—No lo sé. Ni siquiera sé si lo hizo.
—Si no fue él, ¿quién coño fue? ¿Cree que Sullivan pudo hacer más encargos desde la prisión?
—Yo sólo sé una cosa: los encargos, los engaños y la manipulación eran su especialidad, para eso vivía.
—Y por eso murió.
—Efectivamente. Puede que fuera su último encargo.
Brown se relajó en su asiento. Sacó la pistola, jugueteó con ella y pasó un dedo por el metal azulado.
—Se aferra usted a eso de la objetividad, señor Cowart. Le da igual estar quedando como un imbécil.
Cowart fue presa de la ira.
—No tan imbécil como alguien que le saca a bofetadas la confesión a un asesino y consigue que por ello lo dejen libre.
Hubo un breve silencio entre ambos antes de que el detective dijera:
—Y también está ese otro fragmento de la cinta, ¿verdad? Aquel en que Sullivan dice: «Alguien como yo.» —Miró al periodista con aspereza—. ¿No le llamó la atención? ¿Qué cree que quiso decir? —siseó—. ¿No le parece que deberíamos encontrarle respuesta a esa pregunta?
—Sí —admitió Cowart con amargura e hizo una pausa—. Muy bien. Tiene razón. Manos a la obra. —Miró fijamente al policía—. ¿Hay trato?
—¿Qué clase de trato?
—No lo sé.
Brown asintió con la cabeza.
—En ese caso, supongo que sí.
Ambos se observaron. Ninguno de los dos confiaba en el otro lo más mínimo, pero sabían que era necesario averiguar la verdad; el problema, se decían para sus adentros, era que cada uno de ellos necesitaba una verdad distinta.
—¿Y qué hacemos con los detectives de Monroe? —preguntó Cowart.
—Dejémosles hacer su trabajo. Al menos de momento. Tengo que ver por mí mismo qué fue lo que pasó.
—Regresarán. Creo que soy lo único que tienen para sacar el caso adelante.
—Entonces ya veremos —dijo Brown—. Pero a mí me da que volverán a la prisión. Es lo que yo haría si estuviera en su lugar. —Señaló la cinta—. Y si no supiera eso.
El periodista sacudió la cabeza.
—Hace unos minutos me acusaba de violar la ley.
Brown se puso en pie y le lanzó una mirada breve pero feroz. Cowart se la sostuvo.
—Me temo que habrá que violar unas cuantas leyes más si queremos acabar con esto —murmuró el policía.
Una oleada de calor parecía interponerse entre el azul pálido del océano y el cielo. Avanzaban a través del bochorno, respirando con dificultad. Ambos iban en silencio, pensativos, levantando una polvareda al caminar y pisando de vez en cuando alguna concha o un fragmento de coral de los que pueden encontrarse por Tarpon Drive. Ninguno de los dos veía en el otro a un aliado; lo único que sabían era que estaban complicados en un mismo asunto y que lo más seguro era mantenerse unidos. Cowart había aparcado su coche junto a la casa donde había encontrado los cuerpos. Luego habían ido puerta por puerta con un retrato de Ferguson sacado del archivo fotográfico del
Journal
.
A la tercera casa ya habían establecido la manera de proceder: Tanny Brown mostraba su placa, Matthew Cowart se identificaba. A continuación enseñaban la foto y hacían una única pregunta: «¿Ha visto alguna vez a este hombre?»
Una joven con un vestido amarillo y un mechón de pelo rubio pegado a la frente a causa del sudor se cargó su majadero niño a la cadera, observó la foto y negó con la cabeza. Dos adolescentes que estaban arreglando un motor fueraborda en el jardín de otra casa escrutaron la fotografía con una atención que seguramente no prestaban en clase, pero su respuesta también fue negativa. Un hombre fornido, con barriga prominente, vestido con unos vaqueros viejos y una chaqueta sin mangas con un parche de Harley Davidson en el pecho, se negó a atenderles diciendo: «No hablo con polis ni con periodistas. No sé nada que les pueda ser útil.» Y les dio con la puerta en las narices con tanta fuerza que tembló hasta el marco.
Siguieron recorriendo la calle. Había quien, en vez de contestar, preguntaba: «¿Quién es este tío?», «¿Por qué lo preguntan?»
Cowart no tardó en percatarse de que Brown tenía tendencia a tomarse los casos como una cuestión personal. Si le preguntaban: «¿Tiene algo que ver con los asesinatos que hubo al otro lado de la calle?», replicaba: «¿Sabe algo acerca de lo ocurrido?»
La pregunta era recibida con miradas perplejas y negaciones de cabeza.
Brown les preguntaba también si había pasado por allí alguien del departamento de policía de Monroe. Todos contestaron afirmativamente. Recordaban a una joven detective arisca y arrogante que había llegado el día que aparecieron los cuerpos. Pero nadie había visto ni oído nada fuera de lo habitual.
—Están siguiendo la otra pista —farfulló Tanny Brown.
—¿Quiénes?
—Sus amigos de Monroe. Han hecho lo que yo habría hecho.
