Los resultados del empleo de la aviación en masa contra las grandes ciudades no eran, pues, ni mucho menos, los que se temían.
Si algo se demostraba era precisamente que la potencia destructora de la aviación es infinitamente menor de lo que se supone. Cuando se habla, a tontas y locas, de la destrucción de París, Berlín o Londres por los bombardeos aéreos ¿se piensa seriamente en los miles y miles de aviones y de toneladas de explosivos que sería necesario emplear para conseguir resultados apreciables? Hoy por hoy, las masas de aviación que se pueden emplear, aun teniendo en cuenta el grado de intensificación de la producción a que últimamente se ha llegado, no permiten todavía aceptar que los efectos de sus destrucciones puedan ser decisivos en las grandes aglomeraciones. La demostración que hicieron los aviones alemanes sobre Guernica, donde concentraron en un área pequeñísima una masa de destrucción formidable a la que no se le oponía fuerza alguna de combate, no ha sido después confirmada ni en Varsovia, ni en Rotterdam, ni en París. Ni siquiera había podido ser repetida con éxito en Barcelona o Madrid. Y ahora, en Inglaterra, esto se está demostrando hasta la saciedad.
Ahora bien, si los efectos materiales son limitados, los efectos morales son inconmensurables. Hay que rendirse a la evidencia. La aviación es un arma de una eficacia psicológica formidable. Ese bombardeo único de París que hubiese hecho sonreír desdeñosamente a los madrileños, acabó virtualmente con la resistencia de la capital de Francia. Para que no fuese así hubiese hecho falta que los parisienses, en vez de hallarse favorablemente inclinados a las sugestiones catastróficas tanto por la táctica derrotista de sus dirigentes como por la acción subrepticia de la quinta columna, hubiesen tenido serenidad bastante para templar su ánimo y mirar cara a cara el peligro aéreo y medirlo exactamente. Entonces se hubiese producido el fenómeno contrario y se hubiese visto cómo los parisienses igual que hicieron los madrileños, pasado el primer momento de pavor, desaparecido el tremendo efecto psicológico de los primeros bombardeos, reanudaban su vida de siempre, con mayor o menor incomodidad y sufrimiento, con mayor o menor estrago, pero con una resolución y una moral que ya entonces serían indestructibles. Porque hay algo evidente. Lo que la aviación no consigue gracias al estupor del primer bombardeo luego no lo consigue nunca aunque su capacidad de destrucción llegue a ser aterradora. Este es el inconveniente de toda arma que sobre su eficacia verdadera cuenta con el efecto psicológico que su empleo produce.
En general, no sólo de la aviación sino también de los tanques, de la
panzerdivision,
de la mina magnética, del
parachutismo,
de la quinta columna y, sin excepción, de todos los sistemas de guerra puestos en práctica por el hitlerismo se puede decir otro tanto. Sobrepasados los efectos psicológicos del terrorismo que sistemáticamente practica, su eficacia real es mínima.
Esto explicaba la eficacia, que a algunos se les antoja inverosímil, de la quinta columna. Los escuadrones del pánico fueron en París maravillosamente eficaces. Sus consignas, dictadas desde Berlín, guiaban hacia el abismo a unas muchedumbres ciegas que se dejaban llevar sin oponer resistencia y sin que fuesen capaces de ninguna reacción patriótica que deshiciese aquella
fatal fascinación.
Los sofismas del derrotismo eran a veces burdos y elementales pero en ocasiones alcanzaban una sutileza verdaderamente diabólica. Apenas se concretó la amenaza sobre París de las divisiones alemanas, el instinto de defensa empezó a crear una atmósfera de resistencia de la ciudad que hubiese podido ser el origen de una reacción nacional salvadora. París podía y debía ser defendido. Estratégicamente, la lucha en los arrabales de la ciudad era el único medio hábil de que el ejército francés disponía para poder aniquilar una tras otra a las divisiones alemanas motorizadas. Lo que no había sido posible en campaña rasa era técnicamente realizable en la enorme aglomeración de París teniendo en cuenta sobre todo que el ejército francés venía retirándose en perfecto orden.
El verdadero campo de batalla de la guerra moderna es la ciudad misma. Frente a la movilidad y a la concentración destructora de las divisiones blindadas es vano quererles prohibir el acceso a los campos abiertos y es inútil ponerle puertas al campo como se había pretendido hacer con la línea Maginot. En campo abierto la lucha es casi imposible. Donde se puede luchar bien es en las ciudades, en las calles, en las casas, cada una de las cuales es un elemento de defensa que en plena campaña no es posible improvisar con la profusión necesaria. Estas ideas que, según parece, responden a una concepción estratégica verdaderamente moderna, iban prendiendo en el ánimo del gobierno, las defendían muchos militares prestigiosos y empezaba a entusiasmarse con ellas la población civil de París. Henri de Kérillis clarineaba desde su periódico que la guerra se ganaría en París o no se ganaría. ¿Quién sabe si el milagro, aquel milagro en el que tenía que creer Reynaud y que era la única esperanza de salvación para Francia, podría producirse entre Saint Denis y la Porte d'Auteuil? ¿No se había producido tres años antes ese mismo milagro en la Ciudad Universitaria de Madrid?
