Herejes de Dune (40 page)

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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Herejes de Dune
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—¡Qué atención! —murmuró. Dejó caer sus manos y enfocó su mirada al rostro de Teg, rastreando las líneas de identidad—. Atreides —dijo—. ¡Todos sois tan condenadamente parecidos!

—No todos —dijo Teg.

—No estoy hablando de apariencias, Bashar. —Sus ojos se desenfocaron—. Pregunté mi edad. —Hubo un largo silencio, luego—: ¡Dioses de las profundidades! ¡Ha pasado tanto tiempo!

Teg dijo lo que se le había instruido que debía decir:

—La Hermandad te necesita.

—¿En este cuerpo inmaduro? ¿Qué se supone que debo hacer?

—Realmente no lo sé, Duncan. El cuerpo madurará, y supongo que una Reverenda Madre te lo explicará todo.

—¿Lucilla?

Bruscamente, Duncan alzó la vista hacia el ornamentado techo, luego la paseó por toda la estancia con su barroco reloj. Recordó haber llegado allí con Teg y Lucilla. Aquel lugar era el mismo pero era distinto.

—Harkonnen —murmuró. Lanzó una ardiente mirada a Teg—. ¿Sabes a cuántos de mi familia torturaron y mataron los Harkonnen?

—Una de las Archiveras de Taraza me dio un informe.

—¿Un informe? ¿Crees que las palabras pueden expresarlo?

—No. Pero era la única respuesta que tenía a tu pregunta.

—¡Maldito seas, Bashar! ¿Por qué vosotros los Atreides siempre tenéis que ser tan sinceros y honorables?

—Creo que es algo innato en nosotros.

—Eso es completamente cierto. —La voz era la de Lucilla, y surgió detrás de Teg.

Teg no se volvió. ¿Cuánto había oído la mujer? ¿Cuánto tiempo hacía que estaba allí?

Lucilla avanzó hasta situarse junto a Teg, pero su atención estaba centrada en Duncan.

—Veo que lo habéis hecho, Miles.

—Eran órdenes de Taraza —dijo Teg.

—Habéis sido muy listo, Miles —dijo ella—. Mucho más listo de lo que sospechaba que pudierais ser. Esa madre vuestra hubiera debido ser severamente castigada por lo que os enseñó.

—Ahhh, Lucilla la seductora —dijo Duncan. Miró por unos instantes a Teg, luego volvió de nuevo su atención a Lucilla—. Sí, ahora puedo responder a mi otra pregunta… lo que se supone que debo hacer.

—Se las llama Imprimadoras —dijo Teg.

—Miles —dijo Lucilla—, si habéis complicado mi tarea de tal forma que me impida cumplir con mis órdenes, os veré asándoos en un espetón.

La impasible cualidad de su voz hizo que un estremecimiento recorriera a Teg. Sabía que su amenaza era una metáfora, pero las implicaciones de la amenaza eran reales.

—¡Un banquete de castigo! —dijo Duncan—. Qué encantador.

Teg se dirigió a Duncan:

—No hay nada de romántico en lo que te hemos hecho, Duncan. He ayudado a la Bene Gesserit en más de una misión que me ha dejado la sensación de estar sucio, pero nunca tan sucio como ahora.

—¡Silencio! —ordenó Lucilla. Había toda la fuerza de la Voz en la orden.

Teg la dejó fluir a través de él y más allá de él, tal como su madre le había enseñado; luego:

—Aquellos de nosotros que hemos ofrendado toda nuestra lealtad a la Hermandad tenemos solamente una preocupación: la supervivencia de la Bene Gesserit. No la supervivencia de ningún individuo, sino la de la propia Hermandad. Decepciones, deshonestidades… todo eso son palabras vacías cuando lo que se plantea es la supervivencia de la Hermandad.

—¡Maldita sea esa madre vuestra, Miles! —Lucilla le ofreció el cumplido de no ocultar su irritación.

Duncan miró a Lucilla. ¿Quién era? ¿Lucilla? Sintió sus memorias agitarse en su interior. Lucilla no era la misma persona, en absoluto, y sin embargo… los distintos fragmentos eran los mismos. Su voz. Sus rasgos. Bruscamente vio de nuevo el rostro de la mujer que había entrevisto en la pared de su habitación en el Alcázar.
«Duncan, mi dulce Duncan.»

Las lágrimas brotaron de los ojos de Duncan. Su propia madre… otra víctima de los Harkonnen. Torturada… ¿y quién sabía qué más? Nunca había vuelto a ver a su «dulce Duncan».

—Dioses, desearía tener a uno de ellos en este momento para matarlo —gimió Duncan.

