Había en Francia unas valiosas promociones de coroneles y generales jóvenes que no se resignaban, quizás por estímulos de pura probidad profesional, a aceptar que el glorioso ejército al que pertenecían desempeñase el papel pasivo y humillante que estaba desempeñando frente al ejército alemán. Contra la ortodoxa estrategia del Estado Mayor se alzaban indignadas las voces de quienes preveían la catástrofe.
Ese coro de generales y coroneles jóvenes que no querían sacrificar al juego siniestro que se estaba jugando su propio prestigio personal, que no querían parecer ciegos y sordos, que se negaban a desempeñar el papel de imbéciles que les había correspondido, gritaban a los cuatro vientos que la táctica que se seguía era funesta, que frente al empleo de la
panzerdivision,
la guerra de fortaleza que se pretendía hacer a todo trance era perfectamente estúpida, que el ejército francés podía perfectamente en unos meses salir de su estancamiento.
El hombre representativo de esta tendencia era el general De Gaulle. Sus concepciones estratégicas eran compartidas por una masa considerable de generales, jefes y oficiales que habrían terminado por imponerlas si la guerra hubiese seguido interiormente un curso normal, si no hubiese estado presidida por la trágica convicción de la derrota previa indispensable. Cuando Paul Reynaud lleva a la subsecretaría del Ministerio de la Guerra al general De Gaulle era ya tarde.
Se había esperado a que los alemanes perforasen el frente y lanzasen sus columnas motorizadas como flechas por el interior del país para hacer aquella declaración ingenua de que la estrategia del ejército francés había sido modificada de la noche a la mañana y a partir de aquella hora se iniciara una guerra de movimientos completamente nueva.
No era posible destruir la mentalidad Maginot en un instante. A un pueblo al que se le había estado diciendo desde hacía diez años que se hallaba al abrigo de una barrera infranqueable había que convencerle entre dos comunicados oficiales de que el hecho de que apareciesen en los arrabales de las ciudades del interior unas columnas motorizadas alemanas no tenía ninguna importancia estratégica ni afectaba seriamente al curso de las operaciones.
El general Weygand tomó el mando supremo ya con el imperativo de esta guerra de movimiento que a aquellas alturas no era, en realidad, sino el reconocimiento de la impotencia de un ejército que se pliega dócilmente a la iniciativa del adversario triunfante.
Weygand no tuvo tiempo sino de recorrer los frentes, comprobar sector por sector, tanto en Bélgica como en Francia, algo que ya sabía de antemano, que el ejército no estaba dispuesto a batirse y volver a contárselo al gobierno.
En esta actuación personal del general Weygand no hay más que un punto inquietante que habrá de ser dilucidado por la historia. El de su entrevista con el rey
de los belgas.
Francia ha pretendido que la culpa directa, inmediata y principal de la catástrofe cayese sobre la cabeza del rey Leopoldo. La resolución de éste de entregarse a los alemanes cuando todavía resistían heroicamente las fortalezas de su país ha sido considerada unánimemente como el acto decisivo de la defección, el que daba el triunfo incuestionable a Hitler.
Sería necesario, sin embargo, antes de formular un juicio definitivo, saber cómo se habían desarrollado las entrevistas del rey de los belgas con los representantes de Francia, con Daladier y principalmente con Weygand, qué pudieron decirle, qué garantías darle, qué promesas hacerle o qué esperanzas quitarle. La conducta ulterior de Leopoldo estaba determinada por el plan que Francia, o mejor dicho, el ejército francés, se hubiese trazado. Si Francia no estaba dispuesta a resistir, si la resolución de entregarse era todo lo que podía esperarse de ella, la traición del rey de los belgas no es sino la consecuencia de la traición francesa aunque la haya precedido cronológicamente.
El pensamiento del general Weygand en el momento de su entrevista con el rey Leopoldo y su forma de expresarlo son los que en ese instante crítico pueden haber decidido el curso de los acontecimientos. Hay que inclinarse a pensar que el general Weygand difícilmente podía infundir una confianza y una seguridad que seguramente no tenía.
Cuando se dirige al país el generalísimo se limita a decir con doble y sibilino sentido: «Estamos en el último cuarto de hora». ¿En el último cuarto de hora de qué, de la capacidad de resistencia propia o de la capacidad de ataque del enemigo?
Todo induce a creer que Weygand no ha previsto ni por un momento la posibilidad de intentar la resistencia. Su papel es sencillamente el del liquidador. En los últimos consejos sus conclusiones sobre la situación real del ejército y sus posibilidades estratégicas unidas al pesimismo fundamental del mariscal Pétain, que ya en 1917 cuando no era octogenario era terriblemente pesimista, han debido de precipitar el derrumbamiento quebrantando la voluntad de resistencia que positivamente animaba a Reynaud.