Pero inmediatamente, con una rapidez fabulosa, se difundía por París un sofisma que esterilizaba estas veleidades de resistencia. La argucia que empujaba a Francia a entregar París sin lucha se basaba únicamente en la pseudopatriótica consideración de que sería un crimen horrendo consentir la destrucción por los alemanes de los monumentos artísticos y arqueológicos de la ciudad, exponer sus joyas arquitectónicas al peligro de los bombardeos por la insensata aventura de una defensa desesperada. Toda la beatería intelectual y todo el tartufismo burgués, obedeciendo a esta hábil sugestión de la propaganda del doctor Goebbels, se puso a derramar abundantes lágrimas de cocodrilo sobre las torres de Nôtre Dame como si ya las viesen derruidas por su culpa. Y con grande y trágico ademán renunciaban en aras de la civilización a la defensa de la civilización misma. París, que al trasladarse el gobierno a Tours estaba a punto de convertirse en el baluarte de Francia, era entregado sin lucha a los agentes de la circulación que Hitler mandaba en vanguardia para que lo conquistasen.
La evacuación de París por el mundo oficial, la enorme balumba de los funcionarios, y las mecanógrafas con sus montañas de expedientes atados con balduque, fue un lamentable espectáculo ofrecido cínicamente al pueblo parisién cuya conformidad y resignación fueron puestas a prueba. A la puerta de los ministerios se renovaban las caravanas de autocares y automóviles oficiales que partían cargados de burócratas a quienes el miedo no quitaba, sin embargo, el aire bizarro de partir en vacaciones, un
congé payé
extraordinario en las orillas del Loira que, al aproximarse el verano, no presentaba perspectivas totalmente desagradables. Difícilmente se encontraría en circunstancias igualmente trágicas una muchedumbre tan inconsciente y frivola como la de aquellas manadas de funcionarios que escapaban despreocupados hablando en voz alta y campanuda de la victoire y diciendo en voz baja y confidencialmente:
« Vraiment, ce salaud de Hitler c'est un type épatant».
En el ministerio al que me encontraba adscrito no quedaba ni un portero a partir del lunes por la tarde. Y los alemanes no llegaron a París hasta el viernes. Únicamente vagaban por los pasillos como almas en pena unos cuantos colaboradores extranjeros del departamento, italianos antifascistas, judíos de nacionalidad dudosa y raza bien acusada, y rojos españoles que habíamos sido
dejados por cuenta
a Hitler. Hubo un momento en el que pensamos reunimos en el desierto despacho del ministro y constituir un gobierno de refugiados. Lo mismo que nosotros hubieran podido hacerlo en aquellos momentos las gentes sencillas que desde la acera de enfrente del ministerio habían estado presenciando pacientemente la fuga desvergonzada del mundo oficial.
En realidad, durante todo el lunes y la mañana del martes, cuando el pueblo de París se dio cuenta de la trágica situación en que lo habían dejado, empezó a advertirse un sentimiento de indignación que no presagiaba nada bueno. En las bocas del metro y a la puerta de los bistrots la gente que iba a su trabajo y los curiosos formaban corrillos en los que, por primera vez, no se hablaba el lenguaje convencional e hipócrita que se había oído durante toda la guerra, sino el lenguaje fuerte y amenazador del verdadero pueblo librado a sus instintos.
París, ya casi desierto, había tomado un aire siniestro. Envuelto totalmente en una densa humareda artificial, tenía una luz cernida de apocalipsis, una atmósfera cargada y espesa en la que las gentes se movían como espectros. De aquella niebla negra en la que aparecían difuminadas las siluetas de los edificios y el sol en el cénit era como un pálido disco anaranjado, surgían, igual que sombras, unas gentes asustadas que se preguntaban con angustia: «¿Qué pasa?». La guerra moderna, con sus vastas posibilidades técnicas, había preparado gracias a aquella humareda artificial, una
mise en scéne
de día de juicio final para la entrada de los alemanes en París.
No se tenía ninguna noticia de lo que pasaba fuera. Se pusieron en circulación los más absurdos y fantásticos rumores, que la gente creía a pie juntillas. Se aseguraba que Rusia había entrado en la guerra al lado de los aliados. Unas horas después, era el Japón el que había declarado la guerra a Alemania. La gente se apelotonaba en los
boulevards
ante los cafés cerrados y se estacionaba en la plaza de la Bolsa ante el edificio de la Agencia Havas pidiendo la confirmación de aquellas noticias de cuya veracidad nadie dudaba; sin embargo, cuando los redactores de Havas desde los balcones decíamos a gritos que tales noticias eran falsas se enfurecían contra nosotros y nos acusaban de derrotistas y de agentes de la quinta columna. Aun en el último instante, la ingenua esperanza en el maravilloso poder de liberación que en el mundo había sabido suscitar la
patria del proletariado
era sabiamente explotada por la propaganda nazi, que difundía arteramente tales rumores para acabar de sembrar la confusión en los espíritus.