Una vez más, centró su atención en Lucilla. Las lágrimas difuminaron sus rasgos e hicieron más fáciles las comparaciones. El rostro de Lucilla se mezcló con el de Dama Jessica, el amor de Leto Atreides. Duncan miró a Teg, luego de nuevo a Lucilla, apartando las lágrimas de sus ojos mientras lo hacía. Los rostros de su memoria se disolvieron en los de la auténtica Lucilla de pie frente a él. Similares… pero nunca iguales. Nunca más iguales.

Imprimadora
.

Podía adivinar el significado. El puro salvajismo de Duncan Idaho se despertó en él.

—¿Es mi hijo lo que quieres en tu seno, Imprimadora? Sé que no es por nada que os llaman madres.

Con voz fría, Lucilla dijo:

—Discutiremos eso en otro momento.

—Discutámoslo en un lugar agradable —dijo Duncan—. Quizá te cante una canción. No tan buena como las que cantaba el viejo Gurney Halleck, pero sí lo suficiente como para prepararnos para el deporte de la cama.

—¿Lo encuentras divertido? —preguntó ella.

—¿Divertido? No, pero
he
recordado a Gurney. Dime, Bashar, ¿lo habéis traído de vuelta de la muerte también?

—No por lo que sé —dijo Teg.

—¡Ahhh, era tan buen cantante! —dijo Duncan—. Podía estarte matando mientras cantaba, y jamás desafinaba una nota.

Con una actitud aún helada, Lucilla dijo:

—Nosotras en la Bene Gesserit hemos aprendido a evitar la música. Evoca demasiadas emociones que confunden. Emociones memorísticas, por supuesto.

Su intención era sorprender a Duncan recordándole todas aquellas Otras Memorias y los poderes Bene Gesserit que implicaban, pero Duncan lo único que hizo fue reír más fuerte.

—Qué pena —dijo—. Os perdéis tanto en la vida. —Y empezó a tararear una antigua tonada de Halleck:

Pasad revista a vuestros amigos,

Pasad revista a las tropas tan lejanas…

Pero su mente derivó hacia otros lados con el intenso nuevo aroma de aquellos momentos renacidos, y una vez más sintió el ansioso toque de algo poderoso que permanecía enterrado dentro de él. Fuera lo que fuese, era violento y concernía a Lucilla, La Imprimadora. Con su imaginación, la vio muerta, con su cuerpo bañado en sangre.

Capítulo XXV

La gente siempre desea algo más de alegría inmediata o esa profunda sensación llamada felicidad. Este es uno de los secretos a través de los cuales modelamos la realización de nuestros designios. El algo más supone un poder amplificado con gente que no puede proporcionarle un nombre o que (lo cual es más a menudo el caso) ni siquiera sospecha su existencia. La mayoría de la gente reacciona tan sólo inconscientemente a estas fuerzas ocultas. Así, lo único que tenemos que hacer es apelar a un calculado algo más y traerlo a la existencia, definirlo y darle forma, luego dejar que el pueblo lo siga.

Secretos del Liderazgo de la Bene Gesserit

Con un silencioso Waff a unos veinte pasos delante de ellas, Odrade y Sheeana caminaban por un sendero bordeado de maleza al lado del patio de unos almacenes de especia. Los tres llevaban túnicas del desierto nuevas y resplandecientes destiltrajes. La verja gris de nulplaz que delimitaba el patio al lado de ellos mostraba fragmentos de hierba y algodonosas vainas entre su enrejado. Contemplando las vainas, Odrade pensó en ellas como vida intentando romper la intervención humana.

Tras ellos, los bloques de edificios que habían surgido en torno a Dar–es–Balat se cocían a la luz del sol de primera hora de la tarde. El cálido y seco aire ardía en su garganta cuando inhaló demasiado rápidamente. Odrade se sentía aturdida y en guerra consigo misma. La sed la atormentaba. Caminaba como en equilibrio al borde de un precipicio. La situación que había creado siguiendo las órdenes de Taraza podía estallar en cualquier momento.

¡Cuán frágil es!

Tres fuerzas equilibradas, no apoyándose realmente las unas en las otras sino simplemente unidas por motivos que podían deslizarse en un instante y derrumbar toda la alianza. Los refuerzos militares enviados por Taraza no tranquilizaban a Odrade. ¿Dónde estaba Teg? ¿Dónde estaba Burzmali? Incidentalmente, ¿dónde estaba el ghola? Hubiera debido estar allí a aquellas alturas. ¿Por qué se le había ordenado retrasar las cosas?

