, Gerhart profirió un silbido. Los sonidos repentinos y agudos podían hacer enloquecer y romper en ladridos histéricos hasta al más peligroso de los perros, un monstruo infame. Al segundo intento, se sintió convencido de que los perros no se encontraban en la hacienda aquella noche.

La zanja conducía directamente a la parte trasera de los anexos. Gerhart avanzó los últimos metros sobre la tierra húmeda de la zanja y apareció en el patio de la hacienda. Contrariamente a lo que solía ser costumbre en la casa, no estaba iluminado. Gerhart supo que algo no iba bien. La farola siempre estaba encendida cuando había alguien en la casa. Un nuevo y desconocido nerviosismo se propagó por su cuerpo.

No había que pasar por alto las señales de Lankau.

La luz del lavadero se posaba sobre los adoquines con un brillo pálido. No había ningún coche, ni siquiera el de Lankau.

Al cabo de un momento, Gerhart se puso en pie con cautela y miró a su alrededor. Las pequeñas ventanas cuadradas de las distintas secciones de la cabaña de madera podían fácilmente ocultar la mirada furtiva de algún ocupante de la casa. Dio un rápido paso a un lado y alcanzó la puerta del cobertizo.

Gerhart había estado allí en muchas ocasiones. Comparada con la terapia ocupacional clínica y ordenada que le ofrecían en el sanatorio, aquella estancia era Jauja: una confusión de impresiones visuales, útiles de jardinería, herramientas y retales y pedazos de materiales usados. Del colgador, al lado del hilo bramante, solía pender un cuchillo corto que había sido afilado tantas veces que la hoja casi había desaparecido.

Todavía era un cuchillo muy afilado, Gerhart se recostó contra una de las vigas portantes y pasó el dedo por la hoja. Respiraba tranquila y pausadamente. Los contornos del mundo que lo rodeaban estaban a punto de abrirse y hacerse tridimensionales.

El cuchillo no era su única arma. En cuanto se presentara ante Lankau, se mostraría tranquilo y sereno. Haría que la montaña de carne se sintiera superior y seguro de sí mismo. Haría que le hablara de Arno von der Leycn. Tranquilamente.

Y entonces empezaría a hablar con normalidad. Gerhart estaba seguro de que podría hacerlo. De hecho, las palabras le llegaban casi sin vacilación. Se sentía presente y despierto. Las pastillas habían dejado de actuar como un escudo contra los pensamientos.

Finalmente soliviantaría a Lankau hasta dejar al descubierto los rincones más vulnerables de su ser, allí donde resultaba más fácil odiarlo. Y entonces le asestaría el golpe. Ya encontraría los medios para hacerlo. Sólo se llevaba el cuchillo por si acaso, por si surgía algún imprevisto. Gerhart volvió a tensar los músculos uno por uno y respiró profundamente, llegándole así el aroma casi desleído de una cosecha pretérita.

El sonido, parecido al que hace una rata corriendo sobre gravilla, le llegó a través de la oscuridad. El gemido que acompañó la impresión era humano. Gerhart estrujó el cuchillo con fuerza. ¿Había pasado algo por alto? ¿Lo esperaba Lankau en la oscuridad? Se apretujó contra la viga y paseó la mirada por todos los rincones.

La siguiente vez que oyó el ruido supo de dónde procedía. La puerta de la estancia donde se encontraba la prensa no estaba cerrada; de haberse hallado en plena vendimia, eso habría sido totalmente impensable.

Gerhart entró en la estancia y descubrió en seguida la figura blanca echada sobre la hélice de la prensa con ojos implorantes y atemorizados. Cuando aquellos ojos se encontraron con los de él, el miedo se despejó momentáneamente.

Era Petra.

Gerhart se quedó helado.

CAPÍTULO 61

Lankau pasó por encima de Bryan, que estaba tendido en el suelo. A sus espaldas, Laureen se había quedado callada y turbada. La perspectiva de acabar como comida para perros la había dejado paralizada.

De pronto, los restos de la silla de Lankau, objetos arrojadizos durante el combate, fueron arrinconados de un puntapié. Bryan estiró el cuello volviéndolo hacia atrás y vio un par de pieles colgadas en la pared. Entre las dos pieles había un tirador casi invisible, pintado del mismo color que la pared. Cuando Lankau lo bajó, el clic de la cerradura fue seguido por un soplo de aire fresco. El cambio de aire a punto estuvo de provocarle un desmayo. La puerta oculta descubrió el crepúsculo y la luna saliente. Lankau accionó un interruptor situado en el exterior de la casa. Un mar de luz descubrió una gran cantidad de detalles nítidos a las instalaciones en el exterior.

