Hacía tan sólo un día que Bryan había recibido su último electrochoque y por eso todavía le resultaba difícil clasificar las impresiones. Todo aquel despropósito lo confundía. ¿Cómo era posible que alguien fuera capaz de entender lo que aquella voz histérica proclamaba a gritos en aquella reproducción metálica? Incluso el homenaje brindado a las amas de casa, novias y jubilados que habían dejado atrás, a través de los conciertos solicitados de los domingos, parecían ser una simple continuación del tratamiento de electrochoques.
Sin embargo, a todo el mundo le encantaba aquello y vibraban sonrientes con la música. Música de opereta y bandas sonoras de películas,
Zarah Leander
y
Es geht alies Vorüber.
En días como aquéllos, podía llegar a creer que la guerra jamás había empezado.
Pero había días en que asomaba la duda.
«¡Todo irá bien!», se había obligado a pensar Bryan, la primera vez que lo condujeron a través de las puertas acristaladas hasta el pasillo.
Eran muchos los que ya habían visitado los consultorios. Y aunque volvían algo débiles y permanecían tumbados en la cama sin dar señales de vida durante muchas horas después, se recuperaban y no parecían sufrir daños irreparables.
Había un total de seis puertas en el pasillo, además de la puerta giratoria de la sala que Bryan, hasta entonces, sólo conocía por dentro. En los dos extremos había salidas, al fondo y a la izquierda estaba la sala de estar de las enfermeras y del personal auxiliar, y más allá, la puerta de la sala de tratamientos y otras dos, que Bryan suponía que conducían a la zona de los médicos.
En la penúltima sala esperaban varios enfermeros y médicos. Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, lo habían atado brutalmente a una camilla, le habían suministrado una inyección y le habían aplicado unos electrodos en las sienes. Las ondas eléctricas lo paralizaron instantáneamente y redujeron todos sus sentidos durante varios días.
Por regla general, las series de tratamientos consistían en un máximo de un tratamiento por semana durante cuatro o cinco semanas, seguido por un período de reposo. Bryan todavía no sabía si repetirían el tratamiento, pero algo le decía que sí, puesto que los primeros pacientes habían iniciado una nueva serie de tratamientos después de una pausa de un mes. Durante los períodos de descanso les suministraban pastillas; siempre las mismas, una o dos al día por hombre.
Bryan tenía miedo de lo que un tratamiento como aquél podía suponer. Las imágenes a las que se había aferrado hasta entonces habían ido desapareciendo lentamente de su conciencia. La idea de volver a ver a sus seres queridos, de poder hablar con James o, sencillamente, de dar un paseo sin ser vigilado en medio de la lluvia gris, se iba desvaneciendo. La memoria le jugaba malas pasadas y había días en los que le venía a la mente algún recuerdo de su infancia en Dover y otros en los que apenas era capaz de recordar su propio aspecto.
Los planes de evasión morían antes de que hubiera terminado de concebirlos.
También empezaba a disminuir su apetito. A medida que pasaban tas semanas y, con ellas, las sesiones de ducha semanales, Bryan iba constatando cómo las caderas y las costillas se perfilaban cada vez más debajo de la piel. No era porque no le gustara la comida, de hecho, a veces resultaba incluso deliciosa, sobre todo cuando les servían crepés de patatas y gullash, sopa o compota de frutas en conserva, pero le faltaban las ganas de comer. Cuando finalizaba una tanda de electrochoques y el cuerpo pedía energía a gritos, Bryan era capaz de devolver con sólo pensar en la papilla de avena y la rebanada de pan negro con margarina de! desayuno. Entonces solía dejar el plato intacto y nadie se lo retraía. Únicamente lograba tragarse los sandwiches de la cena recubiertos de restos de la comida y, rara vez, de embutido y queso, y eso sólo si le permitían tomarse su tiempo.
Y allí estaba James, en su esquina, dejando pasar los días, escuchando, soñando y toqueteando el pañuelo de Jill, que siempre tenía al alcance de la mano. Debajo del jergón, debajo de la sábana o debajo del camisón.
Durante las primeras semanas no abandonaron ni una sola vez sus camas. Sin embargo, a medida que se fue haciendo habitual que los pacientes se dirigieran a los lavabos del final del pasillo por cuenta propia, también los enfermeros empezaron a tardar más en traer los orinales. Bryan amplió su vocabulario con las palabras
«Schieber, Schieber»,
pero aún así, el tiempo de espera llegaba a hacerse insoportable hasta que se oía el traqueteo de la tapa en el lavadero y alguien introducía el orinal de esmalte por debajo de la manta-James fue el primero en levantarse. De pronto, una mañana sacó los pies por el borde de la cama y empezó a pasearse de cama en cama recogiendo la vajilla y depositándola sobre la mesa con ruedas. Bryan contuvo la respiración. Con qué perfección hacía su papel de demente, dando saltitos con aquellos calcetines que llevaba tan bajados que apenas le cubrían los tobillos. Los brazos totalmente pegados al cuerpo, de manera que sus movimientos se volvieran desmañados, el cuello rígido, para que tuviera que girar todo el cuerpo, cada vez que su mirada atrapaba algo nuevo.
