Cuando llegaron a un tramo más llano, unos cientos de metros más abajo, Bryan miró hacia atrás rápidamente. James corría detrás de él como si todas sus articulaciones se hubieran congelado, con los dedos tiesos y la nuca hacia atrás. A sus espaldas, la marea de soldados se diseminaba por la pendiente deslizándose sobre las espaldas por el primer y abrupto tramo del terraplén.
Los soldados se retrasaron ligeramente y los disparos cesaron durante unos preciosos segundos. Cuando volvieron a disparar, el blanco había desaparecido. ¡A lo mejor los cerdos se habían cansado! O tal vez delegarían el resto del trabajo en los perros.
Las ágiles y flacas máquinas mortíferas abandonaron ladrando sus cuerdas de acuerdo con el adiestramiento que habían recibido, silenciosamente y sin demora.
Cuando Bryan alcanzó el final de la pendiente, dispuso de una amplia visión a ambos lados, iluminada por la pálida luz de) amanecer.
Por las vías se estaban acercando dos convoyes, uno desde cada lado, lo que les impedía desaparecer entre los setos de abrigo, al otro lado de las vías del tren. Un poderoso estampido hizo estremecerse a Bryan. Todavía a la carrera, James había alcanzado a sacar su revólver Enfield. Una mancha negra en la nieve a cierta distancia atestiguaba que James había herido a un perro que se había abalanzado sobre él.
Los otros tres perros se desviaron instintivamente hacia el rastro que iban dejando los dos hombres, dispuestos a lanzarse sobre la espalda de James.
Uno de ellos, un pastor alemán, se había soltado, sediento de sangre, dejando atrás a su guía y la cadena que le colgaba entre las patas aminoraba su avance ligeramente en relación a los dóberman que lo precedían.
La nieve volvió a levantarse en remolinos alrededor de Bryan y James. Las descargas dispersas terminarían alcanzándolos antes o después.
Volvió a oírse el revólver de James. Bryan manoseó la solapa de la funda de su revólver y asió la culata. Entonces se echó a un lado y apuntó mientras James lo adelantaba.
En un segundo fatal, el perro que James acababa de herir se dejó distraer por la maniobra de Bryan y cerró las mandíbulas en el aire en el mismo instante en que sonó el disparo. El animal dio algunas volteretas antes de quedarse totalmente inmóvil. Los demás chuchos no dudaron en lanzarse sobre Bryan, tal como habían aprendido a hacerlo: contra el pecho y los brazos. Bryan se dejó tumbar y disparó contra uno de ellos en el momento en que le caía encima, sin que alcanzara a herirlo de forma efectiva.
Con la culata del revólver golpeó con fuerza en la nuca al pastor alemán que le colgaba del brazo izquierdo, y el perro cayó muerto a tierra. Bryan se incorporó rápidamente e hizo frente al primer animal que ya saltaba sobre él.
En el mismo segundo en que su mandíbula se cerraba alrededor de la manga de Bryan, el perro empezó a zarandear a su víctima. No tenía intención de soltarla mientras siguiera vivo. Un fuerte puntapié lo hizo volar por los aires, brindándole así la ocasión a Bryan de girar la mano y a su vez disparar contra la bestia. En el momento en que el cuerpo del animal se desplomó, Bryan resbaló y el revólver se le escapó de la mano. Volvieron a sonar las ametralladoras. Los soldados ya no corrían el riesgo de herir a sus perros, que yacían tendidos en la nieve.
James lo aventajaba en unos cincuenta metros. La cazadora de cuero le colgaba suelta de los hombros, que seguían encogidos. Cada vez que pisaba el suelo, un temblor descontrolado recorría su cuerpo.
Hacia el este, a unos pocos cientos de metros más abajo, apareció la segunda patrulla. Aunque los soldados no podían apuntar con seguridad, su sola presencia amenazaba la integridad de Bryan y de James y no tuvieron más remedio que seguir corriendo en dirección a las vías y los dos convoyes, que pronto les cerrarían el paso.
Bryan estaba a punto de quedarse sin aliento, y mientras corría, su cabeza se balanceaba de un lado a otro en un intento de alcanzar a James. Una idea delirante le había rozado la mente. Si los alcanzaban, y tal como estaban las cosas parecía inevitable, siempre sería preferible morir juntos.
El primer tren que les obstaculizó el paso llegaba del este y recorría la vía más cercana.
El personal de la locomotora observaba, impávido, las patrullas que se acercaban a los pilotos desde atrás y desde los lados, Ante sus ojos pasaba traqueteante aquella absurda visión de vagones de madera marrones con el distintivo de la Cruz Roja pintado en el costado en medio de un paisaje desértico y blanco. Ni un solo rostro asomó de las ventanillas de los vagones.
Sobre las otras vías, con rumbo este, dos locomotoras blindadas acopladas entre sí tiraban de una línea de vagones de color verde grisáceo que pronto desapareció detrás de la locomotora delantera del tren ambulancia. Los soldados apostados sobre los últimos vagones del tren blindado ya los habían descubierto y se habían puesto en marcha, pero no podían disparar contra ellos desde allí, pues corrían el riesgo de alcanzar el tren ambulancia.
