Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (21 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
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—¿Cuándo publicarás el primer capítulo de
La gente de los carrizos,
querida? —preguntó Eduarda mientras tomaban el té.

—No seas impaciente, Eduarda —la reconvino Ventura—. ¿De qué trata la obra, Laura? ¿Es que nos mantendrá en esta congoja sin adelantarnos ni una palabra? El título es de lo más sugestivo.

Laura rió, contenta de que sus nuevos amigos compartieran esa tarde con ella. Ese no había sido un buen día. Agustín, recién llegado de Tafí Viejo, le había traído sólo malas noticias. Sí, habían dado con el paradero de Mariana; Dorotea Bazán, sin embargo, había sucumbido al largo viaje y fallecido apenas arribada a la hacienda.

—¿Cómo está Lucero? —se interesó Laura.

—Verás, Laura —habló Agustín—, estas gentes tienen un sentido del fatalismo y de la resignación que son admirables. Viven siempre en el límite, como si de continuo aguardasen lo peor y, cuando lo peor llega, lo aceptan con envidiable renuncia. No diré que Lucero está bien de ánimos, pero tampoco puedo decir que se haya quebrantado. Es Nahueltruz el que tiene el alma por el suelo. Ya sabes, se culpa. Insiste en lo del abandono, en la traición, y no tiene paz.

El sufrimiento de Nahueltruz era para Laura una emoción difícil de soportar, máxime cuando, a los ojos de él, ella era la culpable de su desvelo, quien lo había empujado a la traición.

—¿Cómo está la cacica Mariana?

—Muy envejecida y encorvada, pero bien, gracias a Dios. Aunque ya se ha instalado en la casa de Nahueltruz, dice que no le gusta eso de abrir y cerrar puertas.

Rieron, y Agustín aprovechó para anunciar su regreso a Río Cuarto en pocos días. Laura, que se había acostumbrado a no contar con su hermano salvo en breves momentos, aceptó la noticia mejor de lo que Agustín había esperado. Ahora que lo notaba, su hermana lucía indiferente, no se le había quebrado la voz cada vez que nombró a Nahueltruz y no preguntó por él siquiera una vez; usaba un tono medido, en ocasiones casi inaudible, movía las manos con lentitud, como si hubiese perdido la fuerza, cuando, en realidad, solía usarlas activamente para acompañar sus palabras. Sobrevino un silencio, y Agustín la observó detenidamente. Allí reclinada en su sillón, envuelta en la blancura de su vestido, los ojos entrecerrados y los labios relajados, Agustín recibió la impresión de que su hermana se había cansado de vivir.

—Durante este viaje hemos tenido mucho tiempo con Nahueltruz para hablar acerca de lo que sucedió en Río Cuarto —expresó atropelladamente, casi sin medir lo que decía, movido por el deseo de sacudir a su hermana de ese letárgico comportamiento.

—Ya no hablaré de eso, Agustín. En cambio —dijo Laura—, cuéntame del senador Cambaceres.

—¿El senador Cambaceres? —repitió Agustín, abiertamente confundido.

—Sí, el amigo de papá que los ayudaría a obtener el permiso para visitar al cacique Epumer en la isla Martín García. ¿Lo han conseguido? Ahora que la cacica Mariana está en Buenos Aires querrá saber de su hijo.

—Ah, sí, sí, el senador —replicó el franciscano, aún sorprendido por la severidad de su hermana—. No, no hemos vuelto a saber de él. Nahueltruz irá mañana a verlo, supongo. Han hecho buenas migas. Sé que el senador nos ayudará —Agustín se retrepó en el sofá y carraspeó—. Laura, has cambiado tanto desde la última vez que te vi. ¿Qué ha sucedido? Se trata siempre de Nahueltruz, ¿verdad? Dime si algo nuevo ha sucedido. Hablemos, Laura, siempre te escucho.