Bryan se alegró de la movilidad que había conseguido James. Así, pronto podrían restablecer el contacto.
Pocos días después, James fue separado de la tarea que se había impuesto por su vecino. En cuanto James empezó a desplazarse por la sala, el grandullón de la cara picada de viruela saltó de la cama y se puso a contemplar la recogida. Entonces cogió a James por los hombros y le acarició el pelo, tras lo cual lo condujo con determinación de vuelta a la cama y, una vez allí, le hundió la cara en la almohada. A partir de aquel día sería el del rostro picado quien ayudaría a los enfermeros y cuidaría de los pacientes cuando se presentara la ocasión.
Sobre todo James era objeto de la atención del grandullón y si a James se le caía la almohada al suelo durante la noche o una miga durante la cena, éste saltaba solícitamente de la cama y recogía lo que se hubiera caído.
En un principio, aquel hombre había ocupado la cama que se encontraba justo enfrente de la de Bryan, pero el día en que el primer vecino de James fue trasladado a la capilla, cambió de lecho por iniciativa propia. Al principio, algunas de las enfermeras más jóvenes intentaron devolverlo a su sitio, pero entonces el hombretón los agarraba de los brazos con sus enormes garras y empezaba a gimotear de una manera tan lastimosa que acabaron por desistir. Cuando finalmente apareció la jefa de enfermeras, el de la cara picada ya dormía tranquilamente en su nueva cama.
Y ella se lo permitió.
Tras este intento fallido de hacerse con una tarea fija. James sólo salía de la cama cuando tenía que ir al baño.
La primera vez que Bryan salió de la cama por cuenta propia fue un par de días después de una sesión de electrochoque.
Durante la habitual ablución de brazos y cabeza que su familia acostumbraba denominar desdeñosamente «cuello alto y mangas largas», Bryan se había mareado y había empezado a vomitar descontroladamente, provocando que la palangana se volcara y gran parte del agua jabonosa y la pastilla de jabón hecha de polvos para fregar y serrín se partiera por la mitad y se desparramara por el suelo. En ese mismo instante, una de las enfermeras más viejas entró en la sala. En lugar de ayudar a Bryan, empezó a maldecirlo por haber volcado el agua que ahora se escurría por el suelo, formando una banda oscura. Entonces lo arrastró hasta el otro extremo de la sala, lejos de los consultorios, mientras Bryan fue dando tropezones y dejando vómitos a su paso por el suelo recién fregado.
En la estancia blanca y cubierta de baldosas, la luz entraba por una enorme ventana empernada que mostraba otros edificios del complejo y algunas colinas cubiertas de nieve. Sin mediar ni una sola palabra, la enfermera lo encerró en un lavabo. Bryan cayó pesadamente de rodillas delante de la taza y devolvió los restos de su mareo con un hondo gemido. Cuando los calambres en el estómago hubieron remitido, Bryan se sentó sobre la fría taza de porcelana y echó un vistazo a su alrededor.
No había ninguna ventana en el lavabo que le procurara luz suficiente. Una vez hubo examinado cada pequeño desconchado o rasguño, se estiró en el suelo y escudriñó la habitación de arriba abajo lo mejor que pudo. El tabique se soportaba en unas barras de metal oxidadas que estaban empotradas en el suelo de terrazo y al otro lado había un lavabo más y luego una pared. En la pared contraria había una puerta estrecha que daba al almacén donde las enfermeras guardaban la ropa de cama, y la mujer de la limpieza, la escoba y el cubo. Bryan las había visto llevar y traer utensilios y ropa blanca. Por tanto, la habitación de la esquina debía de estar inundada de luz y la puerta que había al lado de la ventana debía de dar al lavadero.
Pasaron a por él inmediatamente antes de la visita médica, prestándole tanta atención y tantos mimos que Bryan no pudo hacer más que corresponderles con una sonrisa.
A partir de entonces, Bryan empezó a levantarse de la cama varias veces al día. Durante los primeros días intentó ponerse en contacto con James y no tardaba mucho más de un par de segundos en seguirlo cuando éste hacía ademán de dirigirse al baño. Sin embargo, no sirvió de nada. Por idónea que pareciera la ocasión, James siempre se escurría y cambiaba de dirección en cuanto veía que Bryan se acercaba a él.
Otras veces, generalmente después del chequeo de control de la tarde, cuando solía reinar la calma en la sala, Bryan intentaba en vano intercambiar alguna mirada con James mientras se paseaba tranquilamente entre las camas sin un cometido determinado.