Bryan dio un paso adelante y notó el soplo que emitió el pie de James al abandonar la huella que acababa de dejar y que ahora pisaba Bryan. De entre la respiración entrecortada de James se oyó un silbido. Bryan aminoró la marcha y miró hacia atrás.
En el preciso instante en que James alcanzó el convoy pasaron dos vagones. James avivó el paso y alzó la mano para agarrar la barandilla más cercana. La sacudida que experimentó al entrar en contacto con el tren le hizo soltar la barandilla de hierro por un instante y, aunque volvió a asirla por la parte inferior, su posición impedía que pudiera subirse al estribo por su propia fuerza. El sudor de la mano se heló al momento. Cuando estaba a punto de perder el equilibrio, Bryan lo alcanzó e intentó agarrarlo.
Un empujón lo impulsó hacia la escalerilla más cercana. Hizo girar el brazo que tenía libre imitando el movimiento de las aspas de molino a fin de mantener el equilibrio mientras corría torpemente de costado. Tras unos cuantos giros soltó su Enfield que, dibujando una amplia curva en el aire, salió disparada por encima del vagón. James trastabilló y durante un corto espacio de tiempo fue arrastrado sobre las traviesas, agarrado a la barandilla por la mano helada que se le había quedado enganchada. Cada vez que una traviesa golpeaba contra su tibia. James caía rodando peligrosamente cerca de las ruedas del tren. Haciendo un último y desesperado esfuerzo, volteó la pierna en un amplio giro y logró subirse de un tirón. Bryan dio un par de rápidos pasos más y se metió en el vagón de delante agarrándose con tal levedad a la barandilla que tan sólo se le quedó enganchado un pedacito de piel en el metal helado.
—¡Ya está! ¡Ya lo tengo! —gritó James.
En ese mismo instante logró impulsarse hacia arriba con tal fuerza que su cuerpo salió despedido contra la escalerilla metálica.
Por detrás apareció la vanguardia de la primera patrulla, soldados con los rostros amoratados por el frío, demasiado cansados para mantener el equilibrio en la nieve que levantaba el viento. Uno intentó agarrarse a una de las escalerillas que conducía al techo del vagón. Sin embargo, cayó de bruces en el intento y después de dar unos rápidos pasitos de puntillas volvió a tropezar, esta vez dando unas aparatosas volteretas sobre las traviesas.
Pronto el cuerpo del soldado se quedó inmóvil.
Mientras tanto, el tren blindado los habla adelantado y el tren ambulancia empezaba a acelerar obcecadamente.
Y los perseguidores se detuvieron.
Las siluetas danzantes de unos árboles desnudos aparecieron sobre las lomas, al sur del tren traqueteante que seguía avanzando.
Poco a poco James había recuperado el aliento y pasó la mano por la espalda de su amigo.
—Incorpórate, Bryan. ¡Vas a pillar una pulmonía!
A ambos les castañeteaban los dientes.
—No podemos quedarnos aquí —dijo Bryan, que se había tumbado sobre el suelo helado.
Por un instante, el tren se inclinó hacia una loma en una curva suave ofreciéndoles una amplia vista.
—Si nos quedamos aquí fuera, nos moriremos de frío o acabarán con nosotros a tiros en la próxima estación. Tenemos que saltar en cuanto podamos.
Bryan, con la mirada vacía, escuchaba con atención el traqueteo cada vez más rápido que producía el contacto de las ruedas del tren con las junturas de los raíles.
—¡Maldita sea! —añadió quedamente.
—¿Estás herido? —James no miraba a Bryan—. ¿Puedes ponerte en pie?
—¡No creo estar más maltrecho que tú!
—Al menos podemos agradecer que hayamos tenido la suerte de subir a un tren ambulancia. Tenemos una plaza hospitalaria asegurada, al otro lado de la puerta.
Ninguno rió. James alcanzó el tirador de la puerta e intentó moverlo. 1.a puerta estaba cerrada con llave.
Bryan se encogió de hombros. Aquello era una locura.
—Nos recibirán a balazos si conseguimos abrir la puerta. A saber lo que se esconde al otro lado.
James comprendió inmediatamente lo que quería decir su compañero. Nadie daba un duro por la cruz roja, aún menos si estaba pintada sobre material alemán. Hacía ya tiempo que abusaban del signo de la misericordia. Incluso los pilotos de los cazas aliados habían dejado de tener vedado ese tipo de transportes, ambos lo sabían mejor que nadie.
¿Y si realmente se trataba de un tren hospital? El odio que sentían los alemanes hacia los pilotos aliados era comprensible. Él también tenía sus razones para odiar a los hombres de la Luftwaffe. Todos tenían cargos de conciencia más que suficientes para olvidar la misericordia. Todos los que participaban en aquella guerra de locos.
