—Bruce, ¿sabes lo que creo?
—Apuesto a que lo mismo que yo.
—Sullivan le contó algo que Cowart no quería oír. Algo que no concuerda con la versión que él se había montado.
—A veces la vida no es tan sencilla como parece, ¿verdad, jefe?
—Desde luego.
—El caso es que ese capullo no habría salido con esa cara de zombi sólo porque alguien le hubiera confesado un puñado de asesinatos, por muchos que sean —dijo Wilcox—. Vamos, todo el mundo daba por hecho que Sully tenía más crímenes a las espaldas de los que había confesado, eso no es ninguna sorpresa…
—… pero sólo hay un asesinato que signifique algo para él —acabó Brown el razonamiento.
—Exacto.
«Y sólo hay un asesinato que signifique algo para mí», pensó Tanny Brown.
Condujo lentamente bajo la tenue luz del amanecer mientras las preguntas se le agolpaban en la cabeza. Divisó al repartidor de periódicos en su bicicleta, zigzagueando por la calle, y detuvo el coche tras él. El chico se volvió, reconoció al detective y lo saludó antes de reanudar el pedaleo. Brown lo vio alejarse entre las sombras lánguidas de la mañana que difuminaban los contornos del barrio, otorgándole el aspecto de una fotografía ligeramente desenfocada. Aparcó el coche en la entrada de su casa y miró en derredor. Contempló la seguridad del mundo moderno: hileras regulares de sólidas casas pintadas de blanco reluciente o tonos pastel claro, todas bien delimitadas con sus setos y arbustos impecables, césped en los jardines y últimos modelos de coches aparcados a la entrada. Una existencia sencilla, de clase media. Todas las casas pertenecían a una promoción de diez manzanas proyectada por una sola constructora con el objetivo de crear una comunidad con personalidad y uniforme a la vez. Aquello ya no era el viejo Sur. Médicos, abogados, y lo que en su día fue la ciase trabajadora: policías, como él. Negros y blancos. El Estados Unidos moderno estaba progresando. Se miró las manos. «Suaves —pensó—. Manos de oficinista. No como las de mi padre. —Se fijó en su cada vez más prominente barriga—. Madre mía —pensó—. Y encima vivo aquí.»
Ya en la casa, colgó su pistolera en un perchero, junto a las dos mochilas del colegio llenas de cuadernos y papeles. Sacó la pistola y, como de costumbre, revisó las recámaras. Era una Magnum 357 de cañón corto, cargada con munición diábolo. Sopesó la pistola en la mano y se recordó que debía reservar hora en el recinto de prácticas de tiro del departamento; habían pasado meses desde la última sesión. Abrió el cajón donde guardaba el seguro del gatillo y bloqueó la palanca. Dejó la pistola en el cajón y se agachó para quitarse el arma de repuesto de la funda del tobillo.
De la cocina llegaba aroma a beicon frito y se encaminó hacia allí pasando junto al mobiliario danés y las fotos enmarcadas. Se quedó parado un instante en el umbral de la cocina, observando a su padre, que estaba inclinado sobre los fogones, cascando unos huevos sobre una sartén.
—Hola, viejo —dijo.
Su padre no se movió, pero blasfemó al saltarle un poco de grasa del beicon a la mano.
—He dicho buenos días.
Su padre se volvió lentamente.
—No te he oído entrar —dijo sonriente.
Tanny Brown le dedicó una sonrisa. Su padre ya no oía muy bien. Él se acercó y le pasó el brazo por los hombros. Notó los huesos del anciano bajo su descolorida camisa de algodón. Dio un pequeño apretón a su padre, pensando en lo delgado que se había quedado, en su aspecto de fragilidad, como si fuera a romperse con el abrazo. Sintió una sombra de tristeza en su interior, recordó los tiempos en que pensaba que no había nada en el mundo que aquellos brazos no pudieran levantar. Toda esa fuerza arrebatada por la enfermedad. Pensó: «Creces ansioso esperando el día en que seas más fuerte y más duro que tu padre, pero cuando llega ese día te sientes incómodo y avergonzado.»
—Te has levantado temprano —comentó Brown apartando el brazo.
Su padre se encogió de hombros. Ya apenas dormía, Brown lo sabía. Se lo impedían el dolor y cierta rebeldía.
—¿Y por qué me llamas «viejo»? No soy tan viejo. Todavía podría darte una buena tunda.
—Seguro que sí —respondió Brown sonriendo. Aquélla era una fábula con la que ambos disfrutaban.
—Claro que podría —insistió su padre.
—¿Se han levantado las niñas?
—No. He oído movimiento por ahí. A lo mejor el olor a beicon las despierta. Pero son jóvenes y perezosas y no les gusta levantarse por las mañanas. Si tu madre siguiera con nosotros, se encargaría de que estuvieran firmes como una vela al primer canto del gallo. Y estarían aquí friéndose ellas mismas el beicon. Y quizás hasta haciendo galletas.
Brown meneó la cabeza.