—¿No era tu deseo que dejara atrás el pasado, que me tranquilizara? Pues bien, estoy más tranquila y más resignada. No hablemos de todo aquello, estoy tan cansada. Más bien quiero contarte que he comenzado a escribir el nuevo folletín, el que se basará en la vida de tu madre.
La gente de los carrizos,
así he decidido titularlo. ¿Te gusta? ¿Lo apruebas, hermano? Cambiaré los nombres y algunas situaciones para no comprometer a nadie, pero respetaré la esencia de la historia, la que tu madre tan bien narró en sus Memorias. Lo haré para ayudar a los ranqueles, para que la gente sepa que ellos también son gente.

Agustín no intentó volver al tema del pasado, más allá de que sabía que Laura, al igual que Nahueltruz, no lo enfrentaba, sólo le echaba un manto de silencio y de fingida indiferencia. Dejó el sofá. Laura le extendió la mano y Agustín la besó suavemente.

—Prométeme que harás las paces con el padre Donatti —pidió Laura—. No soporto otra carga más, Agustín. No me dejes con otro peso sobre esta conciencia mía tan atribulada. Soy la culpable de la infelicidad de tanta gente, no permitas que lo sea también de la del padre Donatti, que te adora como si fueras su hijo. Él no es responsable de lo que ocurrió seis años atrás. Él no, él no.

—Te prometo —aseguró Agustín en voz baja, compelido por la debilidad de Laura—. Te lo prometo, pero no llores, por favor.

—No lloraré. Ya no voy a llorar.

Luego de la visita de su hermano, Laura regresó a sus escritos. A pesar de la partida de Agustín y de la noticia de la muerte de Dorotea Bazán, no perdió la calma. A veces, cuando se ponía nostálgica, dejaba vagar la vista por los rosales que la abuela Ignacia había plantado bajo su ventana. Todavía existían cosas hermosas en el mundo.

A las cuatro, María Pancha le recordó que el señor Monterosa y la señora Eduarda García llegarían a la hora del té y se aprestó con bastante entusiasmo.

A finales de mayo, el cumpleaños de Eugenia Victoria fue el primer evento social al que Laura asistió luego de semanas de confinamiento. Simplemente resultaba imposible decirle no a Eugenia Victoria. Llegó a la mansión de los Lynch acompañada de sus abuelos; su madre y sus tías habían ido más temprano en el coche del prometido de Magdalena, Nazario Pereda. Desde el vestíbulo, Laura recibió el estruendo de las risotadas de Sarmiento.

Eugenia Victoria salió a recibirla y entrelazó su brazo al de Laura. En actitud confidente, le dijo:

—Temía que no vinieras. Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que me visitaste. Tú sabes, yo soy esclava de esta casa y de mis hijos, en especial de Benjamincito, y no encontraba el tiempo para ir a la Santísima Trinidad. De todos modos, no te hemos visto tampoco en las tertulias de doña Joaquina y me sorprendió cuando Cristian Demaría me dijo que no asistirías a su fiesta de compromiso con Eufemia Schedden. ¿Qué ha pasado? Nada con tu salud, espero.

—Nada con mi salud —aseguró Laura—. Sencillamente sin ánimos para socializar. Cuéntame de ti, ¿cómo has estado? Te he desatendido sin excusa todas estas semanas a pesar de tus problemas. ¿Qué pasó con los Carracci que solían estar aquí? —se extrañó Laura, al ver las marcas sobre el estuco de la pared.

Eugenia Victoria detuvo su mirada en el sitio donde, por décadas, se habían exhibido los famosos óleos de los hermanos Carracci. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Laura le pasó un brazo por los hombros e intentó reanimarla. Eugenia Victoria desahogó la angustia que había callado desde que el tasador se llevó los cuadros y otras obras de arte para rematarlas. Las deudas de juego de su suegro parecían no tener fin.

—¡Oh, si Julián viviera! —exclamó Eugenia Victoria—. Él podría ayudarnos, en nadie confiaría más que en él. Ahora debemos ponernos en manos de un abogado que no es amigo de la familia.

—¿Para qué un abogado?

