Read Indias Blancas - La vuelta del Ranquel Online
Authors: Florencia Bonelli
Tags: #novela histórica
Por el rabillo del ojo, Guor notó el abatimiento de Laura. Lo que experimentó nada tenía que ver con el sentimiento de triunfo que había pretendido. Continuó sin entusiasmo.
—Es mi opinión que los estratos superiores siempre serán superiores y los inferiores siempre inferiores. El mundo se balancea en un delicado equilibrio del cual, quienes ostentan la riqueza y el poder, son responsables, pues ése es el equilibrio que les asegura que la riqueza y el poder permanecerán en sus manos. No por ser una situación de equilibrio quiero decir que sea justa. En absoluto. Simplemente digo que se trata de una situación hegemónica difícil de romper. Por ende, una propuesta como “la educación universal”, completamente desprovista de intenciones materialistas y mezquinas, suena casi irrisoria y de difícil cumplimiento.
—Se equivoca, amigo —tronó la voz de Sarmiento—. Han existido revoluciones que han puesto de cabeza a los más ricos.
—¿Se refiere a la francesa? —preguntó Guor—. No lo creo. Hoy en día, en Francia, estar emparentado o relacionado de modo alguno con la
ancienne noblesse
es un mérito al que todos aspiran. ¿Acaso Napoleón, gran defensor de la revolución, que invadió toda Europa en nombre de la
liberté, egalité et fratenité,
no terminó coronándose emperador, asumiendo las prerrogativas de los mismos reyes a quienes con tanto encono persiguió? La verdad es, señores, que resulta propio de la naturaleza humana la propensión a la codicia y a la sed de poder. Es parte de lo que somos, imposible combatirlo o cambiarlo. En caso de que los superiores hicieran alguna concesión a los de abajo, no les quepan dudas, seria para su propio beneficio. Incluso, el deseo de educarlos.
—Mío Dio,
Lorenzo! —proclamó Ventura—. Te encarnizas como si pertenecieras a los estratos inferiores.
—No me malinterpreten —pidió Guor—. Estoy convencido de que los hombres no pueden ser todos iguales. Una sociedad clasista es la consecuencia lógica de esta desigualdad. Esto no lo apruebo ni desapruebo es propio de la naturaleza humana, como ya dije. Pero lo que sí creo es que debería existir más tráfico entre los distintos estratos. Es decir, más oportunidades para que los de abajo accedan a niveles superiores, si lo merecen, y los de arriba bajen a inferiores, si lo merecen también. Es decir, aquellos que, habiéndose esforzado, vean recompensado el duro trabajo, y aquellos que, teniendo poder y dinero, lo usen incorrectamente, sean castigados. Después de todo, lo único que diferencia a unos de otros es la educación, por lo que si alguien de abajo accede a ella no presentará diferencias con los de arriba.
—Le faltará —interpuso Zeballos— la tradición que otorga el apellido ilustre de una familia. El buen nombre le faltará.
—Si revisáramos —dijo Nahueltruz— los árboles genealógicos de la mayoría de las familias patricias de Buenos Aires, descubriríamos que la raíz de tanta tradición y abolengo es un reo expulsado de España que bajó, medio muerto de hambre y desnudo, de los barcos de Juan de Garay. Provenimos de mendigos que, por un golpe de suerte o por mérito propio, se convirtieron en príncipes —Como nadie objetó, Nahueltruz siguió hablando—. He vivido lo suficiente para saber que la bondad y la maldad se encuentran tanto en las clases altas como en las bajas. El mayor pecado de las clases altas es menospreciar a aquel que llega sin una familia con tradición que lo respalde, como también a proteger a los suyos aunque sean execrables. Por el lado de las clases bajas, ocultan su indolencia y vagancia detrás de un resentimiento crónico generado por la vida tan injusta que les toca vivir. De todos modos, considero que, de las dos, es la clase alta la que tiene más responsabilidades sociales simplemente porque es la más educada y culta.
—Su teoría es muy interesante —expresó Sarmiento, y agregó algunos conceptos que Laura no escuchó porque, balbuceando una disculpa, se alejó del grupo.
Ventura Monterosa le notó el semblante sombrío y el paso lánguido. Ese aspecto de la señora Riglos también lo atraía, su naturaleza melancólica y sus maneras lentas, sus ojos negros insondables, tan insondables como la tristeza que la perturbaba. Lo atraía que escondiese un secreto. La siguió hasta un grupo de parientas, a quienes saludo con galantería, y enseguida le ofreció su brazo para entrar en el comedor.
Ella no se esforzaba en alterar su estado de ánimo, seguía abatida e insegura. Los esfuerzos por neutralizar la preponderancia de Guor se mostraban inútiles, ni mil días de encierro y ayuno la habrían salvado del efecto devastador de una de sus miradas o comentarios mordaces. Ajena al interés de Monterosa, caminó de su brazo y notó que Esmeralda Balbastro lo hacía del de Nahueltruz.
