Mientras tanto, unos hombres colocaban unas mesas delante de los cortinajes. El oficial se había quitado el abrigo y estaba sentado entre otros oficiales de seguridad y representantes del cuerpo médico. Ya no quedaba ninguna mujer entre ellos.
Al oír su nombre, uno de los pacientes del grupo dio un respingo. Un soldado se encargó de llevarlo ante la comisión investigadora. Llamaron a varios por su nombre, pero ninguno reaccionó y uno de los oficiales consultó su lista y empezó a llamarlos por el número que, según dedujo Bryan, correspondía al camisón que les había sido asignado. Cuando le llegara el turno, Bryan esperaba poder distinguir el suyo. Prestó atención a los números. Cuando todo empezaba a darle vueltas en la cabeza, un oficial lo señaló con el dedo y un soldado lo arrastró hasta la cofa que se había formado.
James fue uno de los últimos en ser llamado. Seguramente los habían llamado por orden alfabético, muy en la línea de la habitual eficacia prusiana. También tuvieron que arrastrar a James a la cola.
Los pobres desgraciados permanecían unos dos o tres minutos detrás del cortinaje antes de ser trasladados a la pared del fondo, donde volvían a formar una fila siguiendo el orden antes establecido. No parecían haber sido sometidos a vejaciones, sino que adoptaban la posición de firmes de una manera ridícula y exagerada, con una expresión extrañamente vacía en sus rostros mortecinos.
De detrás de los cortinajes llegaban susurros apagados, crujidos y agitación. Uno de los pacientes profería sus respuestas como si se tratara de órdenes, lo que hizo que un par de los enlamas que aguardaban su turno dieran un taconazo y adoptaran la posición de firmes sacando pecho.
Detrás de la lona verde y descolorida, un oficial repasaba el historial de Bryan sentado detrás de una mesa escritorio coja, mientras un médico que estaba de pie intentaba echarle un vistazo por encima de su hombro. El soldado que lo había traído sentó a Bryan de un empujón en una silla delante de la mesa y salió. A medida que el dedo del oficial iba bajando por la página del historial, la actitud de los dos hombres fue cambiando. Inclinaron la cabeza amablemente y le hablaron en un tono respetuoso. Mientras, Bryan intentaba controlar el miedo y el desasosiego a los que su cuerpo estaba a punto de ceder. Aunque ahora le sonreían, su actitud podía cambiar en cuestión de segundos, y aquellos hombres podían convertirse en sus verdugos.
Las preguntas que le hicieron flotaron en el aire sin recibir respuesta. El oficial estaba a punto de perder la paciencia y sus dedos habían empezado a tamborilear contra el borde de la mesa. Entonces dirigió la mirada hacia el médico, que inmediatamente agarró la muñeca de Bryan para tomarle el pulso. Luego dirigió una linterna a sus ojos, le golpeó la cara y volvió a encender la linterna. Bryan estaba sobrecogido por el miedo y ni siquiera se dio cuenta de que el médico lo había rodeado. El repentino chasquido de manos que restalló delante de su cara lo hizo parpadear y encoger los hombros en un respingo que recorrió todo su cuerpo. Sin embargo, a los dos hombres que lo tenían en observación no les sorprendió su reacción.
El médico se colocó detrás del oficial, que había vuelto a alzar la vista de los documentos, giró sobre las puntas de los pies, agarró un objeto que había sobre la mesa y, en un solo movimiento, lo arrojó contra Bryan. Aunque lo hubiera intentado, Bryan no podría haberlo esquivado. Un dolor en la nariz le hizo abrir los ojos de par en par.
Por lo demás, ni se inmutó. De la cabina contigua se oyó un golpe que provocó los quejidos del paciente, seguido por otro que lo hizo enmudecer. El oficial de seguridad sonrió a Bryan y se giró hacia el médico, a quien le hizo una consulta. El médico contestó con tal prontitud y precipitación que Bryan ni siquiera habría sido capaz de captar sus palabras si las hubiera pronunciado en su lengua. El oficial se encogió de hombros y se puso en pie cuando condujeron a Bryan junto a los demás pacientes.
Al traspasar el cortinaje, Bryan se encontró cara a cara con James, que todavía aguardaba su turno en la, por entonces, corta cola. El camisón, totalmente empapado, seguía pegado a su cuerpo. Justo debajo del escote se dibujaba una sombra negra. Bryan se quedó helado. James había vuelto a ponerse el pañuelo de Jill. A pesar de que se trataba de una locura peligrosísima, James parecía estar relajado y tranquilo. Pero Bryan sabía lo que le estaba pasando. Bajo aquella apariencia, bajo la apatía que atravesaba su rostro, brillaba el terror. Todos sus sentidos estaban alerta. Despojado de su talismán, James no tendría nada a lo que agarrarse.
Sin embargo, también podía significar su muerte si no se deshacía de él.
«De acuerdo», musitó Bryan entre dientes, pero James se limitó a sacudir la cabeza quedamente y dio un paso adelante siguiendo los movimientos de los demás que conformaban la cola.