—José Camilo ha decidido quitarle los derechos sobre propiedades y demás bienes a su padre. Será muy duro para don Justo Máximo y un escándalo que la familia deberá soportar, pero, Laura, si no lo hacemos en pocos meses tendremos que vivir de la caridad.

—¿Pueden hacer eso? Me refiero, despojarlo en vida de sus derechos sobre los bienes.

—El doctor Quesada asegura que existe una figura en el Código Civil que habla del manirroto, aquel que dilapida su fortuna. Los parientes tienen derecho, para preservar el patrimonio familiar, de solicitar a la Justicia que revoque los derechos de la persona considerada como pródiga.

Laura ponderó las palabras de su prima. Los Lynch, de las familias de más prosapia de Buenos Aires, contaban con una inmensa fortuna. Sin embargo, algunos desaciertos en el manejo de las estancias, sumados al vicio de don Justo Máximo, habían puesto de manifiesto que no existía patrimonio invulnerable. Deslizó un sobre entre las manos de Eugenia Victoria, que lo abrió con extrañeza.

—No puedo aceptar —dijo, y le devolvió el dinero.

—Conmigo no interpretes el papel de ofendida. Ese papel le corresponde a tu esposo, que, como buen hombre, es orgulloso y machista. Me pregunto, ¿cómo costearás los gastos de esta celebración? Eres muy querida entre nuestras amistades y parece que toda Buenos Aires se ha dado cita esta noche.

Eugenia Victoria no articuló palabra. Contempló largamente a su prima y le apretó la mano. Laura le sonrió con aire triste, y Eugenia Victoria sintió que la gratitud y el cariño se entremezclaban con la pena que Laura siempre le inspiraba. Caminaron en dirección al salón.

—¿Sabes? —retomó Eugenia Victoria.— Climaco Lezica ha sido muy generoso. Ha ofrecido ayudarnos. Le ha propuesto a José Camilo un negocio que podría ser muy rentable. Se trata de la cría de caballos.

Al acercarse Purita, Eugenia Victoria detuvo abruptamente el comentario. Laura notó a su sobrina especialmente agraciada e intuyó que, más allá de lo bien que le sentaba el vestido de brocado lila y amarillo, su belleza tenía que ver con un buen estado de ánimo. Laura la tomó del brazo y entraron en el salón principal.

—¿Cómo van tus clases de francés? —se interesó.

—Ah, tres bien, tante. Merci de demander. J'ai envié de parler avec toi!

—Veo que tu pronunciación ha mejorado ostensiblemente. La influencia del señor Tejada es manifiesta.

—¡Oh, mais oui, tante!
Cuando el señor Tejada se dirige en francés es como si recitase los versos de un poema de amor, tan dulce y perfecto es su modo de hablarlo.

Blasco Tejada les salió al paso y saludó con marcada simpatía.

—Buenas noches, señor Tejada. Espero que esté bien.

—Muy bien, señora Riglos.

—Lo felicito Es notoria la mejoría en la pronunciación de mi sobrina Pura. Pronto averiguaré si Eulalia, Dora y Genara han sido tan aplicadas en sus clases .

—Ninguna como la señorita Pura —respondió Blasco con una vehemencia que de inmediato lamentó—. Las señoritas Eulalia, Dora y Genara son excelentes alumnas también. Las cuatro lo son.

Laura se excusó y los dejó solos, y advirtió que los jóvenes se escabullían a la biblioteca. Ella, por su parte, se adentró en el salón y comenzó a saludar a los invitados, que le reclamaban la ausencia de tantas semanas. Se sorprendió de encontrar a Clara Funes, que departía con sus primas Iluminada y María del Pilar. Laura la saludó con simpatía y le preguntó por los niños, pero Clara le respondió con cortedad, nada quedaba de la maternal y dulce Clara que la había invitado a compartir su mesa en la chocolatería de Godet. Sin duda, la habrían alcanzado las hablillas acerca de su romance con Roca. Iluminada y María del Pilar también parecían incómodas.