—Pues si su madre siguiera aquí, les diría que durmieran hasta las tantas. Las dejaría perder el autobús y las llevaría ella misma al colegio.
Los dos hombres se rieron asintiendo con la cabeza. Brown sabía perfectamente que las quejas de su padre eran impostadas; el anciano sentía adoración por sus nietas.
Su padre se volvió hacia los fogones.
—Te prepararé unos huevos. Una noche dura, ¿eh?
—Una mujer disparó a su ex marido cuando se presentó en su casa con una pistola. Nada extraordinario ni especial, papá. Triste y muy sangriento, eso sí…
—Siéntate. Tienes que estar molido. ¿Por qué no trabajas con un horario fijo?
—La muerte no tiene horario fijo, así que yo tampoco.
—Supongo que ésa es la excusa por la que no fuiste a misa el domingo pasado. Ni el anterior.
—Bueno…
—Si tu madre viviera te sacudiría un buen cachete por no ir a misa. Y luego a mí por permitirlo. Hijo, eso no está bien, ¿sabes…?
—Ya. Iré el domingo. Al menos lo intentaré…
Su padre batió los huevos en un cuenco.
—No me gustan nada todos estos cacharros modernos. Como ese maldito trasto eléctrico de ahí, que a saber lo que es.
—Un microondas.
—Eso, pues no funciona.
—Tú no sabes utilizarlo, que es diferente.
Su padre sonrió. Brown sabía que el anciano albergaba una contradictoria sensación de superioridad por haberse criado en un mundo donde uno hacía sus necesidades en la calle, almacenaba nieve en las neveras, sacaba el agua de un pozo y cocinaba con leña; había vivido siempre al aire libre en un mundo antiguo y conocido y, siendo ya mayor, había tenido que trasladarse a un lugar que, más que una casa, le parecía una nave espacial. Todos los electrodomésticos de la clase media le hacían mucha gracia y la mayoría de ellos le resultaban del todo inútiles.
—Es que no acabo de ver para qué demonios sirve ese trasto, aparte de para descongelar.
En ese sentido Brown le daba la razón a su padre.
Observó cómo las manos deformadas del anciano ponían los huevos en la sartén y luego les daban la vuelta, plegándolos con maestría. «Admirable», pensó. La artritis le había arrebatado gran parte de su movilidad; la edad, buena parte de la vista y el oído; una dolencia cardíaca le había consumido la energía y lo había dejado en los huesos y la piel, una piel que antaño marcaba sus músculos y que ahora pendía fláccida de sus brazos. Pero la destreza de viejo curtidor no lo había abandonado. Todavía era capaz de coger un cuchillo y partir una manzana en trozos iguales, de coger un lápiz y trazar una línea recta perfecta. La única diferencia era que ahora le dolía al hacerlo.
—Aquí tienes. Creo que ha quedado bueno.
—¿Tú no comes?
—No. Haré sólo para las niñas. Yo tomaré café con un trozo de pan. —El anciano se miró el pecho—. No hace falta mucha cosa para mantenerme en pie. —Se deslizó lentamente en una silla con esfuerzo y molestias evidentes. El hijo fingió no percatarse—. Malditos huesos viejos.
—¿Qué has dicho?
—Nada.
Durante unos instantes permanecieron en silencio.
—Theodore —dijo el padre al cabo—, ¿cómo es que no has pensado nunca en encontrar otra mujer?
El hijo sacudió la cabeza.
—No encontraré nunca otra Lizzie —dijo.
—¿Cómo lo sabes si no buscas?
—Cuando mamá murió, tú tampoco te pusiste a buscar otra mujer.
—Yo ya era mayor. Tú aún eres joven.
Brown volvió a negar con la cabeza.
—Tengo todo lo que necesito. Todavía te tengo a ti, y a las niñas y mi trabajo y esta casa. Estoy bien.
El anciano gruñó, pero no dijo nada. Cuando su hijo terminó, cogió el plato y lo llevó lentamente al fregadero.
—Voy a despertar a las niñas —dijo Brown.
Su padre asintió con otro gruñido. El hijo se quedó inmóvil, observándolo. «Menudo par —pensó—. Un viudo joven y un viudo viejo educando a dos niñas lo mejor que saben.» Su padre comenzó a murmurar para sí mientras fregaba los platos. Brown reprimió una risa cariñosa. Seguía negándose a utilizar el lavavajillas y tampoco dejaba que los demás lo hicieran. Insistía en que sólo había una forma de garantizar que las cosas quedaran bien limpias, y era limpiándolas uno mismo. Él, a su manera, pensaba que eso era lo correcto. Cuando las niñas protestaron, poco después de que el abuelo se mudara a la casa, Brown les había explicado que su padre estaba chapado a la antigua. La explicación sembró inquietud en el hogar durante unos días. Al llegar el fin de semana Tanny Brown había montado a sus hijas en su coche sin distintivos y las había llevado a ochenta kilómetros al norte, a Bay Minette, justo en la frontera con Alabama. Habían atravesado la pequeña y polvorienta ciudad compuesta de inexpresivos edificios de ladrillo que brillaban con el calor del mediodía y, después de pasar por un largo y fresco pasillo de sauces llorones que les adentró en el campo, habían llegado a una granja.
