—Verás Edward, sé que ese paciente, el de las quemaduras, es un misterio para todos. Aquí hay algo que él llevaba cuando llegó a urgencias y que en un primer momento no detectamos por la hinchazón de sus quemaduras. —Joao Pessoa abrió el pequeño paquetito envuelto en papel—. Yo lo ví y se lo extraje con el máximo
cuidado. Nadie más lo ha visto. —Un anillo cayó sobre la mesa, produciendo el inconfundible sonido de la plata de ley—. Perdón, Edward —dijo el brasileño por su torpeza. Lo recogió rápidamente y lo puso sobre la mano que Edward Burton acababa de extender. Este dejó su cigarrillo en el cenicero.
Burton lo observó con detenimiento mirando cada uno de sus detalles. Una gran calavera en relieve presidía el anillo. A cada lado de la misma, había algo parecido a unas hojas y entre las hojas, en todo su perímetro, aparecían diversos signos. Lo giró hacia la izquierda de la calavera y aparecía un signo parecido a un rayo enmarcado en un triángulo, luego un hexágono en cuyo interior había una estrella. Luego un círculo que rodeaba dos signos en su interior, una flecha hacia arriba y dos rayos paralelos. Este signo estaba algo gastado ya que era la parte inferior del anillo y por lo tanto de mayor rozamiento en su uso. Seguidamente y enmarcado en un rombo aparecía un signo que hizo que Burton lo mirara de nuevo: era una cruz gamada. El último signo, al igual que el primero junto a la calavera, volvía a ser el triángulo que enmarcaba un rayo.
—Es nazi, ¿verdad Edward? —dijo Pessoa con una cierta voz que denotaba ansiedad.
Sin mirarle y sin dejar de observar el anillo contestó:
—Eso parece, pero desconozco el significado de todos estos signos. Sólo hay uno inconfundible y es la cruz gamada. —Se la mostró a su colega brasileño—. Pero no sé qué significa este anillo. —Mientras decía esto, miró el interior del anillo y su sorpresa aumentó—. Un momento. —Burton cogió una lupa del primer cajón de su mesa de trabajo—. Aquí hay algo escrito. Parece un nombre, una fecha y una firma. —Puso la lupa a una distancia que le permitía aumentar la zona de su interés—. Sí, es un nombre, Stukenbrok, 20/4/40, luego hay una firma. —Trató de afinar con la lupa—. La firma no es muy legible, pero diría que es una H inicial y el apellido también empieza por H. No se lee bien. Es un tipo de letra puntiaguda en sus trazos. —Mientras sostenía el anillo, miró al doctor Pessoa—. Joao ¿cómo llegó este hombre hasta vosotros? Creo que lo trajeron en una barca y parece que sufrió un accidente de aviación ¿es así? —Pessoa afirmó con la cabeza las palabras de Burton.
—Lo trajeron unos pescadores que dicen que vieron caer lo que parecía un avión envuelto en llamas en el río Negro tras escuchar varias detonaciones, aunque no estaban seguros de que fuese un avión. Uno dijo que parecía una «abeja oscura». Llegaron hasta la zona del accidente, la aeronave acababa de hundirse y nuestro paciente estaba en la orilla, con restos de su uniforme de vuelo y con las quemaduras que conocemos. Estaba sin sentido. Lo desnudaron ya que la ropa todavía humeaba y tenía pequeños restos de fuego. No tengo más información.
Burton le miró.
—Eso quiere decir que no estaba mojado, que quizás había saltado antes envuelto en llamas. —Se quedó pensativo por un momento—. Es muy raro todo esto. —Pensaba en esa «abeja oscura»—. ¿Sabemos quiénes son los que le recogieron?
El doctor Pessoa negó con la cabeza.
—Lo dejaron en la recepción y le explicaron a la enfermera lo que acabo de explicarte. Lo siento. Además fue un día particularmente complicado en urgencias, con muchos ingresos. No hubo tiempo material de nada más y como puedes imaginarte, nuestra idea fue tratar inmediatamente al sujeto.
—Claro —dijo Burton—, es el protocolo, pero es una lástima ya que este asunto parece más complicado de lo que es. Este paciente, según el anillo que portaba, puede ser un alemán. Su aspecto parece confirmarlo también. No sabemos si es un militar, no lleva placas identificativas. Su nombre puede ser Stukenbrok. Cae con un avión incendiado cerca de Manaos y además se oyen detonaciones. Y estamos en plena guerra mundial, aunque Brasil no es el frente de batalla. ¿Qué es todo esto? ¿Qué hace un supuesto alemán por aquí?
Un ejemplo del
Totenkpfring
de las SS.
