Levantó los ojos hacia la estrecha franja de cielo visible por encima del cañón. La luz de la luna quedaba eclipsada por el resplandor frío y sobrenatural que, desde aquel lugar privilegiado, dominaba la atmósfera superior y proyectaba peculiares sombras carentes de dimensiones sobre los picos. Desde aquel lugar esperaba sentir alguna vibración procedente de las masivas operaciones de extracción que se efectuaban día y noche y que no podían estar a más de tres o cuatro kilómetros de allí; pero no había nada. Sólo la quietud y el silencio.
Llevó una mano a la piedra-imán, pero no la sacó para examinarla. Hacerlo parecía inútil; sabía muy bien lo que le diría.
«Pero ¿cómo?» se preguntó mentalmente. O quizá fue a la piedra a quien se lo preguntó. «¿Cómo vamos a penetrar en las montañas, si no hay un camino, ni un sendero, sólo este interminable cañón?»
Algo parpadeó por un brevísimo instante en la periferia de su campo de visión; una luciérnaga, quizás, atravesando el aire a toda velocidad y lanzando su rojo y dorado destello. Índigo se frotó los ojos, que le escocían por el calor y el polvo; luego sacudió la cabeza para despejarse, mientras la imagen de la luciérnaga danzaba sobre sus retinas. Extendió los brazos, flexionó los dedos para desentumecerlos..., se detuvo, y clavó los ojos en el sendero que discurría ante ella.
Había más chispas diminutas flotando en el cañón, pero no eran luciérnagas. La forma en que estaban dispuestas resultaba demasiado artificial, demasiado regular. Al mirarlas con más atención observó que formaban un reluciente y desigual dibujo, casi una tosca representación de un perfil humano...
Despacio, con mucho cuidado. Índigo empezó a ponerse en pie. Otra rápida mirada a sus espaldas le mostró a
Grimya
—ahora profundamente dormida, al parecer— y a Chrysiva, que tenía la cabeza vuelta hacia el otro lado y los hombros hundidos con aire indiferente. Índigo pasó los dedos por su cuchillo
y,
siguiendo un impulso, se deslizó en silencio hasta donde estaban sus alforjas y desató la ballesta de las correas que la sujetaban. Colocó una saeta en el arco, otras tres más en su cinturón, y luego volvió a mirar al otro extremo del cañón.
La danzarina imagen resultaba menos clara ahora, pero todavía era visible.
Grimya
hizo un brusco movimiento con la cola y lanzó un curioso y gutural sonido, pero no se despertó. Chrysiva no prestó la menor atención cuando Índigo regresó en silencio al sendero y empezó a avanzar hacia las extrañas luces. Sus ojos estaban tan amoldados a la oscuridad como les era posible. La joven juzgó que los destellos estaban a unos quince o veinte metros de distancia, sin acercarse ni retroceder. Se aproximó y, por un momento, la casi humana silueta pareció brillar con más fuerza, como si estuviera a punto de adquirir una forma tridimensional. Luego de repente, cuando se preparaba para salir corriendo hacia ella, se desvaneció.
Sorprendida. Índigo no pudo detener el movimiento reflejo que ya había empezado a impulsarla hacia adelante, y lanzó un juramento entre dientes cuando uno de sus pies se estrelló contra una roca que sobresalía del suelo. Las fantasmagóricas luciérnagas centellearon ante sus ojos, confundiéndola; extendió una mano en dirección a la rocosa pared para recuperar el equilibrio... y se precipitó por una abertura. Allí permaneció tendida en el suelo.
Índigo se sentó, escupiendo polvo y sujetándose una mano dolorida. Durante unos instantes fue incapaz de asimilar lo que había sucedido; pero no tardó en comprender, y sintió una punzada de excitación.
Había una abertura en la pared de roca. Apenas si era lo suficientemente ancha como para que pudiera pasar un hombre fornido, pero, aunque pareciera imposible, había ido a dar con ella. La joven se puso en pie, con el corazón latiendo con fuerza, y se dio la vuelta, extendiendo las manos delante de ella. Estaba segura de que se llevaría una desilusión y encontraría una sólida barrera: que la grieta no tendría más de un metro o metro y medio de profundidad; pero la desilusión no llegó. Y cuando, con gran cautela, empezó a avanzar tanteando con las manos, siguió sin encontrar ninguna barrera. El suelo bajo sus pies empezó a elevarse de forma pronunciada.
Un barranco que penetraba en las montañas. Y a no más de treinta pasos del lugar en el que habían abandonado la búsqueda. La excitación le provocó una sensación de ahogo, y se obligó a respirar profundamente varias veces para calmarse. Si —
si,
se recalcó— el barranco conducía a algún sitio, resultaría un sendero penoso para el poni, especialmente con la carga añadida de Chrysiva. La brecha entre las paredes apenas era lo bastante grande para que pasara el animal; si se estrechaba algo más resultaría infranqueable. Cuando se hiciera de día lo mejor que podían hacer
Grimya y
ella era explorar un poco antes de someterlos a todos a una caminata que podía resultar infructuosa.
