Read Indias Blancas - La vuelta del Ranquel Online
Authors: Florencia Bonelli
Tags: #novela histórica
Agustín le despejó un mechón de la frente y le acarició la mejilla. Su querida Laura sufría y, en cierta forma, era por su culpa. No habría conocido a Nahueltruz Guor si no hubiese sido por aquel descabellado viaje a Río Cuarto a causa de su enfermedad. La impotencia lo abrumó, como le sucedía a menudo últimamente.
—Lucero me contó que fuiste al hotel Roma a visitarlos y a ofrecerles tu ayuda. También me refirió el desplante que debiste soportar por parte de Nahueltruz.
—No volveré a inmiscuirme en sus asuntos, Agustín. En aquella oportunidad lo hice movida por el amor que le tengo, por el amor que siento por ti, también por tía Blanca lo hice, porque sé cuánto contaban Lucero y Miguelito para ella. Pero Nahuel fue claro y me ordenó que no volviera a interponerme en su camino. Con todo, me gustaría que me dijeras si hay noticias de la cacica Mariana y de Dorotea Bazán. Quedé muy consternada al saber de su desaparición.
—Entre otras cosas, estoy aquí en Buenos Aires para ayudar a Nahueltruz a dar con ellas. Creo que las hemos localizado. En principio, estarían en Tucumán, en una hacienda donde se cultiva caña de azúcar. Nahueltruz viajará pronto a Tafí Viejo para buscarlas.
—Dios quiera que estén allí y que estén bien.
—El Señor es infinitamente misericordioso y se apiadará de esas pobres ancianas.
—¿Qué será del cacique Epumer?
—Ese asunto es más complicado —admitió Agustín—. Gestiono un permiso para visitarlo en Martín García, pero no resulta fácil acceder a quienes tienen la autoridad para extenderlo. El senador Cambaceres gran amigo de papá, me recibió ayer en su despacho y prometió hacer lo que esté a su alcance. No perdemos las esperanzas de volver a verlo.
Laura despidió a su hermano y se marchó a su dormitorio a cambiarse. Eduarda Mansilla llegó puntualmente a las cuatro acompañada de Ventura Monterosa.
—Cuando Eduarda comentó hoy en el almuerzo que tomaría el te con usted —se excusó Monterosa—, le confieso que la tentación de acompañarla fue demasiado grande para resistirla. Sobre todo deseaba averiguar si ya se siente mejor. Anoche, cuando dejó la fiesta, estaba muy pálida.
—Bebí y bailé de más, Ventura. Un descanso reparador era todo lo que necesitaba. Por favor, pasen. En minutos servirán el té.
Aunque en un principio la fastidió la presencia de Monterosa, Laura terminó por aceptarla. Debía reconocer que, junto al veneciano, pasaba momentos muy agradables, se reía con frecuencia y, sobre todo, olvidaba. Incluso fue Ventura quien convenció a Eduarda Mansilla de que aceptara la propuesta de volver a publicar sus libros con la Editora del Plata, el que escribía por esos días también.
—Si está buscando talentos literarios, Laura —prosiguió Monterosa—, podría proponerle a Lorenzo publicar su libro acerca de Petrarca. No creo que haya comprometido los derechos con nadie para hacerlo en español.
—Magnífica idea —apoyó Eduarda—. Hablaré mañana mismo con él.
—No, no —se impacientó Laura—, por favor, Eduarda, no menciones esto con el señor Rosas. No quisiera comprometerlo. Además, dudo que esté interesado. De seguro le lloverán las propuestas al señor Rosas, no debemos presionarlo; tal vez no esté interesado pero quizás se sienta en la obligación debido a que mi tía Carolita.
Ventura Monterosa estudió a Laura sobre el borde de la taza. Se había puesto innecesariamente nerviosa, hablaba deprisa para farfullar excusas inverosímiles y su tono de voz languidecía segundo a segundo, como si fuera a llorar. Monterosa se obstinó con la publicación del libro acerca de Petrarca, y Eduarda se explayó en las cualidades de su autor.