El teléfono sonó con fuerza—. Aquí el doctor Burton, dígame. —Pasaron unos segundos interminables donde la cara de Edward iba cambiando de expresión—. No se mueva enfermera. Ahora mismo voy —dijo con firmeza mientras colgaba. Miró al doctor Pessoa, que no ocultaba su extrañeza por las palabras de Burton—. Alguien ha atentado contra nuestro paciente misterioso. Está muy grave…— Salió de su despacho como una exhalación seguido por Joao Pessoa. Subieron al primer piso y entraron en la sala de quemados. El extraño paciente respiraba entrecortado y su tórax subía y bajaba con fuerza. La sangre le salía a borbotones de una herida en la parte baja del cuello que la enfermera trataba de parar. Uno de los enfermeros también mostraba rastros de sangre y una herida en la mano, al parecer sin más importancia.
—¿Qué ha pasado, enfermera Oliveira? —inquirió el doctor Burton con cara de incredulidad. La enfermera sollozaba mientras trataba de cortar la violenta hemorragia. Tanto Burton como Pessoa la ayudaron inmediatamente.
—Mientras íbamos hacia las duchas, tal como usted ordenó, nos cruzamos con un hombre al que no prestamos atención y que se volvió rápido como el rayo con intención de seccionar el cuello al paciente. —Se detuvo, sollozó y con voz entrecortada, continuó—. Llevaba un machete en la mano y gracias a que Manuel se dio cuenta, el cuchillo no llegó a matarle allí mismo. Lo desvió como pudo y está herido en la mano, aunque alcanzó al paciente. Mientras nos reponíamos de lo sucedido, el hombre pudo huir. —Los dos enfermeros corroboraban las palabras de la enfermera Oliveira—. Lo siento mucho, doctor —añadió sollozando de nuevo y víctima de la impresión.
—No se preocupen, ustedes han hecho lo que tenían que hacer. Manuel vaya a que le limpien la herida y le apliquen la antitetánica —dijo el doctor Burton, mientras trataba de colocar un vendaje, tras desinfectar la zona de la herida. El doctor Pessoa había cosido la herida lo mejor que pudo y a alta velocidad. Se notaba que trabajaba en urgencias y sabía cómo actuar. No se mostraba muy optimista y así se lo hizo ver con la mirada a Burton. Este tampoco se engañaba, ya que la cosa pintaba mal. Le inyectaron morfina, para calmar el dolor y tranquilizar al paciente. Las mantas estaban llenas de sangre. Los otros pacientes estaban muy excitados por la situación y miraban con nerviosismo hacia el grupo.
Tratando de romper un poco la situación, Burton preguntó:
—¿Qué recuerdan de ese hombre? —El otro enfermero, Andrés entró en la conversación.
—La verdad es que no tuvimos mucho tiempo y fue siempre bajo sorpresa, doctor. Era un hombre de estatura normal, llevaba un sombrero de paja— Ese detalle convertía a ese hombre en uno de los casi seiscientos mil hombres que habitaban Manaos en aquel momento, pensó Burton— y llevaba un pantalón y una camisa oscuros. Yo no fui capaz de verle la cara, doctor. Lo siento. —La enfermera Oliveira confirmó que ella tampoco fue capaz de ver la cara del sujeto.
—Lo tenemos muy complicado. Tendré que llamar a la policía —dijo con voz apesadumbrada el doctor Burton, mirando a su gente.
—No hará falta, doctor Burton. —Burton y los demás se giraron hacia el lugar de donde venía la extraña, autoritaria y repentina voz—. Nosotros nos encargaremos de este asunto a partir de este momento. Esto está dentro de la jurisdicción militar norteamericana. —Y mientras se acercaba al grupo, acompañado de dos militares más de menor graduación, continuó—. Soy el general Robert White de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos y este paciente, August Stukenbrok, será trasladado ahora mismo a nuestra base de Natal. —En aquel momento entraron seis militares más con una camilla y sin perder tiempo se pusieron a trasladar al paciente. Burton se quedó estupefacto al recordar el nombre grabado en el anillo y que coincidía perfectamente con el que acababa de decir el general.
—Un momento general. —Burton se encaró con el militar interponiéndose entre los soldados y el paciente y con aplomo, continuó—: en primer lugar usted no puede entrar aquí sin mi permiso. No sólo sabe el nombre de este paciente, que nosotros desconocíamos, sino que además parece conocerme a mí. Pero yo no sé quien es usted, ni por qué se quieren llevar a este hombre, ni qué importancia tiene para ustedes. Habla usted de Natal que está a más de tres mil kilómetros de aquí. Este hombre morirá en el trayecto. No pueden llevárselo y además está bajo mi control médico. ¡Soy responsable de su estado!
—Usted ya no es responsable de él y no voy a discutir con usted, doctor Burton —dijo el general White con una sonrisa—. Nos vamos a llevar al paciente ahora mismo. —Sacó su pistola reglamentaria al igual que sus dos subordinados, y se la puso en la frente al doctor Burton—. ¿Ha entendido lo que le acabo de decir? No quiero utilizar el arma, pero lo haré si es necesario. No lo dude doctor. Estamos hablando de seguridad nacional. —La voz del general no dejaba lugar a dudas. Burton se apartó.