Cuando se hiciera de día... Índigo volvió la cabeza en dirección al sendero, luego hacia el barranco de nuevo. La corroía la impaciencia; no le hacía ninguna gracia la perspectiva de pasar la noche tumbada sin poder dormir e inquieta, contando los minutos que faltaban para el amanecer. No podría dormir, no con aquel descubrimiento tan cerca y tan frustrantemente fuera de su alcance. Y no quería esperar hasta la mañana.
¿No podría, al menos, penetrar un poco más para realizar una pequeña exploración? La marcha resultaría lenta y difícil, pero el fantasmagórico resplandor del cielo aliviaba un poco la oscuridad, y si tema cuidado no le pasaría nada.
Grimya
lo desaprobaría, pero con un poco de suerte seguiría durmiendo hasta su regreso y no se enteraría. Sólo se adentraría un poco, pensó. Para asegurarse.
Volvió la cabeza una vez más, pero sus compañeras no eran visibles, y su impaciencia la impelía a seguir adelante. Se colgó la ballesta al hombro y con una mano en permanente contacto con la pared que la flanqueaba para poder guiarse. Índigo inició el recorrido por el ascendente barranco.
Había decidido no avanzar más de cincuenta pasos y luego dar media vuelta. Pero, después de aquella cifra, el barranco seguía ascendiendo vertiginosamente, y se había ensanchado un poco, haciendo la marcha más fácil de lo que había temido. De modo que los cincuenta se convirtieron en cien, y luego vinieron otros veinte, y otros veinte más, hasta que se dijo que si seguía un poco más era posible que fuera a salir por encima de las laderas volcánicas más bajas, donde la luz del cielo sería suficiente para mostrarle el camino con más claridad.
Se detuvo en un lugar donde el barranco torcía para volver a colocar en su sitio la ballesta que había estado resbalando de su hombro y amenazaba con hacerle perder el equilibrio. Sudaba, y el aire nocturno tenía un ligero sabor metálico; por el tacto a piedra pómez de la roca bajo sus dedos supuso que el sendero serpenteaba a través del curso petrificado de un antiguo torrente de lava. Índigo sabía poco de geología, pero parecía lógico conjeturar que la corriente había tenido su origen en el centro de las montañas, y, por lo tanto, podía ser su única posibilidad de encontrar un acceso al interior de la cordillera.
Sólo unos pasos más y daría la vuelta. El camino de regreso resultaría más sencillo; podía llegar al campamento en cuestión de minutos. Y entonces tendría algo que contarle a
Grimya
cuando despertase...
Índigo lanzó un gran grito de sorpresa cuando, saliendo de ningún sitio y sin previo aviso, una abrasadora luz roja estalló de repente en el barranco. Una oleada de intensísimo calor surgió del suelo y la dejó sin aliento. La zanja de la torrentera dio una sacudida y ella giró sobre sí misma perdiendo el equilibrio; tropezó contra la pared para luego caer de rodillas en el suelo. Empezó a levantarse, pero se quedó paralizada cuando, con ojos medio cegados por el resplandor, sus aturdidos sentidos registraron la imagen de algo enorme, que se elevaba hirviente, ardiendo al rojo vivo, y que bajaba rodando desde las circundantes montañas hacia ella.
Lava,
lava derretida, ardiente y siseante, coronada de rugientes llamas, que la noche vomitaba en forma de río monstruoso y lento.
Todo pensamiento coherente se transformó en caos total, y un sudor frío invadió el cuerpo de Índigo. Era
imposible:
los volcanes estaban extinguidos desde hacía siglos; sus caudales de lava estaban fosilizados, petrificados.
¡Aquello no podía estar sucediendo!
El crepitante rugido del fuego resonó en sus oídos, con el contrapunto de una poderosa y atronadora vibración, y el calor del río de material fundido que se acercaba azotó su piel con la fuerza de un terrible oleaje. Imposible o no, la corriente de lava era real: ¡y se abría paso por el barranco, justo en la dirección en la que ella estaba!
Se volvió, resbalando sobre el esquisto y los pedazos sueltos de piedra pómez, al tiempo que luchaba por controlar el pánico que amenazaba con apoderarse de ella. No debía perder la cabeza, de lo contrario...
El terror la golpeó como un puñetazo en el estómago cuando vio el llameante afluente color naranja que se había separado de la corriente principal y describía una curva detrás de ella para abrirse paso por entre los peñascos a sus espaldas. Las rocas que había en el barranco empezaban ya a derretirse: perdían forma y solidez, y brillaban con un resplandor rojizo, luego escarlata, y por fin dorado. Su retirada quedaría cortada en cuestión de segundos.