—Ciertamente, el éxito de Lorenzo no es sólo literario. Las mujeres lo consideran un parangón de caballerosidad y gentileza, ¿no es verdad, Ventura? Por cierto, lo encuentran sumamente atractivo en ese estilo tan latino y varonil que lo caracteriza. En París lo llaman
“le bel américain”
y especialmente admiran sus
“beaux yeux”.
—¿Más té? —ofreció Laura.
—Es un eximio jugador de polo —insistió Monterosa.
—¿Polo? —se interesó Laura, a pesar de sí.
—Un deporte muy novedoso practicado principalmente en Francia e Inglaterra. Se dice que lo inventaron los antiguos persas, pero fueron los ingleses quienes lo hicieron popular. En realidad, popular no es el término ya que, por ser muy costoso, sólo se practica en las altas esferas; digamos que los ingleses lo han hecho conocido en el mundo civilizado. Se trata de dos equipos de cuatro jugadores que impulsan una pelota de madera con un mazo hacia la portería contraria para anotar un tanto.
A Laura no le tomó demasiado tiempo asociar la descripción del polo con la que su tía Blanca había plasmado en sus
Memorias
acerca de la chueca, el deporte que tanto gustaba a los ranqueles. Ansiaba saber más, pero se llevó la taza de té a los labios para sellarlos. Eduarda, en cambio, no tenía por qué fingir desinterés.
—¿Cómo fue que Lorenzo terminó jugando al polo?
—Años atrás —explicó Ventura—, Lorenzo y yo acompañamos a Armand a visitar a sus amigotes masones de Londres. Una tarde nos invitaron a un
country-state,
como ellos llaman a sus mansiones en el campo, donde se desarrollaba un campeonato de polo. Uno de los jugadores cayó de la montura y se fracturó la clavícula, y pensaron que deberían cancelar el evento porque no había quien lo reemplazara. Ante el asombro de todos, Lorenzo se ofreció como jugador. Al tratarse de un deporte que implica bastantes riesgos (ya imaginarán, caídas, golpes con el mazo, con la pelota de madera, etcétera). Armand se opuso férreamente, pero Lorenzo le apostó que él marcaría todos los tantos y que su equipo sería vencedor.
—Y, ¿qué sucedió? —se impacientó Eduarda.
—Pues bien, Armand debió pagarle una buena suma de dinero a nuestro amigo Lorenzo. Los ingleses no daban crédito. Ninguno de ellos jugaba tan bien como este sudamericano a quien, en un principio, habían mirado con recelo, sino con desprecio. Decían que, por ser tan robusto, se manejaría torpemente sobre el lomo del caballo. Pues todo lo contrario. El polo es en extremo difícil. Al caballo prácticamente se lo maneja con la presión de las rodillas mientras las manos están ocupadas con el mazo, sin soslayar el hecho de que se debe galopar a altas velocidades. Además, la fuerza que se necesita para impulsar la pelota de madera es hercúlea, por eso los jugadores de polo desarrollan esos brazos que parecen de hierro macizo. Lorenzo es un notable jinete y un gran conocedor de los caballos. Él mismo cría los que usa para jugar y, como se han granjeado una merecida fama, sus animales son codiciados tanto en Inglaterra como en Francia. En el último partido del campeonato en Deauville el año pasado, seis de los ocho caballos en el campo de juego pertenecían a las caballerizas de Lorenzo. Es un pingue negocio, debo decir.
Las mejillas de Laura se colorearon inevitablemente. Al levantar el rostro, no le gustó la manera en que Ventura Monterosa la contemplaba.