Cowart asintió. Echó un vistazo a la fotografía que tenía en la mano pero se negó a verbalizar sus oscuros pensamientos, que contrastaban con la cegadora luz del sol.
El sudor oscurecía el cuello de la camisa del detective.
—Qué romántico, ¿no? —gruñó.
Estaban ante una valla metálica que protegía una caravana azul eléctrico, algo corroída, con el adhesivo de un exótico flamenco rosa pegado en la puerta delantera. El sol se reflejaba en los acabados metálicos de la caravana de modo que todo el remolque resplandecía. Un pequeño acondicionador de aire colgaba de una ventana, luchando contra el bochorno entre zumbidos y chasquidos. A menos de diez metros, y atado a un poste medio inclinado, un pitbull moteado vigilaba a los dos hombres. Cowart reparó en que, a pesar del calor, el perro no sacaba la lengua sino que mantenía la mandíbula bien cerrada. Parecía atento aunque no exactamente alerta; como si al animal le pareciera inconcebible que alguien quisiera disputarle el señorío del jardín o ponerse a su alcance.
—¿A qué se refiere? —preguntó Cowart.
—Alguien tendría que llamar a la policía. —Brown observó al perro y después la puerta—. Habría que pegarle un tiro a ese bicho. ¿Ha visto alguna vez lo que uno de ésos puede hacerle a una persona? ¿Y a un niño?
Cowart asintió con un gesto. Los pitbull eran un clásico en Florida. En el sur del estado los camellos los empleaban como perros de vigilancia. Los chavales de los alrededores del lago Okeechobee los criaban en unas granjas ilegales llenas de inmundicia, donde los adiestraban para defensa y ataque. Muchos vecinos los tenían por miedo a los ladrones y fingían sorpresa cuando el animal le destrozaba la cara al hijo de algún vecino. Una vez había escrito un artículo al respecto, después de visitar una oscura habitación de hospital donde yacía un niño de doce años lleno de vendajes y mudo a causa del dolor y una mala operación de cirugía plástica. Su amigo Hawkins intentó denunciar al dueño del perro por agresión con arma letal, pero no prosperó.
La puerta de la caravana se abrió y apareció un hombre de mediana edad que se quedó observándolos. Vestía camiseta blanca y pantalones caquis que llevaban meses sin ver una lavadora. El pelo empezaba a clarearle, las greñas parecían pegadas a mechones en el cuero cabelludo, y su cara, rubicunda y con gesto de malas pulgas, estaba sin afeitar. Avanzó hacia ellos sin hacer caso del perro, que cambió de posición, meneó la cola y siguió vigilando.
—¿Ocurre algo?
El teniente le enseñó su placa.
—Tenemos un par de preguntas.
—¿Sobre esos tíos a los que les metieron un tajo en el cuello?
—Precisamente.
—Ya vinieron otros maderos a preguntar. Yo no sé nada.
—Quiero enseñarle la foto de una persona, por si la ha visto por aquí en las últimas semanas o en otro momento.
El hombre accedió con un gesto y se detuvo a pocos metros de la valla.
Cowart le tendió la fotografía de Ferguson. El hombre la observó y a continuación sacudió la cabeza.
—Mírela bien. ¿Está seguro?
El hombre miró a Cowart, molesto.
—Claro que estoy seguro. ¿Es un sospechoso o algo?
—Sólo queremos saber un par de cosas sobre él —contestó Brown, y cogió la fotografía—. ¿No lo ha visto merodeando, o quizá conduciendo un coche alquilado?
—No —respondió el hombre. Sonrió dejando a la vista una mermada dentadura amarillenta—. No he visto a nadie ni merodeando ni en ningún coche alquilado. Le diré más: es usted el primer negro que veo por aquí en mi vida. —Escupió, soltó una risa sarcástica y añadió—: Se parece a usted. Negro… —Pronunció la palabra alargando las dos sílabas con tono de mofa mordaz.
Luego el hombre volvió el rostro sonriente hacia el perro y dio un silbido; el animal se puso en pie al instante, erizó el pelaje de los cuartos traseros y enseñó los dientes. Cowart dio un paso atrás al percatarse de que aquel hombre probablemente dedicaba más tiempo, empeño y dinero en alimentar al perro que a sí mismo. Pero Brown no se inmutó. Transcurrido un momento, marcado por el grave gruñido del perro, el policía retrocedió y echó a andar por la calle. Cowart tuvo que acelerar para no perderlo.
—Vámonos —dijo Brown.
—Aún nos quedan algunas casas.
—Vámonos —repitió Brown. Se detuvo y señaló en torno a las decrépitas casas y caravanas—. Ese cabrón tiene razón.
—¿A qué se refiere?
—Un negro conduciendo por esta calle a plena luz del día cantaría como una almeja. Sobre todo un negro joven. Si Ferguson estuvo aquí, vino al amparo de la noche. Puede que lo hiciera, pero corrió un gran riesgo.
—¿Qué riesgo habría habido a medianoche? Nadie le habría visto.
El policía se apoyó en el lateral del coche.