Al final, James sólo se levantaba de la cama cuando Bryan dormía.
Sencillamente, no quería tener nada que ver con él.
Gracias al Hombre Calendario, el tiempo no seguía su propio curso. Al Hombre Calendario, pues así era como llamaba Bryan para sus adentros al hombre que ocupaba la cama situada enfrente de la de James, en la misma hilera que Bryan. Él era quien había agitado su piernas cortas sobre la camilla de Bryan durante el viaje en camión. Un hombrecito alegre que nunca abría la boca y que siempre se quedaba en cama y cuyo único quehacer y obligación diaria consistía en anotar la fecha en su expediente. Durante mucho tiempo, las enfermeras rabiaron contra su obsesión y solían castigarlo reduciendo sus raciones y contando mentiras sobre él durante las visitas médicas para que los médicos creyeran que era totalmente incontrolable y lo trataran con mayor dureza de la estrictamente necesaria. Por ello podía ocurrir de vez en cuando, después de haber recibido un electro-choque, que el hombrecillo se mantuviera tieso como un arco en la cama, echado hacia atrás y convulsionado por los calambres que recorrían su pequeño cuerpo.
Su salvación llegó con un nuevo cargamento de pacientes que de pronto un día apareció en el patio, de camino a uno de los bloques traseros. Este grupo de heridos iba acompañado por tres jóvenes enfermeras que más tarde reemplazarían a algunas de las que mayor empeño ponían en mortificar al Hombre Calendario. Transcurridos un par de días, la más delgada de las jóvenes, seguramente un poco menor que Bryan y James, le regaló un pequeño cuaderno de papel grisáceo y basto y clavó una pequeña tachuela sobre la cabecera de la cama para que sus apuntes diarios pudieran ser admirados por todo aquel que pasara por su lado.
Bryan no acababa de entender cómo el Hombre Calendario lograba distinguir un día del otro después de una tanda de electrochoques. Simplemente constataba que los días perdidos eran recuperados milagrosamente con una exactitud deslumbrante.
A pesar de que estaban en el mes de abril, la humedad seguía atenazando la sala y todavía permitían que los pacientes se cubrieran con dos mantas por la noche. Bryan nunca se quitaba los calcetines e intentaba protegerse lo mejor que podía de la corriente fría que se colaba a través de las contraventanas a prueba de bombas y se escurría por los cabezales de las camas. Últimamente, muchos se habían resfriado y no dejaban de temblar y de toser.
Por lo visto, el hombre de la cara picada de viruela apenas notaba el frío y se dirigió, por tercera vez aquella misma noche, a la cama de Bryan para estrujarlo entre las mantas. El viento se había serenado ligeramente y la sala estaba en silencio. Bryan cerró los ojos y notó cómo las dos enormes manos introducían cuidadosamente la manta por debajo de su cuerpo y le acariciaban la frente como si en vez de zarpas fueran patitas de gato. Entonces zarandeó a Bryan ligeramente y le pellizcó la mejilla como si fuera un bebé, hasta que éste abrió los ojos y le devolvió la sonrisa. De repente, el hombretón le susurró unas pocas palabras al oído y su cara se transformó por un instante; una mirada cautelosa y despierta que, como un rayo, abarcó cada una de las facciones de la cara de Bryan, que al instante volvió a relajarse y a debilitarse. Entonces se volvió hacia el vecino de Bryan, le acarició la mejilla y le dijo:
«¡Gut, guuut!»
Finalmente se sentó en una de las sillas del pasillo y dirigió la mirada hacia la cama de James. Los dos pacientes que ocupaban las camas contiguas a la del hombretón alzaron la cabeza y sus siluetas se dibujaron nítidamente contra la luz de la luna que entraba por la ventana. También ellos observaban a James, que estaba tumbado en la cama.
Bryan miró de reojo por encima de la punta de la nariz y paseó la vista por la sala. Por lo que alcanzó a observar, el resto de los pacientes dormían. Le llegaron unos sonidos silbantes e intermitentes, acompañados por las sombras de los dos hombres que volvían a recostarse en sus camas. Volvieron a oírse unos sonidos silbantes y el malestar se apoderó de Bryan, disipando el sueño que había estado a punto de conciliar.
¿Eran unos débiles susurros o el viento y los cristales de las ventanas, que vibraban?
A la mañana siguiente, el hombretón seguía sentado en la silla. El paciente que los afeitaba cada dos días había entrado a gatas mientras aún dormían, y al ver a aquel individuo roncando con la cabeza apoyada en el pecho, había prorrumpido en una risa tan estrepitosa que la enfermera de guardia había acudido corriendo para llevárselo de vuelta a su sección a toda prisa. La enfermera le propinó un collazo al hombretón y sacudió la cabeza cuando, él intentó aplacarla precipitándose hacia el pasillo en busca de su delantal.