Finalmente, el oficial de seguridad en jefe se puso en pie y con un gesto de la mano dio a entender al pequeño grupo de la esquina, compuesto por los que habían cogido una manta durante la noche, que formaran delante de la cabina más cercana a la puerta.
Detrás del cortinaje restallaron algunas descargas coléricas y la lona empezó a moverse como si alguien peleara detrás de ella. El rostro del jefe de seguridad estaba ardiendo cuando descorrieron el cortinaje de un tirón y sacaron al interrogado a rastras. En su rostro se dibujaban visiblemente el dolor y el miedo.
Acudieron dos guardias en ayuda del oficial y agarraron al hombre por los brazos. El pobre desgraciado repasó al grupo de hombres apáticos que se habían congregado a su alrededor, buscando en vano algo a lo que aferrarse. Bryan lo miró con los ojos desenfocados. La sangre corría por su frente; también a él lo habían golpeado con un objeto. Tal vez había cometido el grave error de intentar zafarse.
El jefe se sentó pesadamente en una de las esquinas de la mesa que tenía a sus espaldas y, con una sonrisa cruel dibujada en los labios, siguió a los guardias con la mirada mientras arrastraban al paciente hasta el centro de la sala para que todos pudieran ver a la víctima de cerca. Entonces borró la sonrisa de sus labios, aspiró profundamente como para concentrarse y, con un rugido salvaje, lanzó su acusación a las hileras de hombres que volvían a agitarse. Las palabras salían a borbotones de la boca de aquel hombre furibundo que mantenía las manos detrás de la espalda mientras se balanceaba hacia adelante y hacia atrás. Hubo una única palabra sobre la que Bryan no tuvo ni la más mínima duda.
«¡Simulación!»
El hombre tembloroso abandonó su temblequeo al oír esa acusación y dejó caer la cabeza sobre el pecho, consciente de su culpa y desenmascarado, listo para recibir su castigo.
De pronto, el oficial se detuvo en medio de su acceso de rabia y, todo jovialidad, extendió los brazos mientras hablaba empleando un tono suave y complaciente a su público. Bryan alcanzó a entender que estaba intentando convencer a los demás posibles simuladores para que se entregaran; que no les pasaría nada siempre y cuando lo hicieran inmediatamente, mientras todavía estaban a tiempo.
Resultaba imposible mirar hacia donde estaba James, y aún más imposible era entregarse, mientras ese monstruo negro siguiera examinándolos de aquella manera. «¡No vamos a entregarnos, James!», imploró Bryan para sus adentros, dirigiéndose sobre todo a sí mismo.
El oficial estuvo esperando solícito y sonriente a que se produjera alguna reacción en el grupo el tiempo que tardó Bryan en rezar un padrenuestro. De pronto dio un paso adelante y se colocó detrás del culpable, desenfundó su pistola y ejecutó al delincuente con un tiro en la nuca antes de que tuviera siquiera tiempo de gritar.
Nadie reaccionó, ni con un respingo. Un chorro de sangre brotó de la nuca del hombre y se escurrió por el suelo hasta llegar a los pies de James. Bryan lo había seguido disimuladamente con los ojos. James se había quedado paralizado, su rostro estaba pálido, aunque no mucho más de lo que cabía esperar tras permanecer tanto tiempo en posición de firmes.
Los dos guardias agarraron el cadáver y lo arrastraron por el suelo. Uno de los médicos seguía tapándose la cara con las manos en un reflejo retardado del
shock
que había sufrido. Cuando finalmente logró reponerse, sus protestas sonaron hueras y pusilánimes. El oficial de seguridad giró sobre los talones de sus botas como un trompo. No se escribiría ningún informe sobre ese asunto. Las protestas quedaban así descartadas.
Bryan contó los segundos durante los que James permaneció detrás del cortinaje. Cuando llegó a dos mil, los soldados volvieron a sacar a James, distante y apático. El hombre que debía entrar detrás de él no se movió ni se inmutó por la llamada del médico que sostenía el cortinaje. Cuando los soldados lo asieron por los brazos para ponerlo en pie, se desplomó en el suelo. Entonces los guardias optaron por agarrar al siguiente en la cola, al que arrastraron sorteando el cuerpo del que se había desplomado y que seguía gimoteando, aferrado a un nombre que repetía una y otra vez y que Bryan ya lo había oído decir antes. ¿Quién sabe si se trataba de una novia, de su esposa, de su madre o tal vez de su hija?
A unos pocos pasos de allí, James volvía a canturrear lenta y sordamente. Su vecino, un hombre enjuto con los ojos inyectados en sangre, parecía estar concentrado en algún pensamiento. Prisionero en su camisa de fuerza, dejaba que la orina goteara sobre el camisón, cada vez más húmedo y oscurecido por el líquido amarillento.
Sin duda había bebido con demasiada avidez del agua de la ducha mientras estuvo debajo de ella con los ojos abiertos, pensó Bryan.