Mientras los soldados depositaban con cuidado al paciente en la camilla y colgaban el suero, el general White se volvió hacia Burton.
—No lo haga por mí doctor, hágalo por su país que es el mío también. Estamos en un momento de gran peligro y este hombre es muy importante para nosotros. Haremos que viva. Tenemos mejores instalaciones que ustedes aquí. Ya hemos recuperado los restos de su aeronave y todo lo que era de interés en la zona, que se ha trasladado a Natal para su reconstrucción.
Impotente, el doctor Burton y su grupo miraron cómo los militares, con gran destreza, recogían todo lo que tuviese que ver con el paciente y comenzaron a retirarse llevando la camilla con sumo cuidado. El general White miró a Burton.
—¿Tenía algo más este hombre encima? —Burton negó con la cabeza—. Bien, gracias por su colaboración. —El grupo desapareció tan rápido como había aparecido.
Durante unos segundos el silencio reinó entre todos. La cabeza de Burton trabajaba a alta velocidad tratando de imaginarse de qué iba todo aquello y quién era ese August Stukenbrok, tan importante como para desplazar hasta su hospital a todo un general, oficiales y soldados, más el equipo aéreo de soporte médico desde Natal, en la costa atlántica de Brasil. Parecían conocer bien al paciente. No tenía ni la más remota idea, aunque era algo importante relacionado con la seguridad nacional de los Estados Unidos.
—Bien, recojamos todo esto y recuerden que algo así nunca ha pasado —dijo con cara de pocos amigos.
Pessoa le miró con complicidad mientras Burton, con una medio sonrisa, acariciaba el anillo en su bolsillo.
Verano de 1938
El aria número dos del primer acto de
La Flauta Mágica
de Mozart, «Der Vogelfänger bin ich da», sonaba con fuerza en el despacho de Helmut Langert. Fue la última obra de Mozart y la compuso para ayudar económicamente a su amigo el empresario teatral Emanuel Schikaneder. Es la obra cumbre del
singspiel
. Fue estrenada y dirigida por el propio Mozart en el teatro Wien de Viena el treinta de septiembre de 1791 y sí, era una obra con claros tintes masónicos que el genio de Salzburgo había escrito durante su pertenencia a la orden. «Todos lo sabían ¿y qué?» pensó con una sonrisa. De todas maneras, esta versión dirigida por Karl Böhm en 1941, era extraordinaria y agradecía haber traído desde Alemania su moderno tocadiscos Telefunken, que le permitía trasladarse a esos lugares encantados que tanto le recordaban a su amada patria a pesar de su prolongada estancia en Sudamérica. Su colección de discos era de las mejores e incluía algunos discos americanos de la llamada «música degenerada» de negros y judíos. Un buen amigo suyo del Ministerio de Propaganda le había conseguido esos discos bajo mano. También le gustaba escuchar esa música, aunque lo hacía de forma discreta ya que, ante todo, era un melómano y la música no conocía fronteras, ni ideologías según pensaba.
Volvió a la realidad. Aquel calor era insoportable a pesar de la excelente climatización de que gozaban en toda la instalación los residentes, trabajadores y militares de la Kolonie Waldner 555. Pensar en Alemania y sus cuatro estaciones perfectamente delimitadas durante el año, le hacía soportar mejor su situación actual. Aquí siempre se vivía a más de treinta grados y un ochenta y cinco por ciento de humedad.
La Kolonie Waldner 555 estaba situada en la frontera entre Paraguay y Brasil, cerca de la orilla del río Paraná y a no excesiva distancia de la capital del Paraguay, Asunción, y de Ciudad del Este, aunque dentro del territorio brasileño. Esta fortaleza militar estaba conectada a otras catorce, algo más pequeñas distribuidas en un área inmensa que comprendía también Chile y Argentina, por carreteras abiertas en la jungla y aeropuertos, y que formaban la avanzadilla militar y científica alemana en Sudamérica. Estaba fuertemente protegida por tropas seleccionadas y todo tipo de armamento, que impedía cualquier intromisión ajena en su operación diaria.
Helmut Langert recordaba cómo había cambiado su vida tras la desmovilización al terminar la Primera Guerra Mundial y su decisión de marcharse a Sudamérica, a Brasil concretamente. Él era ingeniero de profesión y había servido con honor en el ejército imperial con el rango de teniente, combatiendo en Francia en los duros días de las trincheras. Alemania no ofrecía muchas posibilidades y las peleas políticas callejeras y los desórdenes continuos no auguraban un gran futuro a su patria. La república de Weimar no daba soluciones y además estaba aplastada por las terribles condiciones del infame e injusto Tratado de Versalles. Muchos jóvenes desmilitarizados como él, hicieron lo mismo. Brasil contaba con una colonia alemana de más de novecientas mil personas y le surgió la oportunidad cuando la compañía Siemens le ofreció un empleo en su filial en Río de Janeiro. Partió del puerto de Kiel en 1922, cuando tenía veinticuatro años.