—¿Alguna noticia del general? —preguntó Laura.

—Sólo las que publica
La Tribuna
—replicó Clara.

—Espero que su campaña finalice exitosamente.

Clara se limitó a asentir con aire altanero, ése que Laura identificaba con los modos de los cordobeses. Se alejó con el ánimo atribulado, pero el doctor Eduardo Wilde, que participaba en una polémica acerca de la educación de las masas, al invitarla a verter su opinión, la ayudó a dejar atrás el desplante.

—No se puede pensar en el voto universal sin una educación previa de las masas —opinó don Carlos Tejedor, el gobernador de Buenos Aires.

—Ese concepto de la universalidad del voto —remarcó Wilde con sarcasmo— es simplemente el triunfo de la ignorancia universal.

Domingo Sarmiento lanzó una risotada y, palmeando a Wilde en la espalda, le reprochó su exacerbado elitismo. Armand Beaumont, que se unía al grupo secundado por su cuñado y por su amigo Lorenzo Rosas, quiso saber de qué hablaban.

—Discurrimos acerca de las bonanzas y los males de la educación universal, es decir, de la educación extendida a las masas —explicó Estalisnao Zeballos—. Entre las bonanzas —prosiguió—, estamos de acuerdo en que convivir con personas educadas resulta infinitamente superior a hacerlo con desaforados. Por el lado de los males, como ha remarcado inteligentemente el doctor Wilde, podrían contarse las derivaciones políticas poco favorables.

—¿En qué sentido? —se interesó Ventura Monterosa.

—Pues bien —vaciló Zeballos—, se trataría de una oportunidad para que sectores de las bajas esferas accedieran a posiciones que hoy sólo ocupan las gentes decentes.

—Entonces —puntualizó Laura—, tengo que interpretar que la conveniencia o no de una educación extensiva a las masas se discute o se decide a partir del riesgo más o menos inminente de la pérdida de poder sobre el manejo de la cosa pública.

Maldito el instante, masculló Zeballos, en que Wilde la había invitado a formar parte de la polémica cuando, en realidad, el lugar de la viuda de Riglos debería haber sido algún grupúsculo femenino donde se discutiera la mejor manera de hacer el punto cruz o de cocinar el dulce de leche.

—Querida Laura, no es tan así —contemporizó Eduardo Wilde, aferrándole la mano.

A Laura la molestó el tono condescendiente, el que se habría empleado con una niña encaprichada.

—La historia muestra —manifestó Armand Beaumont— que cuando estos sectores inferiores acceden a puestos superiores lo hacen con una carga de resentimiento y violencia que termina por ensombrecer cualquier objetivo noble que hubiesen trazado.

—El resentimiento y la violencia no se engendran en los sectores inferiores simplemente por que sean estos inferiores —retrucó Laura—. Nadie se resiente si es tratado con justicia y ecuanimidad.

—Los esfuerzos de la señora Riglos para que la educación se extienda a las clases más bajas son bien conocidos por todos, en especial por mí —intervino el doctor Avellaneda—. Disminuir los niveles de analfabetismo es un anhelo para ella.

—Una utopía, si el señor presidente me permite —habló Nahueltruz, y sorprendió a los demás, pues, hasta el momento, lucía apático.

Laura, que se había propuesto recobrar el espíritu aunque las palabras de Guor la intimidasen, lo contempló con entereza a los ojos. Su acto de bizarría, sin embargo, no sirvió de nada. Una mirada efímera de Nahueltruz resultó suficiente para empequeñecerla y humillarla. Él ni siquiera había tenido la decencia de dirigirse a ella. Ellos no conversaban, no se relacionaban sino con la elemental cortesía, aunque alguna vez habían significado tanto el uno para el otro. Ahora nada. Había existido un tiempo en que les resultaba difícil dejar de hablar. Ahora eran extraños, no, peor que extraños, porque entre ellos no exitía la posibilidad de que llegasen a ser amigos. Se trataba de un alejamiento perpetuo.

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