Je l'adore
Confinada en la casa de la Santísima Trinidad, Laura manejaba sus asuntos a través de esquelas y mensajeros, rechazaba cuanta invitación le extendían y salía en contadas ocasiones, para misa o en caso de extrema necesidad. Recibía a pocas personas, quienes la mantenían en contacto con el mundo exterior, entre ellos, Eduarda Mansilla y Ventura Monterosa. Mayormente leía y escribía y ayudaba a su abuela Ignacía a cuidar el jardín. Conocía demasiado bien su vulnerabilidad para aventurarse nuevamente en presencia de Guor. Ya no deseaba esas miradas displicentes ni un discurso como el del hotel Roma. Sólo con María Pancha se sinceraba y, mientras la criada le cepillaba el pelo cada noche, se animaba a decir en voz alta lo que le había dado vueltas en la cabeza durante el día.
—Pienso a menudo en la imagen de la que nunca hablo. Siempre esta ahí, en el mismo silencio. Es la única imagen de mí que me gusta, la única en la que me reconozco, la única que me causa placer. Ahora soy una Laura tranquila y sensata que ha tomado el lugar de aquella jovencita bulliciosa e impulsiva que amó locamente y que se dejó amar. El vendaval se ha convertido en un atardecer de verano.
—Con los años llega la sensatez —apuntó María Pancha.
—No me he vuelto sensata por hacerme más vieja, y tú lo sabes. Peor que haber perdido a Nahuel, peor que el matrimonio con Julián han sido estos años de aparentar un sentimiento que no existe, una fortaleza, un conformismo y una alegría que intento transmitir cuando en realidad el dolor me esclaviza. Quizás lo hago por orgullo, no me gusta que sepan que tengo problemas. Alguien me dijo una vez que el dolor, si no nos mata, ayuda a templarnos, a convertirnos en personas más fuertes. Es cierto, pero también barre con nuestra sensibilidad y nos transforma en seres inertes. Estoy exhausta de mostrar una realidad que no existe. Vivo mintiendo. La frase de Shakespeare «¡Qué bueno es estar triste y no decir nada!», ya no me parece tan sabia. Yo quiero gritar mi dolor a los cuatro vientos.
—Los asuntos que quedan sin resolver siempre nos atormentan, como ánimas en pena que no aceptan su tumba para el descanso final. Deberías enfrentar al indio y decirle que lo que hiciste lo hiciste para salvarlo.
—Los hechos son más contundentes que las palabras —replicó Laura—. Me casé con Julián y lo abandoné a él. Eso es lo que cuenta.
—¡Necia! —se mosqueó María Pancha—. ¿Acaso has olvidado que tu esposo te amenazó? ¿No recuerdas que juró que lo denunciaría a los militares si no accedías a casarte con él? ¿Debo recordártelo, Laura?
—Sucumbí fácil y rápidamente a sus extorsiones —se reprochó—. Debería haber buscado otra salida. Pero
nunca, nunca
debería haber abandonado a Nahueltruz. Cuando lo dejé ir, perdí mi única posibilidad de ser feliz.
A mediados de mayo, Magdalena le confió a Laura que Nazario Pereda le había propuesto matrimonio y que ella había aceptado. Se casarían en agosto y, luego de la luna de miel en Río de Janeiro, se instalarían en casa de Nazario. Laura fue presa del pánico. Durante esos días de reclusión, las pocas personas con quienes platicaba constituían los pilares de su vida. Magdalena, con su silenciosa mansedumbre, se había acercado a Laura guiada por el instinto de madre que le indicaba que su hija atravesaba un mal momento y, pese a saber que Laura no le abriría el corazón, le resultaba suficiente saber que su compañía y charla intrascendente eran un consuelo para ella.
—¿Por qué vivir en lo de Nazario cuando en esta casa sobran las habitaciones? —se empecinó—. De ninguna manera. Nazario y usted vivirán aquí, conmigo. Remozaremos la habitación, ampliaremos la sala de baño, compraremos muebles nuevos, lo que sea necesario, pero no se irá. No me dejará, mamá, no podré soportarlo.
—Hija, ¿cómo puedes decir que te dejaré cuando lo de Nazario está a tres cuadras de aquí? Además, pronto te casarás y también te irás, seguirás tu camino y me dejarás atrás, como debe ser. Yo postergué mucho tiempo mi vida, Laura. ¿No me permitirás tomar esta oportunidad?
