Y los antiguos terrores de las supersticiones de su país, cuando una afectuosa criatura que se sentía sola y proscrita lloraba en la noche pidiendo un amigo y dijo
loba
en su mente adormecida...
Y allí estaba Carn Caille. El viejo y querido Carn Caille, la fortaleza de las Islas Meridionales, donde el sol nunca se ponía en verano y las nieves invernales se arremolinaban durante los días de oscuridad total, procedentes de las laderas de los glaciares. Y allí estaba el rey Kalig, cuyos ancestros se habían hecho con el poder y fundado una dinastía entre los gastados y viejos muros de Carn Caille. Y la reina Kalig, y sus hijos: Kirra, que sería rey cuando llegara el momento, y...
Y...
—Nnnn...
La palabra no quería salir; sus labios estaban paralizados y no podía pronunciarla. Pero la negativa estaba en su mente, junto con el miedo y el terror, mientras el rostro moribundo de Fenran le gritaba desde la carnicería de la batalla, mientras la Torre de los Pesares se derrumbaba en la tundra, mientras los horrores que no debieran haber paseado por la tierra eran vomitados de las ruinas para abatirse sobre hogares, vidas y amores, y destrozar su mundo...
Y Fenran no estaba muerto, sino en el limbo, en un mundo de demonios donde los espinos le desgarraban la carne y las pesadillas acechaban sus interminables horas de vigilia. Y sólo ella podía salvarlo. Pero sólo podría hacerlo cuando su misión hubiera terminado, aunque le tomara diez años o un millar...
—¡No!
Las cadenas que sujetaban la mente de Índigo se estremecieron y se rompieron. Ella lanzó un alarido terrible y se revolvió sobre el suelo del túnel. La salamandra chilló, su figura empezó a brillar con más fuerza hasta rivalizar con el brillo de la luz que surgía de la fumarola. El humo salió despedido hacia arriba para formar una negra nube sobre la cabeza de la muchacha; ésta intentó librarse de las manos que la sujetaban, que la retenían, hasta que vislumbró un rostro blanco por la consternación flotando frente a ella como una visión enloquecida, y... Y...
Alguien sostenía una copa contra sus labios. El agua era caliente y algo salobre, pero la bebió de buen grado, sintiendo que aliviaba la sensación de ahogo de su garganta. Una parte del líquido se le atragantó y la hizo toser; instintivamente levantó una mano para taparse la boca y, sólo entonces, al hacer memoria, se dio cuenta de que le habían cortado las ataduras.
Le dolían las muñecas, pero apañe de esto no parecía haber sufrido ningún daño. Le acercaron el agua de nuevo; bebió más y su cabeza empezó a aclararse bruscamente. El recuerdo de las últimas horas se le hizo presente. Había esperado morir o que el tormento continuase: en lugar de ello parecía que algo o alguien había intervenido para salvarla.
Confundida y sin saber qué esperar. Índigo abrió los ojos.
Estaba de vuelta en la caverna. La luz de las velas seguía brillando, pero la salamandra había desaparecido. Y una voz le dijo con suavidad:
—
Saia
Índigo. ¿Podréis perdonarme alguna vez?
Estaba arrodillado a su lado y sostenía la copa con una mano visiblemente temblorosa. Algunas de las trenzas de sus cabellos se habían deshecho, lo cual le daba aún más el aspecto de un espantapájaros loco, y su rostro estaba manchado de hollín. Pero la demencia de sus ojos había desaparecido, y en su lugar había temor y vergüenza.
Extendió la copa de nuevo e Índigo, involuntariamente, se echó hacia atrás, conteniendo el aliento.
—¡No me toquéis!
Mortificado, dejó el agua en el suelo. La muchacha vio que había varias bandejas de comida —un poco de carne guisada, una mezcla de verduras que empezaban a pasarse y un pequeño pastel de frutos secos— colocadas en semicírculo ante ella, de forma muy parecida a como un peticionario colocaría sus ofrendas delante del altar de un templo. Lo miró de nuevo, con la sospecha a flor de piel.
—¿A qué estáis jugando conmigo ahora?
El hombre sacudió la cabeza con energía.
—No es un juego,
saia.
Es un intento, lastimoso, lo sé, pero un intento, de pediros disculpas. —Su mirada se encontró con la de ella, llena de candidez—. Si tal cosa es posible.
Con mucha cautela. Índigo estudió su rostro mientras intentaba calibrar hasta qué punto podía confiar en aquel aparente cambio de actitud. Si el hombre estaba tan loco como le había parecido antes, podría muy bien intentar atraerla como preludio a un nuevo y mortífero ataque.
Entonces, a lo lejos, y ahogado por el gran espesor de la roca que los separaba, escuchó el espeluznante aullido de un lobo furioso.
—
¡Grimya!
—Hizo intención de incorporarse, pero entonces se dio cuenta de que no podía saber la dirección de la que provenía el sonido. Se giró hacia el hombre—. ¿Dónde está? ¿Qué le habéis hecho?