Brown había cruzado con las niñas una gran extensión hasta llegar a un valle donde el calor parecía suspendido en el aire, dificultándoles la respiración. Les señaló un grupo de casuchas, ya deshabitadas, desvencijadas por el paso del tiempo, pintadas en rojos y marrones descoloridos por los años, y les contó que allí era donde había nacido y crecido su abuelo. Luego las llevó de regreso a Pachoula y les mostró la escuela segregada donde el abuelo había aprendido a leer y escribir, y después la parte de la granja donde había trabajado duro para llegar a ser cuidador y donde había aprendido el oficio de curtidor. A continuación les enseñó la casa que el abuelo había comprado en lo que en su día se conocía como Blacktown y donde la abuela había montado su negocio de costura, en el que se labró una reputación tan buena que su talento superó las fronteras raciales. Fue la primera de la comunidad en conseguirlo. Les mostró también la pequeña iglesia blanca donde el abuelo había sido diácono y la abuela había cantado en el coro. Finalmente, regresaron a casa y el asunto del lavavajillas no se volvió a mencionar.
«Yo también olvido —pensó—. Todos lo hacemos.»
El pasillo de la habitación de las niñas estaba repleto de fotografías de la familia. Contempló una suya, vestido de defensa y con un balón de fútbol entre las manos. Podía apreciarse que la brillante camiseta estaba deshilachada cerca de las hombreras. Los uniformes rojos y grises de su escuela eran los usados de un distrito blanco adyacente. «Las niñas no entienden eso —pensó—. No entienden lo que era saber que todos los equipos, todos los libros de la biblioteca, todos los pupitres de las clases ya habían sido usados y desechados en el instituto de blancos.» Recordaba que la primera vez que cogió su casco de fútbol de segunda mano tenía un surco ennegrecido de sudor en el interior. Había tocado el relleno para comprobar si era diferente. Luego se había llevado los dedos a la nariz para ver cómo olía. Sacudió la cabeza al rememorar aquello. «Mi visión cambió con la guerra», pensó. Sonrió. El año 1969. La marcha a Washington había sido seis años antes. La Ley de Derechos Civiles se había aprobado un año después. La Ley de Derecho de Voto, en 1965. El Sur entero estaba revolucionado con el cambio. Él había vuelto del servicio militar y había ido al instituto amparándose en la Ley de Veteranos y luego, al regresar a Pachoula, se había enterado de que la escuela para negros a la que había asistido ya no existía. Se estaba construyendo un enorme y feo edificio de cemento que sería el nuevo instituto regional. Crecían malas hierbas en los campos de juego que él conocía. La tierra rojiza con la que él solía mancharse el uniforme de fútbol estaba cubierta por una maraña de hierbajos. Recordó los brindis y pensó que había habido demasiadas pocas victorias en su vida.
Sacudió de nuevo la cabeza. «No hay que olvidar», pensó. Recordó el epíteto espetado por el hermano del hombre muerto hacía unas horas. Nada de eso ha cambiado.
Llamó a la puerta de la habitación de su hija mayor.
—¡Vamos, Lisa! ¡Hay que levantarse! ¡Venga!
Se volvió rápidamente y dio unos golpecitos en la puerta de la otra chica.
—¡Samantha! ¡Arriba! ¡Hora de ponerse en marcha! ¡Que hay que ir al cole!
Las quejas de las niñas lo divertían y por unos instantes lograron desterrar de su cabeza Pachoula, la niña asesinada y los dos hombres que habían ocupado una celda en el corredor de la muerte.
Tanny Brown pasó la siguiente media hora cumpliendo su papel de padre moderno en un día de colegio, es decir, persiguió, insistió y peleó hasta que, al fin, consiguió el resultado deseado: las dos niñas en la puerta con los deberes hechos y la fiambrera llena a tiempo de coger el autobús. Cuando las niñas se fueron, su padre se recluyó en su habitación para intentar dormir un rato y él se quedó a solas con la mañana. El sol inundaba la habitación y sentía que todo estaba al revés. Tenía la sensación de ser un extraño animal nocturno atrapado por la luz del día, moviéndose de sombra en sombra en busca de la familiaridad y la seguridad de la noche.
Contempló la habitación y sus ojos se posaron en un florero vacío que descansaba sobre un anaquel. Era muy alto, con una elegante forma de reloj de arena y una flor pintada ascendiendo por la cerámica. Sonrió. Recordaba que su mujer lo había comprado cuando estuvieron en México de vacaciones y que lo había traído en la mano todo el camino de vuelta a Pachoula; no se fiaba de los mozos, ni de los que cargaban las maletas ni de los porteros. Cuando llegaron a casa, ella lo colocó en el centro de la mesa del comedor y lo tenía siempre con flores. Ella era así. Cuando quería algo, lo conseguía. Aunque supusiera llevar un estúpido florero en la mano.
«Pero ya no hay más flores que las niñas», pensó.