—Siga.
—¿Tiene idea de hasta qué punto puede uno odiarse a sí mismo por no haber sabido evitar algo tan inevitable como la salida del sol o las mareas?
Cowart arrugó el entrecejo y dijo:
—Quizá.
—¿Tiene idea de lo que es saber, saber con absoluta certeza y sin atisbo de duda, que algo terrible va a ocurrir y aun así ser incapaz de evitarlo? Y entonces, cuando ocurre, ¿que te arrebate a alguien a quien querías? ¿Que le rompa el corazón a un amigo de verdad? Y no poder hacer nada. ¡Nada de nada!
La fuerza de las palabras de Brown lo dejaron consternado. El detective apretó el puño como si agarrara la furia que ardía en su interior.
—¿Lo entiende ahora, señor Cowart? ¿Lo ve ahora?
—Creo que sí.
—Tenía a aquel hijo de puta delante de mí. Riendo con aires de suficiencia en su silla. Provocándome. Yo sabía que lo había hecho, pero él se creía intocable. Bruce me miró, y yo asentí con la cabeza. Salí del cuarto y él le dio su merecido a ese cabronazo. ¿Que si le sacamos la confesión a palos? Por supuesto que sí. Así fue. —Chocó las manos con fuerza, haciendo un ruido como de disparo—. ¡Pam! Le dimos con el listín telefónico. Tal como dijo el muy cabrón.
El detective fulminó a Cowart con la mirada.
—Lo asfixiamos, lo golpeamos y le hicimos putadas gordas. Pero el muy cabrón no cedía. Nos escupía y se echaba a reír. Era un tío duro, ¿sabe? Y mucho más fuerte de lo que parece a primera vista. —Brown cogió aliento—. Sólo lamento que no nos los cargáramos allí mismo, en aquel preciso instante.
El detective volvió a apretar el puño y le espetó al periodista:
—Cuando la violencia física no da resultado, ¿qué hay que hacer? Un poco de tortura psicológica y todo arreglado. Él no estaba asustado y le daba igual lo fuerte que le diéramos. Pero ¿qué es lo que podía asustarle?
Brown se puso en pie y se arremangó la pernera del pantalón.
—Aquí está la maldita pistola. Tal como él dijo: una pistola en el tobillo.
—¿Y eso le hizo confesar?
—No —dijo Brown con frialdad y rabia—. El miedo le hizo confesar.
El detective bajó el brazo y con un único y repentino movimiento liberó el arma. La empuñó y apuntó a Cowart en la frente. La amartilló con un ligero y perverso clic.
—Así —dijo.
Cowart notó un repentino calor.
—El miedo, señor Cowart, el miedo y el no saber hasta qué punto puede el odio volverle a uno loco.
La pequeña pistola parecía diminuta al lado de la imponente figura del detective, que parecía desbordado por sus emociones. Se inclinó y apoyó la pistola contra la cabeza de Cowart, donde la sostuvo unos segundos, fría como el hielo.
—Quiero saber la verdad —dijo—, y no quiero esperar. —Apartó la pistola, que quedó a escasos centímetros del rostro de Cowart.
El periodista seguía paralizado en su asiento. Hizo un esfuerzo por apartar los ojos de la oscura boca del cañón y volver a mirar al policía.
—¿Va a dispararme?
—¿Debería, señor Cowart? ¿Cree que le odio lo suficiente por haber venido a Pachoula con todas sus estúpidas preguntas?
—Si no hubiera sido yo, habría sido otro —repuso Cowart con voz quebrada.
—Habría odiado a cualquiera lo suficiente como para matarlo.
El periodista sintió pánico. Sus ojos buscaron el dedo del detective, apretado contra el gatillo. Creyó ver cómo se movía. «Dios mío, va a hacerlo», pensó, y por un instante se preparó para morir.
—Dígamelo —dijo Brown con frialdad—. Dígame lo que quiero saber.
Cowart se sintió palidecer. Las manos le temblaban en el regazo. Estaba perdiendo el control.
—Se lo diré. Pero retire la pistola. —El detective se lo quedó mirando—. ¡Sí, usted tenía razón, la tuvo desde el principio! ¿Es eso lo que quería oír?
