Aunque quizá no tuviera muchas otras cosas positivas, la Casa del Cobre y el Hierro por lo menos ofrecía a sus huéspedes una buena comida. Índigo escogió un plato de carne con especias cocinada con aceitunas y albaricoques en conserva. Como su bolsa estaba lo bastante llena, decidió permitirse el lujo de pedir también un acompañamiento de legumbres frescas traídas de los campos irrigados artificialmente de Agia, y algo muy escaso. Saboreando su comida, con
Grimya
devorando muy satisfecha una bandeja de carnes variadas, colocada a sus pies, empezó a relajarse un poco por primera vez en muchos días. La atmósfera de la habitación era soporífera y la conversación de los otros ocupantes de la sala se convirtió en un sordo murmullo de fondo; retirado su plato, empezó a caer en un agradable ensueño...
—Bienaventurada seáis, hermana, en esta noche propicia.
Índigo dio un respingo, levantó los ojos y se encontró con tres hombres y una mujer que bloqueaban la entrada del reservado en el que se hallaba. Iban vestidos con sobriedad, y —al igual que los celebrantes y que los mineros de la plaza— cada uno sufría algún tipo de mal, aunque sus defectos eran menos escandalosos que los que había visto antes. De sus cinturones pendían amuletos parecidos al extraño y reluciente talismán que llevaba el demente de la carretera; bajo la luz de las lámparas de la taberna su fosforescencia resultaba apagada y enfermiza.
La joven sintió cómo la pelambrera de
Grimya le rozaba,
las piernas al incorporarse el animal, con los pelos erizados. Deslizó una mano por debajo de la mesa para calmar a su amiga, proyectando mentalmente una advertencia para que se mantuviera en silencio y se comportara con cautela. Luego saludó con un gesto de cabeza al grupo.
—Buenas noches a todos.
—¿Sois forastera en Vesinum?
El más alto de los tres hombres, cuya piel parecía desprenderse en escamas, sonrió; pero aquel gesto no se extendió a sus ojos, que permanecían fijos en ella y desagradablemente fríos.
—Pues sí. —Índigo sintió que algo en su interior se erizaba al tiempo que la chispa de furia indefinida se hacía sentir una vez más.
—Entonces sed bienvenida como forastera, y como buscadora de ilustración. —La sonrisa desapareció y el rostro del hombre adoptó una expresión astuta—. ¿No sois de Charchad, hermana?
Aquella palabra otra vez. Índigo reprimió un escalofrío.
—Lo lamento —respondió con calma—. No sé nada del Charchad, quienquiera o lo que quiera que sea.
La mujer lanzó un siseo, como si la muchacha hubiera pronunciado una blasfemia, y la expresión de su interrogador se endureció.
—¡Hermana, os aconsejo que observéis el respeto apropiado! ¡No se debe pronunciar el nombre de Charchad a la ligera y os insto a retractaros de vuestro error!
Desesperada, Índigo miró a su alrededor con la intención de llamar al propietario y exigir que echara de allí a aquellos intrusos. Pero cuando lo encontró su rostro estaba vuelto hacia otro lado, y comprendió que no tenía la menor intención de intervenir.
Uno de los otros hombres habló entonces. Su boca estaba muy deformada, lo cual le producía un defecto en el habla que hacía casi ininteligibles sus palabras.
—Nuegtra hergmmana... jierra... pego... sólo pog omi-jión. A...un huede veg la uz de la vegdad, y jecibig la ben-dijión.
Índigo advirtió que
Grimya
se ponía en tensión y le siseaba en silencio:
«¡Peligro!»
«Espera.»
Los dedos de la muchacha se cerraron sobre su lomo.
«No hagas nada aún.»
El rostro de su interrogador se relajó de nuevo adoptando una gélida sonrisa.
—Desde luego, hermano, desde luego. ¡La luz de la verdad! Hermana, sois afortunada, porque nosotros, los que pertenecemos a Charchad, estamos dotados de un grado de misericordia y justicia que está ausente en el no iniciado. —La sonrisa se amplió; Índigo tuvo la impresión de que adoptaba la traicionera mueca de un reptil—. Se diría que vuestra llegada es muy oportuna, ya que podemos ofreceros una oportunidad sin precedentes para alzaros de la oscuridad en la que os movéis y dar vuestros primeros pasos por el auténtico sendero.
Grimya
se agitó de nuevo, los músculos dispuestos.
«¡Esto no me gusta! Este hombre amenaza...»
«Chisst.»
Índigo la acarició de nuevo, consciente de que su propio corazón empezaba a latir demasiado deprisa: no de miedo, sino por aquella rabia sin forma que por fin empezaba a converger en algo. Sus ojos se encontraron con la mirada firme del portavoz de Charchad, y repuso con helada formalidad:
—Señor, no tengo la menor duda de que vuestras intenciones son buenas y de que sois sincero en vuestras creencias. Pero no me gusta que se me den órdenes cuando deseo tranquilidad y soledad, y tampoco me gustan las amenazas veladas. —La cólera brilló con repentina violencia en sus ojos—. Os desearé, por tanto, buenas noches.