Laura no se reconcilió fácilmente con la idea de que su madre dejara la Santísima Trinidad, siempre había supuesto que, luego del matrimonio con Nazario Pereda, Magdalena seguiría viviendo allí. Se tornó fría, casi mal educada con su futuro padrastro, que soportaba benévolamente sus desplantes de niña. Fueron necesarias muchas noches de razonamientos por parte de María Pancha para que Laura se aviniera a la idea de que su madre tenía derecho a ser feliz.
—Siempre pierdo a los que amo —se lamentó—. Júrame, María Pancha, que tú nunca me dejarás. ¿Qué haría si no te tuviera? —se preguntó, aferrada a la cintura de su criada.
—Tendrás que soportarme muchos años. Dicen que los hotentotes somos longevos por naturaleza.
—¡Bendita sea la sangre hotentota!
Sólo cuando Agustín le confió que Nahueltruz y él partirían hacia Tafí Viejo, Laura cedió a los ruegos de su abuela y le permitió invitar a tía Carolita y a su gavilla de aristócratas europeos a cenar. Por nada se habría sometido a la humillación de una negativa de Guor. Para su sorpresa, Blasco Tejada aceptó, motivado por el deseo de encontrarse con Pura Lynch, que a su vez contemplaba al joven Blasco con beneplácito. Luego de la cena, mientras bebían coñac en la sala, Laura se acercó al muchacho y le sonrió.
—A pesar de que ya eres todo un hombre, un verdadero caballero —remarcó—, te habría reconocido en cualquier parte y circunstancia, tanto recuerdo nuestros días en Río Cuarto. Apuesto a que, debajo de esa levita tan elegante, aún llevas el amuleto de dientes de puma y tigre.
La piel morena de Blasco se tornó carmesí. Con los años se había vuelto tímido y corto de genio; la proximidad de la señorita Laura, como él seguía llamándola en sus pensamientos, y esa calidez que le transmitían su sonrisa y sus palabras, lo dejaron mudo, en parte avergonzado por el buen trato de la señorita cuando él había sido tan descortés.
—No, no lo llevo —balbuceó, y sonó más tajante de lo que habría querido—. Hace años que me lo quité. Ya no creo en esas cosas.
Laura se decepcionó; ella jamás se separaba del suyo. Tanteó el escote de su vestido y palpó la dureza de la alpaca contra la seda.
—¿Estás cómodo en casa de mi tía Carolita?
—Madame Beaumont es toda generosidad y encanto, y nos atendió como si fuéramos reyes mientras nos hospedamos en su casa.
—¿Adonde te hospedas ahora? —se extrañó Laura.
—El señor Rosas alquiló una casa en la calle de Cuyo, casi en la esquina con la de las Artes.
—Muy conveniente ya que queda cerca de lo de Lynch. ¿No es ahí donde mis sobrinas se reúnen para sus clases de francés?
—Sí —contestó Blasco— Dos veces por semana.
—¿Cómo están Miguelito y Lucero?
—Muy bien, señora. Ya se instalaron en la quinta de Caballito.
No seguiría indagando. Aunque por primera vez desde su reencuentro, Blasco Tejada se mostraba predispuesto, no permitiría que Guor pensara que ella trataba de sonsacar a sus íntimos para averiguar acerca de él, más allá de que moría por saber cuándo regresaría de Tafí Viejo y qué diablos era eso de la quinta de Caballito.
Al ver a Blasco con su tía Laura, Pura se atrevió a acercarse. Durante la comida lo había admirado desde un extremo de la mesa, mientras observaba los esfuerzos del joven profesor para seguir la conversación de doña Luisa del Solar y no encontrarla a ella con la mirada. Más tarde, en el salón, cuando los hombres se apartaron para fumar y beber y las mujeres para bordar o jugar a las cartas, Pura creyó perdida toda oportunidad de abordarlo. Media hora después, su tía Laura se la brindó en bandeja cuando, espontáneamente, buscó la compañía del muchacho.