Brown asintió con la cabeza.
—¿Lo ve? —dijo en voz baja y tranquila—, no es tan difícil obligar a hablar a alguien.
Cowart lo miró y repuso:
—No es a mí al que quiere matar.
Tanny Brown se quedó inmóvil unos instantes. Luego bajó pistola.
—Cierto. A usted no. O puede que sí, sólo que todavía no ha llegado el momento.
Tomó asiento de nuevo y dejó la pistola en el brazo de la butaca; volvió a coger su vaso. Bebió para que el alcohol quemara su ira y respiró pausadamente.
—Se ha salvado por los pelos, Cowart, por los pelos.
El periodista se retrepó en su asiento.
—Últimamente me salvo de todo por los pelos.
Hubo un silencio antes de que el detective hablara de nuevo.
—¿No se quejan precisamente de eso los suyos? La gente se enfada siempre con la prensa porque trae malas noticias. Es aquello de cargarse al mensajero, ¿eh?
—Sí, muchos se lo toman de manera literal. —Cowart suspiró y soltó una carcajada. Se paró un instante a pensar—. Así es como ocurre, ¿verdad? Te apuntan con ese chisme a la cara y confiesas lo que sea.
—No viene en los manuales de la policía —contestó Brown—, pero tiene razón. La tuvo desde el principio. Ferguson le contó la verdad. Así fue cómo conseguimos su confesión. Sólo que hay un pequeño problema.
—Ya sé cuál.
Se miraron fijamente y Cowart dijo lo que ambos sabían:
—La confesión era verdad. —Hizo una pausa y añadió—: Eso es lo que dice usted, eso es lo que cree.
Brown se reclinó en la butaca.
—Exacto —dijo. Respiró hondo y asintió con un gesto—. Jamás debí permitirlo. Tengo suficiente experiencia para haber sabido lo que iba a ocurrir, pero dejé que todo se fuera al traste. Es como cuando el coche derrapa en el barro: tienes todo bajo control, pero aceleras y en un abrir y cerrar de ojos todo se te escapa, das bandazos y acabas cruzado en la carretera. —Brown volvió a coger su vaso—. Pero como ve, yo creía que nos saldríamos con la nuestra. Bobby Earl se convirtió en su propio testigo de cargo. Aquel vejestorio de abogado suyo no se enteraba de nada. Llevamos a ese cabrón al corredor de la muerte, que es lo que se merecía, con el mínimo de patrañas y falsedades. Por eso confié en que todo saldría bien. Creí que quizás al fin dejaría de tener pesadillas con la pequeña Joanie Shriver…
—Sé lo que son esas pesadillas.
—Y entonces llega usted, con todas sus malditas preguntas. Destapando cada pequeño descuido, cada mentira. Ignorando la condena, como si nunca hubiera sido dictada. Por Dios. Cuanta más razón tenía usted, más lo odiaba yo. Es comprensible, ¿no cree? —Apuró el vaso, lo dejó sobre la mesa y se sirvió otro.
—¿Por qué admitió que Ferguson había sido abofeteado cuando fui a hablar con usted? Fue eso lo que me hizo abrir los ojos…
El detective se encogió de hombros.
—No, lo que le abrió los ojos fue ver a Bruce fuera de sí. En cuanto presenció su cólera y su frustración, supe que iba a creer que había torturado a Ferguson, tal como dijo el muy cabrón. Creí que contándole una pequeña mentira, lo de la bofetada, podría ocultar la verdad. Me la jugué y perdí. Aunque por los pelos.
Cowart asintió:
—El efecto iceberg —dijo.
—Eso mismo —contestó Brown—; lo que se ve es la belleza del hielo en la cima, pero no el peligro que se oculta debajo.
Cowart rió sin humor, sólo un acceso de nervios y energía.
—Sólo un detalle más.
El detective se sonrió y dijo:
—Como ve, sé lo que le dijo Sullivan. Mejor dicho, no lo sé, pero no es difícil de adivinar. ¿Ése es el detalle?
El periodista asintió con la cabeza.