La mujer siseó de nuevo —Índigo se preguntó por un breve instante si podría hablar— y la apariencia de amistad desapareció abruptamente de los modales del cabecilla.
—¡Hermana, pagaréis muy cara vuestra descortesía!
Dio un paso hacia adelante y sus compañeros se arrastraron detrás de él hasta queja salida del reservado quedó completamente bloqueada. Índigo empezó a incorporarse, mientras su mano se dirigía veloz al cuchillo que pendía de su cinturón...
—¡Cenato!
La nueva voz estaba llena de autoridad, y los cuatro personajes se volvieron en redondo como si los hubieran golpeado. Un hombre alto y moreno atravesaba la habitación hacia ellos; apartó a la mujer a un lado con malos modos, empujó a uno de los hombres detrás de ella y miró furioso al vacilante cabecilla del grupo.
—Deja a la dama en paz, Cenato. ¿Cuántas veces tengo que advertirte sobre este tipo de comportamiento?
Cenato abrió la boca.
—Yo... estábamos...
—¡Estabais siendo una molestia! ¿Qué impresión creéis que le causará esto a un extraño? —Indicó en dirección a la puerta—. Fuera. Y que no vuelva a ver vuestras caras por aquí de nuevo.
Bajaron la vista hacia el suelo; murmuraron algo, se volvieron arrastrando los pies y se alejaron. El recién llegado se los quedó mirando mientras se dirigían hacia la puerta, y sólo cuando hubieron salido se volvió hacia Índigo de nuevo.
—
Saia.
—Hizo una pequeña inclinación, llevándose una palma al hombro según la costumbre de la región—. Me amo Quinas, y estoy a vuestro servicio. Os pido disculpas por la conducta de Cenato y sus amigos: son gente buena y piadosa, pero su forma de abordar a los recién llegados es a veces demasiado entusiasta.
Índigo había vuelto a sentarse en su silla, el cuchillo todavía en su funda, pero al mirar a su salvador vio que también él llevaba uno de aquellos curiosos amuletos relucientes sujeto al cinturón. Otro de ellos... El alivio y la gratitud se encogieron en su interior, y cuando respondió su voz era hostil.
—«Buenos y piadosos» no son las cualidades que yo hubiera atribuido a sus amigos, señor, si hemos de atenernos a sus modales.
El hombre hizo un gesto de impotencia.
—Me temo que esto es lo que sucede, a menudo, con aquellos que han visto hace poco tiempo la luz de Charchad. Su entusiasmo hace que adopten una actitud que puede asustar al no iniciado; necesitan tiempo y guía para aprender a templar su entusiasmo con consideración hacia los demás. Por favor, aceptad mi garantía de que no os molestarán de nuevo.
—Espero que no, señor. No estoy acostumbrada a este trato, y no lo encuentro nada divertido.
—Naturalmente que no. —Levantó los ojos y chasqueó los dedos en dirección a una de las muchachas que atendían las mesas—. ¡Eh, tú! ¡Una botella de cinco años, ahora mismo! —Y, volviéndose de nuevo hacia Índigo, añadió—: Es una pequeña compensación,
saia,
pero es lo mínimo que puedo hacer.
Hacía todo lo posible por resultar conciliador, y aunque a la joven le produjo una inmediata aversión, no podía mantener su hostilidad sin parecer grosera.
—Os lo agradezco, señor. Aprecio de veras vuestra amabilidad. —Vaciló un instante, pero se dio cuenta de que por simple educación no tenía más remedio que añadir—: ¿Me acompañaréis?
—Por unos momentos, tan sólo. —Sonrió—. No tengo el menor deseo de inmiscuirme aún más en vuestra intimidad.
La moza se acercó rápidamente al reservado con una jarra llena hasta el borde; mientras la depositaba sobre la mesa, Índigo advirtió miedo en su expresión. Quinas, quienquiera que fuese, tenía influencia en más de un lugar. Envió a la muchacha a buscar otra copa, y mientras la traía, tomó asiento frente a Índigo.
—Por vuestra continuada salud y prosperidad —dijo cuando la joven le trajo lo que había pedido. Llenó las copas de ambos y bebieron.
Grimya
se había tranquilizado —su amiga notaba el cuerpo de la loba, tendida bajo la mesa, apoyado contra sus piernas—, pero su mente seguía inquieta. Índigo se tomó un momento para inspeccionar a su acompañante. Tendría, imaginó, entre treinta y cuarenta años, y poseía la negra cabellera y la piel aceitunada típicas de las gentes nacidas y criadas en la región. Iba demasiado bien vestido y estaba, a todas luces, demasiado bien educado para ser un minero o un marinero, aunque sus manos parecían acostumbradas al trabajo manual y la piel de su rostro estaba curtida por el sol y el viento. Le resultaba un hombre bastante atractivo, a su manera, hasta que, por primera vez, al exponer a la luz de las lámparas su rostro con más claridad, vio sus ojos. Estaban curiosamente cubiertos y, cuando parpadeaba —la primera vez no estuvo segura, pero la segunda lo confirmó—, una película carmesí caía sobre ellos durante un brevísimo instante, como una extraña segunda lente, para cubrirlos.