—Por favor. —Extendió ambas manos para apaciguarla—. El animal está perfectamente. Tiene comida y agua, y está totalmente a salvo. —Le sonrió con ironía—. No tuve más elección que utilizar mis artes de hechicería para confinarla en otra caverna, o me hubiera desgarrado la garganta. Pero os aseguro que no ha sufrido el menor daño.
Rápidamente. Índigo dirigió su energía mental en la dirección por la que le parecía que había venido el aullido, y de inmediato sintió el ardor de la cólera de
Grimya.
La mente de la loba estaba en tal estado de confusión que le era imposible establecer contacto telepático, pero el hombre había dicho la verdad: su amiga no había sufrido ningún daño.
Miró al hechicero de nuevo.
—¿Y qué hay de Chrysiva? —exigió.
—¿Chrysiva?
—La muchacha que estaba con nosotras. Está enferma, si le...
—También ella está bien,
saia.
Por favor... —Extendió una mano indecisa y, aunque Índigo siguió sin bajar la guardia, esta vez no se apartó. El hombre apretó con fuerza el puño—. Tengo que daros una explicación y justificaros por qué reaccioné de forma tan violenta a vuestra llegada. Puede que me consideréis loco,
saia,
pero os ruego que me creáis cuando os digo que no lo estoy. —Se detuvo, y los músculos de su rostro adquirieron una curiosa expresión que no pudo llegar a interpretar—. Atormentado, sí. Y enojado; tan enojado... Pero no loco.
Reservándose su juicio. Índigo repuso:
—¿Y justifica ese enojo y tormento vuestro comportamiento con los forasteros?
—Bajo circunstancias normales, no. —Reconoció aquel punto con una mirada esquiva—. Pero las circunstancias aquí no son normales,
saia;
ni lo han sido durante los últimos cinco años. Cuando se me alertó de vuestra presencia en las montañas, pensé que erais uno de ellos, que me buscabais...
—¿Ellos? —interrumpió Índigo.
—
Los
seguidores de esa repugnante abominación que ha blasfemado contra Ranaya, y ha tomado todo lo que es bueno y fuerte y... —Las furiosas palabras se apagaron bruscamente y tuvo que controlarse—. Digamos que la amarga experiencia me ha enseñado que cualquier extraño es más probable que sea un enemigo que no lo contrario.
Índigo empezó a comprender y dijo en voz baja:
—¿Charchad?
El hombre asintió, con el rostro muy tenso.
—Apenas puedo soportar oír pronunciar ese nombre en voz alta, incluso ahora. Y cuando me dijisteis que estabais aquí para buscarlos, yo... —Lanzó un violento suspiro—. No me detuve a considerar cuáles podrían ser vuestros motivos; la cólera que me dominaba era demasiado fuerte y quería obtener venganza en vos. Fue tan sólo cuando utilicé la cuerda de fuego y vi lo que había en vuestro corazón que me di cuenta del error que había cometido.
Una mano fría y muerta se aferró al estómago de Índigo, cuando se dio cuenta, de repente, de lo que aquel hombre estaba dándole a entender. Y recordó la terrible experiencia sufrida junto a la fumarola, en el túnel. Un hechicero con tal poder —y era poderoso; había visto más que suficiente para convencerse de ello— podía penetrar en las profundidades de la mente de otro, sacar todo lo que allí hubiera y ver el alma desnuda que había detrás.
Le devolvió la mirada y sus temores se vieron instantánea y horriblemente confirmados por la piedad que vio oculta en sus ojos. Sabía quién era ella. Inconscientemente, sin quererlo, se lo había mostrado todo: su pasado, su delito, la maldición que la Madre Tierra había lanzado sobre ella. Él lo sabía.
Volvió la cabeza mientras una oleada enfermiza de miseria y vergüenza la recorría; se llevó un puño a la boca y se mordió los nudillos.
—Yo...
—Por favor,
saia.
—Le tocó el brazo con una suavidad que la sorprendió—. Lo que está hecho, hecho está, y ninguno de nosotros puede cambiarlo. No pretendo comprender lo que hay detrás de vuestra misión, y no pienso intentarlo. No hablemos más de ello, si eso es lo que deseáis. ¿Pero no os dais cuenta de que somos dos almas gemelas?
Bajó el puño y lo miró indecisa.
—¿Lo somos?
—¡Sí! Sé lo que habéis perdido. Y conozco el dolor que tal pérdida produce, porque yo he sufrido de la misma forma. ¡Compartimos un objetivo,
saia, y
creo que el capricho del destino que nos ha unido es nada más y nada menos que la voluntad de la misma Ranaya!
Sus ojos empezaban a arder de nuevo con el inconfundible brillo del fanatismo. Índigo se sintió abrumada por su ansiedad, aunque no totalmente de forma involuntaria, ya que súbitamente aquel hombre había tocado uno de sus puntos sensibles.
—No estoy segura de comprender... —dijo.
—¡Debéis comprenderlo! ¡Está tan claro! La Diosa quería que nos encontrásemos. Tiene una tarea para nosotros. Vuestra misión y la mía son una sola y la misma: y allí donde por separado nuestros poderes son limitados, juntos podemos trabajar para hacer su voluntad y alcanzar el éxito.