Esta guerra ha sido efectivamente una guerra
«drôle»
en la que los militares han sido curiosamente pacifistas y derrotistas sistemáticos.
La arriesgada operación que Paul Reynaud intentaba para salvar a Francia haciendo para ello abstracción de las impurezas de la realidad, tomando a los hombres como puros símbolos y a las masas como cifras, caminaba rápidamente al fracaso porque el país estaba podrido hasta el hueso, los hombres no tenían grandeza ni prestigio y las masas eran como rebaños trashumantes, las fuerzas movedizas que ni siquiera en el papel y teóricamente podían ser esgrimidas. En Francia no se podía decir que había tantos comunistas ni cuantos fascistas, ni que los republicanos y los monárquicos eran tales y cuales, lo mismo podía haber cinco millones de soldados que no haber ninguno, igual podía decirse que Francia era esto o lo otro, una cosa y todo lo contrario. Pocas veces un pueblo ha llegado a tener una inconsciencia tan grande; pocas veces la pulverización de un país ha sido tan evidente.
En cuanto a los hombres representativos que Paul Reynaud quería tomar como símbolos esgrimiéndolos como arma de lucha, revelaron pronto que ni para eso servía su grandeza pasada y su prestigio. El caso del mariscal Pétain es significativo.
El vencedor de Verdún, cargado de años y de gloria, podía haber sido al lado del gobierno, por lo menos, lo que eran los ancianos venerables en las tribus primitivas, el poder moderador entre las
fratrias
rivales.
Toda la gloria de Pétain no ha servido para provocar un minuto de apaciguamiento. Pétain mismo no ha sabido ser sino un
partisan
, un leño más arrojado al fuego, un tronco añoso con que incrementar la hoguera de la discordia interior en la que Francia se consumía.
El gobierno, al llamarlo a sus comicios, lo que hacía con ello era avivar la lucha interior, precipitar la consunción de Francia.
Como esta equivocación fundamental de Pétain, el gobierno Reynaud ha cometido otras menores en cuanto al volumen de las figuras en cuestión, pero no menos fuertes. El señor Baudoin, surgiendo del fondo discreto en que se mueven las fuerzas auténticas del capitalismo para ser colocado por Paul Reynaud inmediatamente a su lado con el designio de que su presencia y su control infundiesen confianza a las fuerzas conservadoras cuya deserción era la ruina de Francia, no ha servido, en realidad, sino para que la traición del capitalismo a la nación y al Estado se precipitasen, para que los rentistas prohitlerianos de Francia diesen el golpe de gracia desde los consejos de ministros al régimen democrático que, por patriotismo, les llamaba en su ayuda para salvar la nación.
El desenlace de la tragedia planteada en estos términos fue fulminante. Después de diez meses de simulacro de guerra, de guerra podrida, como se la ha llamado, Francia estaba tan deshecha que se derrumbaba con un soplo como un castillo de naipes.
Aún antes de que el peligro se presentase real y verdaderamente, París daba la voz de «sálvese el que pueda». No había hecho Alemania más que iniciar el ataque cuando el aparato burocrático del Estado iniciaba la desbandada. Al primer día de la ofensiva alemana contra Francia, el mismo Quai d'Orsay, a la cabeza de los sembradores de pánico, hacía la indicación confidencial a las representaciones diplomáticas acreditadas en París de que debían estar dispuestas a partir y les recomendaba que destruyesen los archivos que les fuese imposible transportar. El Quai d'Orsay mismo procedía a quemar los suyos. Análogo movimiento de terror se producía en el Ministerio de Información, desde donde se difundieron las primeras informaciones de una derrota que todavía no se había producido y que horas después eran rectificadas. Era el Estado mismo, por medio de sus funcionarios, el que creaba la atmósfera de la catástrofe.
Lo verdaderamente extraordinario era la serenidad, la calma o la indiferencia —no sé— de las gentes sencillas de París al nerviosismo y el desbarajuste de los centros oficiales.
Aquella primera espantada pudo ser dominada por el gobierno. La quinta columna se había precipitado. Se dieron órdenes terminantes para que ningún funcionario abandonase su puesto, se anularon las órdenes de evacuación que insensatamente se habían dado y se consiguió restablecer a lo menos una apariencia de normalidad en los servicios dando la impresión de que después de un momento de debilidad el gobierno se reafirmaba y se disponía a dar la batalla para la defensa de París.