—¿Qué dijo usted que era Bobby Earl?
—Un asesino.
—Bien, creo que puede tener razón. Aunque también podría equivocarse. No sé. ¿Le gusta la música, detective?
—Sí.
—¿De qué tipo?
—Pop sobre todo. Alguna cosa de soul y rock de los sesenta para recordar la juventud. Mis hijas se ríen de mí por eso. Dicen que soy un carroza.
—¿Le gusta Miles Davis?
—Por supuesto.
—Es mi favorito.
Cowart se levantó y se acercó al equipo de música. Puso la cinta en la platina y se volvió hacia el detective.
—¿Le importa si escuchamos la última parte?
Pulsó un botón y unas melancólicas notas invadieron la estancia.
Brown se quedó mirando al periodista.
—Cowart, ¿qué está haciendo? No he venido a escuchar música.
Cowart volvió a su asiento.
—
Sketches of Spain
. Es muy famoso. Pregúntele a cualquier experto; le dirá que es uno de los hitos de la música de este país. El ritmo le atraviesa a uno, dulce y crudo a la vez. Puede que le parezca que tiene un final agradable y sencillo. Pero no.
Los instrumentos de viento empezaban a apagarse lentamente cuando irrumpió la agria voz de Sullivan. Brown se incorporó de un brinco. Estiró el cuello en dirección a los altavoces, tenso todo el cuerpo.
«… ahora le contaré la verdad sobre la pequeña Joanie Shriver… la pequeña y dulce Joanie…» Sullivan hablaba con una voz socarrona, clara y potente.
«… número cuarenta», dijo Cowart en la cinta.
La risa del asesino retumbó en el aire.
El periodista y el detective se quedaron inmóviles, dejándose envolver por la voz de Sullivan. Cuando la cinta llegó al final y se paró, ambos se quedaron mirando en silencio.
—Joder —suspiró Brown—, lo sabía. Hijo de puta.
—Así es.
Brown se levantó y entrechocó las manos. Se sentía lleno de energía, como si las palabras de Sullivan hubieran cargado el aire de electricidad. Apretó los dientes y dijo:
—Ya te tengo, cabronazo. Ya te tengo.
Cowart permaneció clavado en el sofá mirando al policía.
—De eso nada —dijo.
—¿Qué quiere decir? —El detective miró la platina—. ¿Quién más sabe algo de esto?
—Usted y yo.
—¿No les ha dicho nada a los detectives de Monroe?
—Aún no.
—¿Es usted consciente de que está ocultando pruebas importantes en una investigación por asesinato? ¿Es consciente de que eso es un delito?
—¿Qué pruebas? Un asesino embustero y psicópata me cuenta una historia. Le endilga a otro hombre varios asesinatos. ¿Y qué? Los periodistas oímos cosas parecidas cada día. Escuchamos, analizamos y desechamos. Dígame: ¿pruebas de qué?
—De su puta confesión. La descripción de las muertes de su madre y su padrastro. De cómo lo tramó todo. Una declaración póstuma, como dijo él, es válida ante un tribunal.
—Mintió. Mintió a diestro y siniestro. A mi juicio, al final ya no era capaz de discernir la verdad de la ficción.
—Y una mierda. A mí me parece una declaración sincera.
—Porque usted está predispuesto a creérsela. Mírelo así: imagínese que le digo que el resto de la entrevista es puro embuste. Que se atribuye asesinatos que no pudo cometer. Que incurre en todo tipo de incoherencias. Que era grandilocuente, egocéntrico, que quería pasar a la historia por sus actos. ¡Pero si sólo le faltaba admitir que disparó contra Kennedy y que sabía dónde encontrar el cuerpo de Jimmy Hoffa! Ahora que tiene un poco más de visión de conjunto, ¿no se pregunta si estaría diciendo la verdad al hablar de este o aquel asesinato?
Brown titubeó.
—No.
Cowart lo miró.
—De acuerdo. Puede que fuera así.
—¿Y qué hay de él y Bobby Earl? ¿A qué viene la traición? Tal vez creía que de esa manera se la devolvería a Bobby Earl. ¿Qué sentido tiene todo esto? Ahora que está muerto no podemos ni preguntárselo, a no ser que esté usted dispuesto a bajar al infierno.