Bryan sintió por fin que la Kenju se había acomodado en su mano izquierda. Tendría que girar el cuerpo e incorporarse para encontrar el ángulo adecuado, si quería hacerse ilusiones de dar en el blanco. Era casi imposible disparar un tiro efectivo en ángulo descendiente y agudo cuando la mano estaba atada a la altura de la cadera. Bryan se volvió lentamente hacia la puerta que daba a la terraza, esperando que cuando Lankau volviera a entrar, después de admirar las instalaciones elegantes, lo hiciera de espaldas. A su lado, Laureen había dejado prácticamente de respirar.

La distancia que lo separaba de Lankau cuando éste entró por la puerta era de menos de cuatro metros. Sonó el disparo en el preciso instante en que Lankau se disponía a volverse.

El chasquido de la bala al impactar en la viga al lado de su cabeza lo hizo mirar atrás, sorprendido.

Cuando cayó el siguiente disparo, Lankau ya había desaparecido en el mar de luz.

—¿Lo alcanzaste? —preguntó Laureen en un tono de voz ligeramente histérico. Había hiperventilado durante un par de segundos antes de atreverse a abrir la boca—. ¡Nos matará, Bryan! —prosiguió, empezando a lloriquear.

Bryan dudaba. A lo mejor lo había alcanzado el segundo disparo. Se volvió hacia la ventana que daba a la carretera. Lo único que vio fueron las siluetas tenues de unos árboles altos.

Durante un buen rato, Bryan estuvo convencido de que Lankau esperaba escondido en algún lugar. En realidad, no le hacía falta hacer otra cosa. Aunque Bryan tenía un comodín en la mano, su situación no era buena. Laureen siempre sería una arma que Lankau podría utilizar en su contra. Si se alejaba de su esposa, Lankau no tardaría en precipitarse sobre ella. Habría utilizado el comodín en vano. Y qué más daba. De todos modos, su movilidad estaba fuertemente limitada al tener las piernas atadas; los brazos no le servirían de mucho.

Con el último resuello de Laureen se hizo el silencio. Se empezaba a oír el aleteo lejano de los pájaros nocturnos. El zumbido de la depuradora de la piscina era el sonido más cercano. Ninguna respiración, ningún movimiento, ninguna señal de vida allá fuera, al otro lado de la extraña puerta.

—Nos va a matar, Bryan —repitió Laureen, esta vez en voz baja. Se sobresaltó cuando Bryan la hizo callar con un siseo. No cabía duda, la puerta principal se había abierto. No se había oído, pero la comente de aire que de pronto recorrió la estancia lo corroboró.

Bryan se volvió sobre la espalda e intentó apuntar hacia la puerta del pasillo. La idea de que Lankau pudiera tener una arma de fuego escondida en algún lugar le heló la sangre. En el preciso instante en que apareció la silueta en la puerta, Bryan disparó. El marco se hizo astillas con un crujido. El agujero que dejó la bala era del tamaño de una taza de té.

En cuanto la silueta cobró forma, Bryan sintió que su corazón dejaba de latir. El dedo en el gatillo se le paralizó, marchito, despojado de voluntad e intención.

Podría haberse caído al suelo.

Totalmente iluminado por la luz del exterior apareció el hombre por el que había llorado durante toda una vida, en el que había pensado, al que se había sacrificado sumiéndose en un abismal sentimiento de añoranza. El hermano que hacía tanto tiempo que había perdido. El amigo al que había fallado, abandonado y traicionado.

El lóbulo partido de la oreja fue lo primero que Bryan vio. Era James.

De pronto lo tenía delante, como un espectro, mirándolo fijamente a los ojos. Apenas había envejecido, simplemente estaba cambiado. Ni siquiera había temblado cuando cayó el disparo. Simplemente se había quedado inmóvil, intentando comprender lo que estaba viendo.

Cuando avanzó, Bryan tartamudeó su nombre varias veces.

Laureen había vuelto a dejar de respirar. Alternaba la mirada entre el extraño en el vano de la puerta y la terraza.

Bryan había dejado de percibir la presencia de Laureen. La mano que sostenía la Kenju había dejado de obedecerle, las lágrimas habían cegado sus ojos.

—¡James! —masculló.

Mientras el espectro del pasado se arrodillaba, Bryan intentó empaparse de cada uno de sus rasgos, como si fuera a desaparecer tan de prisa como había aparecido. «¡Estás vivo!», reían sus ojos.

El hombre, en cambio, no expresaba nada.

James miró a Laureen y luego volvió la mirada hacia la puerta. Un instante después volvió la cabeza y miró a Bryan a los ojos, pero su mirada estaba muerta.

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