Otra deformidad... Índigo dominó el deseo de echarse hacia atrás con repugnancia, y bajó la mirada con rapidez hacia su copa. Cuando Quinas le habló tuvo que contener un escalofrío.
—¿Puedo preguntaros vuestro nombre?
Se obligó a levantar los ojos otra vez.
—Mi nombre es Índigo.
—Índigo..., muy poco corriente. No sois, supongo, de esta zona...
—No.
—¿Puedo preguntaros qué os ha traído aquí? —Vio cómo su expresión se volvía recelosa, y sonrió disculpándose—. Por favor, perdonad mi curiosidad. Pregunto simplemente porque tengo el privilegio de ser el capataz de la mina Escarpadura Norte; en el transcurso de mis deberes, a menudo conduzco a comerciantes a inspeccionar nuestras operaciones. Si tenéis algún negocio en las minas, me sentiría muy honrado de poder ofreceros mis servicios.
Índigo se relajó un poco.
—Entiendo. Gracias, Quinas, pero no tengo nada que ver con el comercio de minerales. Vesinum no es más que una parada en mi ruta.
—Una lástima. —Al igual que ocurrió con Cenato, su sonrisa no llegó a sus ojos—. No obstante, vuestra llegada es una casualidad. ¿Os ha hablado alguien de nuestro festival?
—¿Festival?
—En la plaza de la ciudad; debéis de haber visto los preparativos. Esta noche, los seguidores de Charchad lo celebramos, y la ciudad lo celebra con nosotros. Es una ocasión para purificarse, renovarse y reafirmarse. —Una nueva nota hizo su aparición en la voz de Quinas, e Índigo captó un marcado y desagradable eco del fanatismo del celebrante loco y del grupo que la había abordado en la taberna—. Ése es también, creo, uno de los motivos por los que Cenato se mostró tan insistente al abordaros. —Levantó los ojos; su rostro era tan cándido que por un momento la muchacha sintió que su equilibrio mental se deshacía—. La fiesta se iniciará a medianoche. Espero que nos haréis el honor de asistir, de modo que podamos enmendar la mala impresión que tenéis de nosotros.
Quizá valdría la pena que lo hiciera, pensó Índigo, si ello la ayudaba a averiguar algo más sobre el Charchad. Asintió.
—Gracias. Me encantará asistir.
Quinas vació su copa y se puso en pie.
—Entonces me despido y os permito que terminéis vuestra cena sin que se os interrumpa. —Salió del reservado y le dedicó una inclinación de cabeza—. Me alegro de haberos conocido, Índigo. Y confío en que aún pueda desempeñar algún papel por pequeño que sea que os ayude a alcanzar la comprensión y la iluminación. Buenas noches. —Se dio la vuelta y atravesó la sala en dirección a la puerta.
La joven lo contempló cuando se alejaba, mientras intentaba asimilar la extraordinaria mezcla de sentimientos que él había provocado en su interior. Sorpresa, contrariedad, un elemento de confusión... Pero, pasando por encima de todos ellos, existía una poderosa y casi violenta sensación de aversión. De momento no podía definirla más que así; pero era suficiente para ponerle la carne de gallina y añadir leña a la cólera que ardía lentamente en su interior.
Debajo de la mesa,
Grimya
se agitó inquieta. Índigo oyó los pensamientos de la loba.
«No
me gusta ese hombre.»
—No —respondió Índigo en voz baja—. A mí tampoco.
«Todos los demás le tienen miedo. Eso no es bueno.»
Se dio cuenta de que los sentidos más agudos de
Grimya
habían captado lo que los de ella no podían: que no eran simplemente Cenato y su secuaz quienes temían la influencia de Quinas. La actitud de la muchacha que los había servido, las expresiones en los rostros de los otros comensales cuando salió de la sala... Para ser el capataz de una mina, ejercía un poder desproporcionado.
Contempló la jarra, que estaba aún medio llena, e hizo el gesto de servirse otra copa de vino. Antes de que llegara a tocar el recipiente la camarera apareció junto a ella.
—Dispensadme,
saia.
El dueño me encarga que os diga que no se os cobrará nada por la comida y la bebida esta noche. Gracias,
saia.
Índigo contempló, anonadada, la espalda de la muchacha que se alejaba. Luego dirigió la mirada más allá de ella, hasta el dueño, quien se dio cuenta y le dedicó una respetuosa inclinación de cabeza. Era cosa de Quinas o se trataba de un intento de complacerla... De repente ya no quiso el vino, deseó incluso no haberse comido la cena.
Todo lo que quería era escapar de la sala y de la influencia insidiosa del autoproclamado campeón.
Se inclinó y deslizó una mano bajo la mesa para acariciar la
cabeza
de
Grimya.
«Marchémonos»
—proyectó en silencio.