—Lo estoy.
—Y yo.
El detective le lanzó una mirada fulminante> pero después relajó la expresión y movió la cabeza.
—Creo que ya entiendo.
—¿El qué?
—Por qué es tan importante para usted creer que Bobby Earl sigue siendo inocente. Ya sé por qué ha dejado su propia casa hecha un estropicio. Su apacible vida se vino abajo cuando oyó lo que Sullivan le decía, ¿no?
Cowart hizo un gesto dando a entender que aquello era obvio.
—Premios, reputación, porvenir. Palabras mayores. Quizás habría preferido retroceder en el tiempo, ¿no, señor Cowart?
—Eso no es posible —contestó en voz baja.
—Claro que no. Quizás usted puede mirar hacia otro lado en muchas ocasiones, pero esta vez no puede quitarse de la retina a la chiquilla muerta en aquella ciénaga, ¿no? De nada le sirve cerrar los ojos.
—Así es.
—Así que también usted está en deuda, ¿verdad, señor Cowart?
—Eso parece.
—¿Necesita enmendarse? ¿Devolver el orden al mundo?
Cowart esbozó una sonrisa taciturna y se sirvió otra copa. Le hizo un gesto a Brown para que se sentara. El detective lo hizo, pero en el borde del asiento, tenso como si se dispusiera a saltarle encima.
—Muy bien —dijo el periodista—. Usted es el detective. ¿Por dónde empezaría? ¿Yendo a ver a Bobby Earl?
Brown reflexionó.
—Tal vez. La presa no caerá a no ser que la trampa esté perfectamente tendida.
—Eso si es que tenemos trampa alguna que tender. Y si es que él es la presa.
—Veamos —dijo Brown—. Sullivan dijo un par de cosas que pueden comprobarse en Pachoula. Tal vez haya que volver a hablar con la anciana y echar un vistazo a su casa. Según Sullivan hay algo que pasamos por alto. Averigüemos si decía la verdad. Podemos empezar por ahí, a ver qué es verdad y qué no lo es.
Cowart asintió.
—Muy bien. Pero a no ser que demos con fotos de Ferguson con las manos en la masa, no nos servirá de mucho… No podemos hacerle nada, al menos a través de los tribunales. Sabe muy bien que no podemos llevarle a juicio, y mucho menos con esa confesión de por medio. Ningún tribunal admitiría el caso a trámite. —Respiró hondo—. Y hay algo más. Si nos presentamos ante la anciana, se dará cuenta de que algo pasa. Y en cuanto ella lo sepa, él lo sabrá también.
Brown asintió, pero añadió:
—Con todo, quiero una respuesta.
—Yo también. Pero piense en el caso de Monroe. Si lo hizo él, y lo digo en condicional, si lo hizo, podría pillarlo por ahí. —Hizo una pausa y luego rectificó—: Podríamos pillarlo por ahí.
—¿Y con eso todo arreglado? ¿Lo metemos otra vez en el corredor de la muerte? Borrón y cuenta nueva, ¿es eso lo que está pensando?
—Es posible. Espero.
—La esperanza —dijo el detective— es algo en lo que jamás he creído. Como en la suerte o la religión. Y de todos modos —sacudió la cabeza—, tenemos el mismo problema: un hombre a punto de morir sostiene que ha hecho un trato criminal. La única prueba son los muertos del condado de Monroe. ¿Cree que podríamos encontrar un arma y relacionarla con Bobby Earl? Quizás utilizó una tarjeta de crédito para comprar un billete de avión y alquilar un coche, así podríamos situarlo en el lugar el día de los hechos. ¿Cree que pudo verlo alguien? ¿O quizá se encargó de sellarles la boca? ¿Lo cree tan estúpido como para dejar huellas o cabellos o cualquier otra prueba forense que sus estimados amigos de la policía de Monroe estén dispuestos a cederle sin hacer preguntas? ¿No cree que después de la primera vez debió de aprender la lección y que ahora no habrá dejado rastro alguno?