Apenas iniciada la comida, se habló de la cría de caballos, un negocio rentable en el que José Camilo Lynch y Climaco Lezica pensaban arriesgar parte de su fortuna, en realidad, era Lezica quien aportaría la mayor parte de los fondos, Lynch, el campo y su pericia. Armand Beaumont puntualizó que no conocía a otra persona más experta en caballos que Lorenzo Rosas, y tanto Lynch como Lezica se mostraron interesados en conocer su opinión.
El tema parecía agradarle a Rosas pues se explayó en la mención de las distintas razas, sus características, utilidades y enfermedades más comunes. Comentó que había traído de Europa un caballo normando, un andaluz y un purasangre árabe, su debilidad, según confesó, a pesar del mal genio del animal. El interés de Lezica y de Lynch aumentaba momento a momento. Le pidieron que los llevara a conocer esos ejemplares. Guor dijo que sí, y el tópico languideció rápidamente. El doctor Wilde mencionó la proeza del general Roca, que había desbaratado a las hordas de salvajes del sur, y felicitó a Clara Funes, que asintió, sonrojada.
—Y pensar —habló Estanislao Zeballos— que hay quienes se oponen al exterminio de tan baja casta.
—Por favor, señor Zeballos —suplicó tía Carolita—, no hable de exterminio. Ellos también son seres humanos.
—¡Bestias, eso es lo que son, madame! —insistió Zeballos.
Involuntariamente, Laura miró a Nahueltruz, que comía con impasibilidad. Sólo ella, que conocía sus modos, interpretó en la arruga que le ocupaba la frente el esfuerzo que hacía para controlar su genio. Sin razón, experimentó el peso de la responsabilidad de la campaña de Roca sobre sus hombros.
—Y ahora —insistió Zeballos—, si es necesario, a punta de Remington les enseñaremos a trabajar duro en las estancias.
—Ya le he dicho anteriormente, doctor Zeballos —replicó Laura con firmeza—, que los indios del sur saben trabajar. Cultivan la tierra y crían ganado de todo tipo, en especial yegúerizo y bovino.
—¡Crían ganado! —se exasperó Zeballos—. ¡Por favor, señora! No sea usted tan candida. Esa gentuza come el ganado que nos roba.
Laura apretó las manos bajo el mantel para controlar un arranque de cólera. Le molestaba Zeballos; su soberbia resultaba imperdonable. Pero más la irritaba que con sus palabras hería al hombre que ella amaba.
El silencio que sobrevino lo rompió la duquesa de Parma.
—Sabe usted mucho acerca de esos salvajes, señora Riglos —comentó sin malicia—. ¿Acaso ha tenido oportunidad de conocerlos en persona?
Muy pocos en la mesa recibieron la pregunta con la misma inocencia con la que fue expresada. Las miradas se posaron en Laura, que pugnó para que su rostro no trasuntara el menor vestigio de incomodidad o vergüenza, no con Nahueltruz Guor tan cerca. La incomodidad y la vergüenza de la abuela Ignacia y de sus hijas, en cambio, resultaban tan evidentes como la sorna en otros semblantes.
—Duquesa —habló Eugenia Victoria—, mi primo, el padre Agustín Escalante, un misionero franciscano, hermano mayor de la señora Riglos, mantiene trato muy asiduo con los indios del sur. Incluso convive con algunos de ellos en el Fuerte Sarmiento, que está en la villa del Río Cuarto, al sur de Córdoba. Laura sabe acerca de los indios por lo que su hermano, el padre Agustín, le cuenta.
—Más allá de las opiniones favorables o encontradas en cuanto a los indios —contemporizó Eduardo Wilde—, nadie puede negar, desde el punto de vista militar, que la campaña del general Roca es una epopeya digna de las antiguas legiones romanas. La precisión con que se movieron las distintas columnas, sorteando todo tipo de escollos, se asemeja al mecanismo de un reloj. Su llegada a la isla Choele-Choel el día 25 de mayo pasado es el resultado de un plan metódicamente delineado.
—¡Rufino! —tronó la voz de Sarmiento, que se dirigía a de Elizalde—. Aquel mediodía en el
Soubisa
semanas atrás debería haberte apostado mucho dinero ¿Recuerdas tu incredulidad acerca del éxito de la campaña de Roca cuando yo te aseguraba que si del Barbilindo se trataba seguro que vencíamos?
Rufino de Elizalde no tuvo otra opción y, levantando su copa, proclamó:
—¡Brindo a la salud del general Roca!
—¡Por el general Roca! —se aunaron los demás comensales.
Durante el choque de copas, Laura advirtió que Guor no levantaba la suya. En cambio, se inclinaba sobre el oído de Esmeralda Balbastro y le susurraba. Reanudada la cena, la duquesa de Parma demostró su poca perspicacia al preguntar nuevamente por los indios del sur.
—Señora Riglos —habló—, cuénteme acerca de esos salvajes que tanto alboroto causan en estas tierras. Nosotros jamás hemos experimentado con bárbaros. Imagino que debe de tratarse de una vivencia fascinante.
—Cara duchessa Marietta
—intervino Eduarda Mansilla—, pronto podrá conocer todo acerca de los indios del sur cuando el nuevo folletín de Laura se publique en
La Aurora.
—Davero?
¿Cuándo será eso?
—En pocas semanas —replicó Laura elusivamente.