Se despertó sobresaltado. Alguien había gritado: «¡Dejadme en paz!» A lo mejor había sido él, ya que lo había entendido. La sangre se heló en sus venas al pensarlo y dirigió la mirada a la enfermera que acababa de atenderlo. Eso quería decir que sólo había estado ausente un instante. La enfermera llenó un vaso más de agua e introdujo dos pastillas en la boca de su vecino. No había oído nada. Tal vez sólo fuera un sueño.
La sección estaba en calma. Bryan echó un vistazo a su alrededor cautelosamente y maldijo el segundo en que él y James se habían separado, de camino a los barracones de madera. De no haber sido así, ahora estarían uno al lado del otro. Sin duda, la situación habría resultado más reconfortante. Tal como estaban las cosas ahora, Bryan se encontraba en la cama número cinco, a la izquierda de la puerta, mientras que James estaba en la otra punta, en el lado opuesto. Doce camas en el lado de Bryan y diez en el de James; teniendo en cuenta las dimensiones de la sección, sobraban seis.
Sólo había medio metro de distancia entre las camas que, además, estaban colocadas a una distancia aleatoria de la pared, algunas de ellas delante de una ventana, otras entre dos ventanas, y la mayoría, ni una cosa ni otra. La impresión era de desorden total.
Ese local, de techos altos de color verde claro, de tal vez unos veinte metros de largo por diez de ancho, conformaba, tal como estaban las cosas, todo su mundo.
Además de la cama, sus pertenencias terrenales se limitaban a una silla descascarillada colocada en medio del pasillo central junto con otras veintidós, un camisón, un par de zapatillas y un batín de una tela muy fina.
Aparte de cuatro camas que estaban ocupadas por heridos inconscientes envueltos en vendas, la sección se fue llenando de soldados provenientes del mismo transporte, a los que se les ordenó meterse en la cama que casualmente tenían delante. Un par de soldados se dejaron los zapatos puestos en la cama y lograron revolver la ropa de cama antes de que las enfermeras hubieran acabado la ronda de distribución de medicamentos. Se les suministró dos pastillas blancas a cada uno, que debían tragar con un sorbo de agua de un vaso que iba pasando de mano en mano y que las enfermeras rellenaban a medida que se vaciaba con el agua de una jarra blanca de esmalte.
Las enfermeras estaban a punto de concluir la ronda.
El olor indefinido de la primera comida no resultaba demasiado apetitoso, aunque sí despertó el apetito de Bryan, que llevaba días sin osar siquiera pensar en comida, pero cuya boca, de pronto, se fue llenando de saliva, convirtiendo los últimos minutos de espera en una verdadera tortura.
Los grumos que cubrían el plato de esmalte parecían apio pero no tenían sabor. Tal vez se tratara de colinabo, Bryan no sabría decirlo. La familia Young estaba acostumbrada a otro tipo de comida.
El ávido rascar de las cucharas en el plato y el mascar casi animal de los hombres se fue propagando por la sala como un incendio, dejando entender a Bryan que no se habían paralizado todos los sentidos de aquellos seres.
El plato de James ya estaba vacío y se balanceaba peligrosamente en el borde de la cama. La respiración pesada y el rostro relajado eran Una prueba irrefutable de la capacidad de adaptación del ser humano. Bryan envidiaba a James su sueño tranquilo. El miedo que tenía a ser descubierto lo atenazaba. Una sola palabra, y acabaría como el pobre de la sala de gimnasia que ahora estaba repantigado en la nieve, entre los barracones; lo habían visto al pasar,
Un sabor dulzón se mezcló con la insipidez del colinabo y un mareo creciente se fue introduciendo en la secuencia de ideas de Bryan. Las pastillas estaban surtiendo efecto. Así pues, acabaría por dormirse, lo quisiera o no.
El vecino de la derecha estaba de lado, con la mirada fija en la almohada de Bryan. De debajo de la manta, aparentemente sin que él se diera cuenta, surgía el estruendo repetido y ahogado de los gases que emitía.
Ésta fue la última impresión que tuvo Bryan antes de que el sueño lo venciera definitivamente.
En el día conmemorativo de los héroes se les concedió el derecho a escuchar el discurso de Hitler; fue la primera vez en los dos meses que llevaban ingresados en aquel lazareto. Con motivo de dicha conmemoración habían subido la calefacción y encendido todas las lámparas del techo. Los camilleros llevaron unos cables a través de la sala hasta un pequeño altavoz que habían depositado sobre la mesa del fondo.
Se respiraba un aire rebosante de expectación por todos lados y los enfermos no dejaban de moverse de un lado a otro de la sala. Mientras habló el Führer, la mayoría de las enfermeras se mantuvieron quietas, con los brazos cruzados, escuchando sus palabras, sonrientes y embelesadas. El hombre que Bryan tenía a su izquierda tan sólo llevaba un par de días consciente y no se enteraba de nada, mientras que la mirada del que se hallaba a su derecha parecía más salvaje que de costumbre. Este último empezó a aplaudir desenfrenadamente y no paró hasta que un enfermero le ordenó rudamente que dejara de hacerlo.