El gobernador militar de París, general Hering, comenzó a tomar precauciones contra la revuelta que se dibujaba en el ambiente. A mediodía del martes se cerraron todos los
bistrots
y París tomó definitivamente el aspecto de una ciudad muerta con el que habían de encontrarla los alemanes. Si éstos hubiesen tardado tres días más y si no hubiesen tenido perfectamente controlados por medio de su quinta columna y de los comunistas a su servicio los movimientos populares de París, tal vez habrían tenido que entrar a tiros y asaltando las barricadas de una revolución popular cuyo signo hubiera sido imposible prever.
El éxodo de un millón de parisienses en pos del gobierno y de los funcionarios fue algo espantoso, inenarrable. Día y noche las salidas de París estuvieron obstruidas por cuatro filas de vehículos de toda clase, cargados hasta los topes, que marchaban penosamente deteniéndose constantemente y al paso de los más lentos, los grandes y pesados carromatos que utilizan los campesinos para transportar el heno, tras los cuales habían de marchar con desesperante lentitud los potentes automóviles de la gran burguesía parisién que se ponía en salvo llevándose celosamente consigo sus riquezas transportables, la plata, los tapices, las joyas, los cuadros, hasta los muebles valiosos izados disparadamente sobre la capota de los coches. No creo que antes de ahora se haya dado en el mundo el espectáculo formidable del éxodo de un pueblo civilizado que, con todo su progreso material y mecánico, sus aparatos de radio, sus automóviles de lujo, sus motocicletas, sus instrumentos de confort y sus riquezas daba, sin embargo, la sensación exacta de una tribu bíblica que emprendía el camino de la tierra de promisión como en las enormes migraciones legendarias de los pueblos de la antigüedad.
En los últimos momentos, el pánico colectivo de los parisienses fue tal que los que no habían podido escapar de otra manera lo hacían a pie marchando entre las filas apretadas de vehículos con sus hatillos miserables a la espalda, las mujeres empujando los cochecitos infantiles en los que habían metido sus pobres ajuares, los jóvenes pedaleando en sus bicicletas, los ancianos apoyándose en sus báculos, símbolos de otras edades que reaparecían a lo largo de la fatigosa caminata. La obsesión común de aquella enorme muchedumbre aterrorizada era alejarse, alejarse siempre, cada vez más, ganar distancia, como fuera, con los pies hinchados, a rastras si era necesario. Fue en aquellas horas espantosas cuando la masa francesa debió de pensar por primera vez que acaso hubiese sido mejor hacer la guerra que sufrirla.
La gasolina era la salvación, la vida, más preciosa que la sangre. Los que se quedaban sin gasolina en la carretera permanecían días enteros arrimados a una cuneta esperando inútilmente que entre los cientos de miles de semejantes que pasaban junto a ellos hubiese un alma caritativa que les cediese una poca. Era inútil esperarlo. El egoísmo de las gentes era feroz. Yo he visto una pobre mujer en un pequeño automóvil que se había quedado sin gasolina y llevaba ya dos días al borde del camino con tres criaturitas que lloraban incansablemente mientras pasaban a su lado cientos de miles de seres humanos que ni siquiera volvían la cabeza.
El fenómeno más curioso era la formidable capacidad de olvido y despreocupaciones de esta muchedumbre que, en unas horas, pasaba casi sin transición del sufrimiento y la desesperación más espantosos a la frivolidad y el optimismo más injustificables. Las mismas gentes que habían salido de París angustiadas y después de un viaje de pesadilla se encontraban a quinientos kilómetros habiendo perdido sus bienes, con sus familias dispersas y su patria deshecha, eran las que horas después en las terrazas de los cafés de Biarritz o San Juan de Luz charlaban y reían ante un vaso de aperitivo y no tenían más obsesión que la de encontrar un buen restaurant, una cama confortable y una persona complaciente y de buen humor con quien entregarse al goce sensual de la existencia. El hombre moderno puede pasar por penalidades terribles; pero no hay que tenerle demasiada lástima. Su facultad de inhibición es prodigiosa. Yo he visto en Biarritz entre una muchedumbre despreocupada de refugiados franceses, belgas, holandeses, polacos y judíos de todas las nacionalidades, que se creían ricos todavía porque aún les quedaban en la cartera unos fajos de billetes de banco con que pagar la cuenta del hotel, el gesto de desdeñosa incredulidad con que era acogida la noticia de que París había sucumbido: «¿Que los alemanes están en París?
Sans blague!».
Y las gentes se encogían de hombros y pedían un nuevo aperitivo.