Mandel, desde el Ministerio del Interior, aguijoneaba furiosamente a la policía en la represión de las actividades de la quinta columna, pero sus esfuerzos se estrellaban contra la incapacidad y la mala voluntad de sus agentes para quienes la quinta columna, formada por personas respetables, bien reputadas y con elevadas situaciones incluso en la Administración, era absolutamente inasequible. ¿Es que si el propio Abetz, creador y jefe de la quinta columna, hubiese estado en París habría habido un agente de policía francés capaz de detener a tan importante personaje? ¿Es que los agentes de la Süreté Genérale podían impunemente hacer sus incursiones en los salones de la alta sociedad parisiense y en las esferas oficiales? ¿Es que hubieran podido llevarse en calidad de agentes de la quinta columna a Madame Bonnet, esposa del ex ministro de Negocios Extranjeros, y aun a la propia Madame de Portes, la amiga íntima del presidente del Consejo?
No. La Policía cumplía buenamente su misión expurgando sus ficheros en los que no figuraban tan brillantes personajes y llenando los
stadiums
de Buffalo y Roland Carros con miles de pobres diablos, refugiados extranjeros, todo el residuo de humanidad que la monstruosa elaboración de los Estados totalitarios había arrojado sobre Francia,
tierra de asilo.
La conducta de Francia en el momento de peligro con los refugiados que habían estado sirviéndola lealmente ha sido innoble. Quince días antes de que llegasen a París los alemanes he visto a la policía sacar de los departamentos ministeriales en los que prestaban servicio, a los antifascistas extranjeros que se habían hecho acreedores por su historia y sus méritos personales a la confianza del gobierno. Si no merecían esa confianza no hubieran debido estar allí. Si la merecían no hubieran debido recibir tal pago: el de entregarles codo con codo a la venganza de Hitler.
En cambio, he visto el día de la entrada de Italia en la guerra cómo los agentes de policía filofascistas fraternizaban con los italianos a quienes tenían orden de detener procurando congraciarse con los futuros amos cuyo triunfo inmediato admitían y deseaban. En fin de cuentas, los pobres agentes no hacían ni más ni menos que los señores Laval y Flandin, cuya política no era otra que la de prepararse el terreno para las recepciones que hoy les dispensa el jefe de la quinta columna
Herr
Abetz convertido por Hitler, para humillación de Francia, en embajador del Tercer Reich cerca del gobierno de Vichy.
Siguiendo su táctica habitual, a medida que sus columnas avanzaban sobre París, Hitler intensificaba la acción de sus aviones de bombardeo sobre la cintura industrial de la capital y sobre sus nudos de comunicación. Esta táctica, que habíamos visto dibujarse ya en la guerra de España, consiste en el empleo de la aviación, más que como arma de destrucción eficaz y sistemática, como instrumento de desmoralización de la retaguardia inmediata en la que se apoya el frente.
La aviación ha sido hasta ahora un arma de eficacia principalmente psicológica. Los aviones de Hitler son más temibles por el momento psicológico en que los emplea que por su potencia real de destrucción, que es mínima. La finalidad principal que con ellos persigue es provocar la evacuación de las ciudades que sirven de base a los ejércitos desorganizando como es consiguiente los servicios y privando a las tropas tanto de la regularidad de los abastecimientos como del soporte moral que representa para el soldado que está en la trinchera el tener como sólida retaguardia una ciudad cuya vida normal continúa imperturbable. Madrid pudo ser defendido por la paradoja heroica de que los soldados podían ir y venir del frente en tranvía, porque las legumbres y las verduras que había se vendían a la espalda de los parapetos y porque los carteros hacían la distribución de la correspondencia sorteando las balas y saltando por encima de las alambradas. En la guerra total que a nuestra época le ha tocado hacer, toda evacuación es el prólogo de una derrota.
Para crear en París el ambiente favorable a la derrota la aviación alemana no tuvo que esforzarse demasiado. Le bastó con un solo bombardeo más espectacular que eficaz hecho en el momento crítico. Un millar de bombas de pequeño calibre arrojadas sobre París y sus alrededores en pleno día, a la una de la tarde, bastaron para que la capital de Francia creyese que había llegado la hora de claudicar.
El efecto material de ese bombardeo fue limitadísimo. Media docena de casas destruidas, unos incendios rápidamente sofocados y en total unos doscientos cincuenta muertos bastaron para el derrumbamiento de una ciudad de cuatro millones de habitantes. Lo cierto fue que en el enorme volumen de la capital los parisienses no pudieron darse cuenta siquiera de que habían sido objeto de un ataque a fondo de la aviación enemiga. La destrucción de una casa por cada diez mil casas y la muerte de una persona por cada cinco mil personas no es un estrago que tenga volumen suficiente para provocar el movimiento de pánico colectivo que se produjo. Para conseguir ese mínimo estrago material la aviación alemana había tenido que utilizar centenares de aviones (a lo menos doscientos) y en la operación había sufrido la pérdida de veintitantos aparatos. No puede decirse que fuera una operación de resultados satisfactorios que pudiera ser repetida frecuentemente.