Índigo echó a correr. La parte cuerda de su mente le gritó que era inútil, que no conseguiría llegar a lugar seguro antes de que la lava se cruzara en su camino; pero la desesperación la hizo arrojar aquel pensamiento a un lado mientras se precipitaba por la ladera. Bajo sus pies el suelo resultaba abrasador, el calor atravesaba incluso las suelas de sus zapatos; corrió más aprisa y su falda, que se había subido hasta los muslos en su ascensión, se soltó de repente en una maraña de tela que se enredó en uno de sus pies y la hizo caer al suelo. Se golpeó contra una roca sólida y rodó por el suelo, sintiendo cómo el calor la abrasaba, cuando un brillo amarillo apareció en su camino. Sus ojos lo enfocaron de nuevo y lanzó un alarido.
Una criatura gigantesca y fantasmal se alzó en el sendero frente a la joven, agitando unas patas delanteras de reptil y dando latigazos con su cola bífida, mientras unas alas enormes y membranosas golpeaban el aire hacia ella en oleadas sofocantes. Una corona de fuego brillaba a su alrededor y aquella cosa rugía: el sonido transmutaba las dimensiones transformando la realidad en pesadilla.
¡Un dragón!,
aulló su mente. Pero era un mito, una leyenda, una imposibilidad. ¡No existían los dragones! Y, de repente, por entre aquella cacofonía de pánico, un seguro y terrible instinto le dijo a Índigo lo que ocurría.
Hechicería.
¡Y ella se había introducido tranquilamente en la trampa!
Rodó de nuevo por el suelo. Se puso en pie de un salto y dio la vuelta para salir corriendo barranco arriba, lejos del vociferante fantasma que se alzaba ante ella.
No había dado ni tres zancadas cuando la escena que tenía delante estalló. De las cimas de las montañas cayó sobre ella una barrera de sonido, trueno, terremoto y tornado a la vez. Una oleada de poder abrasador la zarandeó y la arrojó dando tumbos desfiladero abajo, como si fuera una hoja azotada por un vendaval. Oyó cómo el dragón lanzaba un furioso desafío, y, mientras el mundo se fragmentaba a su alrededor, tuvo una momentánea y enloquecedora visión de una figura humana, los brazos alzados hacia el cielo, envuelta en llamas que la perfilaban haciéndola destacar contra el ardiente firmamento.
Calor... un nuevo ataque de poder... dolor...
La conciencia de Índigo se precipitó en la oscuridad y se estrelló contra la nada.
I
ntentó mover los brazos, aliviar la presión que sentía en la región lumbar; pero éstos se negaron a responder. Tenía los dedos de alguien cerrados alrededor de sus muñecas, sujetándolas... Se retorció, en un intento por desasirse, pero sólo consiguió perder el equilibrio y resbalar como la muñeca de trapo de una chiquilla, para yacer indefensa sobre el costado.
No eran dedos. Su mente aún no estaba despejada, pero supo que no eran dedos lo que la sujetaba. No eran manos: era una cuerda. Le arañaba la piel, y cuando intentó mover los brazos sintió el áspero mordisco de las hebras sobre su piel llena de ampollas.
Hacía calor. Podía sentir cómo el sudor resbalaba por entre sus pechos y por la espalda; sus cabellos estaban húmedos y pegados a sus mejillas y a su frente. El aire era caliente y el suelo sobre el que estaba tumbada también. No podía recordar dónde estaba, o cómo había llegado hasta allí.
Abrió los ojos y parpadeó en un esfuerzo por aclarar su visión. Había luz, y aunque no era intolerablemente brillante, al principio no pudo enfocar nada que estuviera en su campo visual. Luego, al cabo de algunos segundos, su visión se aclaró un poco y se encontró directamente de cara a un pequeño altar. Se habían colocado diferentes piedras de colores delante de él con mucho cuidado, formando un perfecto semicírculo, y en el centro del altar, iluminada por una humeante lámpara votiva, había una figura del tamaño de la mano de un hombre, tallada en lo que parecía ser un pedazo de basalto. En las cuencas de sus ojos brillaban ágatas y la lengua que sobresalía de su boca abierta estaba esculpida en forma de llama, al igual que sus cabellos. La rodeaba un halo de fuego, como una estilizada corona solar, y entre las extendidas manos sostenía un rayo. La figura representaba una mujer desnuda. Con un sobresalto. Índigo reconoció la obra de un experto artesano de Rayana, la diosa del fuego.
Y, con un segundo sobresalto, la feroz imagen volvió a reunir los enmarañados hilos de su memoria.
—
Grimya...
En su repentina alarma la muchacha se olvidó de las ataduras de sus muñecas e intentó ponerse en pie, para caer de nuevo torpemente de espaldas. Cerca de ella, algo lanzó un furioso siseo. Permaneció inmóvil; luego, muy despacio, volvió la cabeza.
A cincuenta metros de distancia, algo que ella había creído que existía tan sólo en las leyendas se agazapaba sobre el desigual suelo de roca, mirándola con insólitos ojos amarillos. Una salamandra. Su cuerpo era, quizá, tan largo como el brazo de ella, y estaba hecho de una llama verde tan translúcida que podía ver las diminutas arterias de fuego escarlata que palpitaban bajo su ardiente piel. Unas garras doradas arañaban la piedra, y allí donde su cuerpo tocaba el suelo, éste humeaba y lanzaba chisporroteos.