Un tenso e incómodo nudo de excitación creció bruscamente en el interior de Índigo.
—¿Charchad?
—¡Sí! —La sujetó por las manos, apretándolas con tanta fuerza que la joven hizo una mueca de dolor—. Ranaya ha contestado a mis oraciones, vos sois Su instrumento. Juntos. Índigo, podemos enfrentarnos a Charchad y destruirlo!
Í
ndigo dijo:
—Jasker, lo siento. Siento pena por vos. —Levantó la cabeza y sus ojos se encontraron con los agitados ojos castaño verdosos del hombre que estaba sentado frente a ella—. De verdad, siento pena por vos.
A su lado,
Grimya
se removió inquieta y añadió su comprensivo asentimiento con un débil gañido. El hechicero dirigió una rápida mirada a la loba, luego sonrió con tristeza y bajó los ojos.
—Vuestra amiga posee más misericordia y bondad en su corazón de la que yo tengo derecho a esperar —dijo.
—Grimya
no se ve determinada por las debilidades humanas. Pero sus sentimientos son tan fuertes como los de cualquier hombre o mujer.
Índigo contempló la fuente de piedra toscamente tallada que tenía delante, luego la apartó despacio. La historia de Jasker había reducido su apetito al punto en que tan sólo pensar en comida provocaba una extraña sensación en su estómago; en lugar de comer, tomó el odre de agua que el hombre había dejado junto al plato y volvió a llenar la copa de él y la suya.
Jasker —no tenía apellido, por lo que parecía; no era costumbre en aquellos lugares— había hecho todo lo posible por compensarlas, tanto a ella como a
Grimya,
por la prueba que les había hecho pasar en su primer encuentro. Al dar a conocer la verdad. Índigo se sintió bien dispuesta a perdonar y olvidar; sin embargo, calmar a
Grimya
lo suficiente como para hacerla comprender que ya no debía contemplar a aquel hombre como una amenaza no había resultado fácil. Índigo había conseguido, finalmente, establecer contacto telepático con ella, y con mucha paciencia la había convencido para que no se lanzase a la garganta de Jasker en cuanto éste retirara la barrera mágica que la mantenía encerrada en una cueva más pequeña. Cuando por fin salió,
Grimya
tenía los ojos rojos de furia y su pelambrera estaba
erizada,
por la desconfianza; pero las palabras tranquilizadoras de su amiga y un plato de carne cruda la habían apaciguado, por fin, y aceptó reunirse con ellos en la caverna principal y escuchar el relato de Jasker.
La historia, tal y como el hechicero la había contado, no resultaba agradable de escuchar. Con tranquila e inflexible determinación, que no había podido enmascarar el dolor evocado por sus recuerdos, Jasker explicó que era —o, con más precisión, había sido— uno de los respetados sacerdotes-hechiceros Ranaya, de la Diosa del Fuego, avatar de la Madre Tierra que había sido adorada en la región durante generaciones. Pero con la llegada del Charchad habían llegado también violentos y terribles cambios. El culto —y hasta ahora Jasker no le había dicho nada de sus orígenes— había crecido con aterradora rapidez, hasta que sus dignatarios se sintieron lo bastante poderosos como para desafiar el reinado de Ranaya, deponiendo a su clero.
Quizá, dijo el hechicero lleno de amargura, él y sus compañeros de religión habían sido unos estúpidos por resistirse. Quizás hubieran debido darse cuenta antes de que fuera demasiado tarde de que una confrontación directa con el Charchad no acarrearía más que el desastre; los devotos del culto habían utilizado el temor y la tortura para extender su influencia por el territorio minero y ningún hombre ni mujer corriente se atrevía a protestar, y mucho menos a levantar una mano contra ellos. Pero se habían resistido; y su ferviente esperanza de que las gentes por las que durante tanto tiempo habían intercedido ante Ranaya se levantarían con ellos resultó ser falsa. Los amigos de Jasker, sus queridos compañeros, fueron masacrados. Intentaron utilizar su magia, pero el Charchad poseía sus propios poderes que ellos no podían ni comprender ni combatir. Y cuando las torturas y las matanzas terminaron, la propia esposa de Jasker, a quien éste adoraba, estaba entre los cuerpos destrozados que el culto dejó tras de sí.
La fría objetividad con que el hechicero relató la forma en que había muerto su esposa conmocionó vivamente a Índigo, ya que podía percibir la titánica tensión que la repetición del relato ocasionaba a aquel hombre. Un momentáneo lapso, una mínima pizca de emoción, y Jasker se habría derrumbado incontrolable. Su esposa —no quiso decirle su nombre; según su tradición era una descortesía pronunciar en voz alta los nombres de los difuntos— había sido torturada durante toda una noche. No reveló los detalles de su tortura, e Índigo no preguntó. Pero describió cómo, despojado de su poder y sin la menor posibilidad de ayudarla, había sido obligado a presenciar su lento y agonizante trayecto hacia la muerte.