—¿Cómo se titulará? —se empecinó la duquesa.
—La gente de los carrizos
—manifestó Laura, y de inmediato tradujo al francés.
—Un nombre muy sugestivo —comentó Saulina Beaumont.
—¿Por qué ese nombre? —se interesó Armand.
—El folletín tratará acerca de una tribu llamada ranquel. Ranquel, en lengua araucana, significa «gente de los carrizos».
—¿Se ajustará a la realidad y a lo que conoce de estas gentes —preguntó Saulina— o su vivida imaginación jugará un rol importante?
Laura recibió de buen grado la pregunta. Habló con la seguridad que le había faltado a lo largo de la velada.
—El folletín será la historia más o menos exacta de los avatares de mi tía Blanca Montes entre los ranqueles. En el año 40, mi tía, madre de mi medio hermano, el padre Agustín Escalante, fue cautivada por un malón y llevada a las tolderías de los ranqueles. En las memorias de mi tía Blanca Montes basaré mi próximo folletín. Es a través de sus escritos que conozco a los ranqueles. Ella los amaba y respetaba como pueblo, y yo también.
Movió la cabeza deliberadamente y miró a Nahueltruz a los ojos. La máscara que usaba para enfrentarla había caído; su semblante revelaba desorientación. En cuanto a los demás, incluso tía Carolita se había contrariado. Un secreto familiar celosamente custodiado, Laura lo exponía con descuido e irresponsabilidad. La declaración había sido clara y precisa, y no daba lugar a enmiendas, y hasta la abuela Ignacia debió guardar silencio. Armand Beaumont tomó la palabra antes de que su cuñada la duquesa volviera a preguntar acerca de los ranqueles, y comentó sobre la exquisitez de la naturaleza muerta que colgaba sobre el vajillero. Eugenia Victoria explicó que se trataba de un óleo que los expertos adjudicaban a Giuseppe Cesari, el maestro de Caravaggio. La conversación derivó en el tenebrismo caravagiesco y, hasta el final de la comida, sólo se habló del arte renacentista.
Como de costumbre, luego de la cena, bebieron café y licores. Los comensales abandonaron la mesa y pasaron al salón. Laura, fastidiada por un vistazo de la abuela Ignacia, decidió visitar a sus sobrinos menores. Se escurrió hacia el interior de la casa sin percibir que Guor dejaba su sitio junto a Esmeralda y la seguía. Subió las escaleras y caminó en puntas de pie por el corredor apenas iluminado.
—¡Laura!
Un temblor le recorrió el cuerpo al escuchar a Nahueltruz pronunciar su nombre de pila después de tantos años. Se dio vuelta y lo vio aproximarse a paso rápido. Guor se detuvo frente a ella y, en su proximidad, sufrió un breve quebranto. A él también decir «Laura» después de tanto tiempo lo había afectado íntimamente. Pero los recuerdos amargos prevalecieron como de costumbre y lo tornaron hosco.
—¿Qué derecho invocas para hacer pública la vida de mi madre?
—Mi tía Blanca fue también la madre de mi hermano Agustín —adujo Laura en un hilo de voz.
—Que Agustín sea tu medio hermano no te da derecho a ventilar las intimidades de mi madre a personas que sólo buscarán destrozar su memoria.
—Quiero hacerlo, Nahuel —expresó ella en tono suplicante.
—No vuelvas a llamarme de ese modo.
—Discúlpame —expresó Laura, con la vista baja.
—Te prohíbo que publiques las memorias de mi madre. No harás de ella el hazmerreír de esta sociedad de pacatos a la que perteneces.
—Agustín me entregó el cuaderno con las memorias de mi tía Blanca y me autorizó a usarlas para escribir una historia, si yo lo juzgaba propicio. Y lo haré —se empecinó Laura, de pronto resentida por tanto maltrato—. Agustín fue tan hijo de Blanca Montes como tú.
—Devuélveme el cuaderno de mi madre. Su lugar no es contigo. Si Agustín no lo quiere, yo sí.
—No te lo daré. Agustín me lo confió.
—¡Laura, devuélvemelo! —prorrumpió Guor.
Sus ojos grises brillaban de rabia; tensaba el cuello y los tendones se le remarcaban con el esfuerzo; la nuez de Adán le subía y le bajaba. Laura le tuvo miedo. No obstante, repuso con ecuanimidad que no se lo devolvería.
—¡Me lo darás! —vociferó él.
La aferró por los hombros y la sacudió brutalmente. Laura soltó un grito de dolor, aunque nada tenía el poder de herirla tan profundamente como el desprecio de él.
—Lorenzo, lasciala in pace! Súbito!
Ventura Monterosa se precipitó sobre Guor en dos zancadas, arrebató a Laura de sus manos descontroladas y la cobijó entre sus brazos. Laura escondió el rostro en su chaqueta y rompió a llorar amargamente. Guor se apartó tambaleando y, con el gesto de un chiquillo asustado, contempló la figura de Laura sacudirse sobre el pecho de su protector. Extendió la mano para tocarla, pero Monterosa la protegió con su cuerpo.
—¡Responderás por esto, Rosas!