—Venga, Cowart, piénselo. Le dan una dirección y le encargan un asesinato. Le encargan que vaya a un lugar en el que nunca ha estado, que encuentre una casa que nunca ha visto, que entre y que se cargue a dos personas que no conoce y que luego se largue sin dejar pruebas y sin llamar la atención. El riesgo era enorme. Así que primero habría ido a ver el sitio y con quién tendrá que vérselas. ¿Y cómo iba a hacerlo sin que lo vieran? Aquí nadie se mueve del barrio, coño, la mitad son jubilados que se pasan el día sentados ahí fuera aunque el sol caiga a plomo, y la otra mitad son incapaces de trabajar más de diez minutos seguidos. Excepto mirar, no tienen mucho que hacer.
Cowart sacudió la cabeza.
—Pero cosas como ésta ocurren cada día —contestó—. ¿A qué se refiere?
—Claro que ocurren. Supongamos que Sullivan le dio el plan ya hecho, que le facilitó toda la información necesaria… —Hizo una pausa—. Vale, es posible, pero creo que después de haber pasado tres años en el corredor, Ferguson se cuidaría mucho de hacer algo que pudiera devolverle allí dentro por un descuido.
Al periodista le pareció un razonamiento sensato, pero se resistía a admitirlo.
—¿Por qué tuvo que haber venido la semana pasada? Pudo haber venido mucho antes. Quizá fue lo primero que hizo al salir de la cárcel. En cuanto dejó de ser noticia, cuando hacía un par de semanas que su cara ya no salía en los periódicos ni en la tele. Llega con cara de inocente y da una vuelta por aquí. Sabe que son una pareja de ancianos y que tienen una rutina fija. Se hace una idea general de lo que tendrá que hacer. Quizá llama a la puerta, trata de venderles una enciclopedia o que se suscriban a una revista. Se queda en la casa lo suficiente para echar un vistazo sin levantar sospechas. Luego se larga. ¿Qué más da que lo vean?, sabe que cuando vuelva ya se habrán olvidado de él.
Brown asintió con un gesto y miró a Cowart.
—No está mal para un periodista —dijo—. Es posible. Habrá que considerarlo. —Esbozó una leve sonrisa antes de añadir—: Aunque no es eso lo que usted desea averiguar. Lo que a usted le interesa es comprobar que no pudo haberlo hecho. No cómo lo hizo, ¿cierto?
Cowart abrió la boca para responderle, sin llegar a hacerlo.
—Y hay más, Cowart —continuó Brown—. Lo que voy a decirle le gustará porque hace que su hombre parezca inocente. Supongamos que Sullivan pactó ese encargo, como él afirma, pero no con Bobby Earl sino con otra persona, y que en realidad quería asegurarse de que nadie iba a mirar bajo la piedra adecuada. ¿Qué mejor manera de asegurarse que contándole a usted que Mister Inocente era el asesino? Sabía que tarde o temprano alguien vendría a esta calle con una foto de Bobby Earl en la mano. Y si el nombre de Bobby Earl aparece de nuevo en la prensa, el tipo tendrá tiempo de sobra para destruir cualquier prueba. Un poco más de confusión. —Hizo una pausa—. Usted sabe muy bien lo importante que es ser rápido de reflejos en un caso de asesinato, ¿verdad, Cowart? Antes de que el tiempo borre los hechos y las pruebas.
—Sé lo importante que es ser rápido de reflejos. Eso es lo que usted hizo en Pachoula y mire en qué berenjenal nos hemos metido.
Brown frunció el ceño.
Cowart notó cómo el sudor de las axilas le resbalaba cosquilleándole las costillas.
—Todo puede ser —contestó.
—Así es.
Brown se enderezó y se frotó la frente con una mano, como si quisiera arrancar los pensamientos de su interior. Suspiró.
—Quiero ver el escenario del crimen —dijo, y echó a andar por la calle a buen paso, como si caminando deprisa pudiera dejar atrás el calor que los abrumaba.
Al llegar al número 13, el policía vaciló y dijo:
—Bueno, al menos las circunstancias le eran propicias.
—¿Qué quiere decir?
—Fíjese en la casa, Cowart. Es un lugar ideal para matar a alguien. —Hizo un gesto con el brazo—. Apartada de la calle, sin vecinos cerca. ¿Ha visto cómo está dispuesta la casa? De noche es imposible saber qué ocurre allí dentro a menos que se acerque uno hasta aquí. ¿Le parece que ese Míster Dientes Podridos se toma la molestia de pasear al perro por la noche? Apuesto a que, cuando el sol se pone y los vecinos encienden la tele después de un par de copas, por la calle no anda nadie más que esos adolescentes. Todos los demás están borrachos o viendo la reposición de Dallas o rezando para el día del Juicio. Seguro que estos de aquí no creían que les fuera a llegar tan pronto.
Cowart escudriñó el exterior de la casa. Imaginó el lugar de noche y le pareció que Brown llevaba razón. Tal vez hubo gritos, como si la pareja estuviera discutiendo, pero debieron de mezclarse con el volumen alto de los televisores. Botellas rotas, gritos de borracho, quizá ladridos de perro. Incluso en el caso de que alguien oyera un coche arrancando a toda prisa, debió de pensar que era algún chaval.