Una sola mirada de James hizo que Bryan asintiera con la cabeza. Los ojos sólo expresaron melancolía; melancolía y tristeza.
La suerte había dejado de ser un valor infinito.
El tren se tambaleó al cruzar un paso a nivel. La silueta de una mujer de edad avanzada que irradiaba una autoridad natural se dibujó nítidamente en el camino, al lado de la casilla de peajero que estaba a su cargo.
James sacó la cabeza cautelosamente y echó un vistazo a su alrededor. Todavía estaba oscuro; todo estaba en calma; nada dejaba adivinar lo que traería la próxima curva, ni lo que les aguardaría en la siguiente.
Empezaron a oírse algunos ruidos provenientes del interior del vagón. La mañana había surtido su efecto. Era el pistoletazo de salida para que los enfermeros iniciaran sus tareas. A sus espaldas oyeron el crujido del pestillo de la puerta que unía las plataformas de los dos vagones. Un suave golpecito en el cuello de la cazadora hizo que James alzara la vista. Bryan reculó hasta colocarse detrás de la puerta y le hizo señas a su compañero para que siguiera su ejemplo.
Un segundo después alguien tiró de la puerta. Un joven asomó la cabeza, respiró profundamente y suspiró, complacido. Gracias a Dios, el viento soplaba del norte y el enfermero tuvo que salir al extremo de la plataforma, dándoles así la espalda antes de abrirse la bragueta.
Bryan posó la mano sobre el brazo de James cuando éste empezó a temblar nerviosamente. Pero James retiró el brazo con un gesto impaciente y desplazó el peso a la pierna que estaba mejor colocada a fin de tomar ímpetu para el salto. El enfermero flexionó ligeramente las rodillas y soltó una ventosidad mientras se sacudía satisfecho las últimas gotas de orina al viento.
Desde donde se hallaba Bryan, pareció que James esperaba a que el enfermero diera la vuelta para saltar. El golpe cayó inmisericorde, atravesando el rostro perplejo del alemán, que se precipitó al vacío. Un ruido sordo y el súbito cambio de sentido del cuerpo reveló la muerte del enfermero al chocar contra un olmo solitario que dominaba majestuosamente la ladera que dejaron atrás. En su caída continuada, el cuerpo desapareció tras un arbusto cubierto de hielo.
Tardarían todavía un tiempo en descubrirlo.
Bryan estaba horrorizado. Jamás se habían encontrado cara a cara con la muerte que tantas veces habían causado. James se apoyó contra la pared vibrante del vagón.
—¡No podía hacer otra cosa, Bryan! ¡Era él o nosotros!
Bryan acercó la frente a la mejilla de James y suspiró.
—¡Va a resultar muy difícil rendirse después de esto, James!
La ocasión de rendición había sido perfecta. El joven enfermero había salido a la plataforma solo y desarmado. Ahora era demasiado tarde para arrepentirse. Lo hecho, hecho estaba. Las traviesas pasaban zumbando bajo sus pies y el traqueteo de los raíles se iba haciendo cada vez más insistente.
Si saltaban ahora, serían aplastados en la caída.
James volvió la cabeza y acercó la oreja a la puerta. Al otro lado todo estaba en silencio. Escarmentado, se secó las manos en los pantalones, asió el tirador de la puerta, acercó el índice a los labios y asomó la cabeza por la hendidura de la puerta.
Le hizo un gesto a Bryan para que lo siguiera.
El interior del vagón estaba a oscuras. Un tabique indicaba el paso a una estancia más amplia, de la que les llegaban algunos ruidos y un poco de luz. Debajo del techo había algunos estantes repletos de tarros, botellines, tubos y cajas de cartón de todos los tamaños; en una esquina había un taburete. Esa estancia era el espacio reservado al enfermero de noche.
Al chico al que acababan de quitarle la vida.
James se bajó la cremallera de la cazadora cuidadosamente y le indicó a Bryan que hiciera lo mismo con su mono de piloto.
Pronto se encontraron en mangas de camisa y calzoncillos largos. James había lanzado el resto de sus ropas al viento desde la plataforma que acababan de abandonar.
Tenían sus esperanzas depositadas en que no les dispararan inmediatamente al verlos ataviados de aquella guisa.
La visión con la que se encontraron tras el tabique les hizo detenerse: decenas de soldados apiñados en estrechas camas de acero o sobre colchones de crin de rayas grises y blancas en el suelo, pegados uno a otro. Una estrecha franja de tablas desnudas conducía hasta el fondo del vagón; era el único camino que podían tomar. Varios rostros inexpresivos y soñolientos estaban vueltos hacia ellos, aunque no parecía que nadie fuera a reaccionar a su presencia. Muchos todavía llevaban el uniforme puesto. No había ni un solo soldado raso.
Un sofocante hedor a orina y excrementos se mezclaba con unos discretos olores dulzones a alcanfor y cloroformo. La mayoría de aquellos hombres gravemente heridos respiraban con dificultad, pero ninguno se quejaba.