¡La aventura de hoy iba a retrasar ciertamente las cosas! Aunque tenía la bendición de Taraza, Odrade pensaba que aquella excursión al desierto de los gusanos podía convertirse en un retraso permanente. Y allí estaba Waff. Si sobrevivía, ¿quedarían algunos fragmentos de él que recoger?

Pese a la aplicación de los mejores métodos de curación acelerada de la Hermandad, Waff decía que sus brazos seguían doliéndole allá donde Odrade se los había roto. No estaba quejándose, simplemente proporcionando una información. Parecía aceptar su frágil alianza, incluso las modificaciones que había incorporado la camarilla de los sacerdotes rakianos. Sin duda lo tranquilizaba el que uno de sus propios Danzarines Rostro ocupara el banco del Sumo Sacerdote en su disfraz de Tuek. Waff hablaba enérgicamente cuando exigía sus «madres procreadoras» de la Bene Gesserit y, en consecuencia, se negaba a cumplir su parte del trato.

—Se trata únicamente de un pequeño retraso mientras la Hermandad revisa el nuevo acuerdo —explicaba Odrade—. Mientras tanto…

Hoy era «mientras tanto».

Odrade echó a un lado sus recelos y empezó a entrar en el talante de la aventura. La actitud de Waff la fascinaba, especialmente su reacción al conocer a Sheeana: absolutamente temerosa y más que un poco maravillada.

La predilecta de su Profeta.

Odrade miró de reojo a la muchacha que caminaba obedientemente a su lado. Allí estaba la auténtica palanca para modelar aquellos acontecimientos dentro del designio de la Bene Gesserit.

La penetración de la Hermandad en la realidad que había detrás del comportamiento tleilaxu excitaba a Odrade. La fanática «auténtica fe» de Waff ganaba forma con cada nueva respuesta del hombre. Se sentía afortunada tan sólo estando allí estudiando al Maestro tleilaxu en un emplazamiento religioso. El mismo crujir bajo los píes de Waff inflamaba un comportamiento que había sido adiestrada a identificar.

Hubiéramos debido suponerlo, pensó Odrade. Las manipulaciones de nuestra propia Missionaria Protectiva hubieran debido decirnos cómo lo hicieron los tleilaxu: manteniéndose encerrados en sí mismos, bloqueando toda intrusión a lo largo de todos esos laboriosos milenios.

No parecían haber copiado la estructura de la Bene Gesserit. ¿Y qué otra fuerza podía conseguir algo así? Una religión. ¡La Gran Creencia!

A menos que los tleilaxu estén utilizando sus sistemas de gholas como una especie de inmortalidad
.

Taraza podía estar en lo cierto. Los Maestros tleilaxu reencarnados no serían como las Reverendas Madres… no tendrían Otras Memorias, sólo sus memorias personales. ¡Pero prolongadas!

¡Fascinante!

Odrade miró hacia adelante, a la espalda de Waff.
Camina laboriosamente
. Parecía algo natural en él. Recordó que había llamado a Sheeana «Alyama». Otra confirmación lingüística de la Gran Creencia de Waff. Significaba «La Bendecida». Los tleilaxu habían mantenido el antiguo idioma no sólo vivo, sino sin cambios.

¿Acaso no sabía Waff que tan sólo las fuerzas más poderosas tales como las religiones podían conseguir eso?

¡Tenemos las raíces de vuestra obsesión en nuestras manos, Waff! No es muy diferente a algo de lo que nosotras hemos creado. Sabemos cómo manipular tales cosas para nuestros propios propósitos.

La comunicación de Taraza ardía en la consciencia de Odrade: «El plan tleilaxu es transparente: predominio. El universo humano debe forjarse en un universo tleilaxu. No pueden esperar conseguir esa meta sin ayuda de la Dispersión. Ergo.»

El razonamiento de la Madre Superiora no podía ser refutado. Incluso la oposición dentro de aquel profundo cisma que amenazaba con despedazar la Hermandad lo aceptaba. Pero el pensamiento de esas masas humanas en la Dispersión, su número estallando exponencialmente, producía una solitaria sensación de desesperación en Odrade.

Somos tan pocas comparadas con ellos.

Sheeana se detuvo y recogió un guijarro. Lo miró por un momento y luego lo arrojó a la verja de su lado. El guijarro atravesó la malla sin tocarla.

Odrade se aferró firmemente a sí misma. El sonido de sus pasos en la arena que se había aposentado en aquel poco transitado camino parecieron de pronto demasiado fuertes. La larga carretera que conducía al exterior de Dar–es–Balat por encima del anillo del qanat y el foso estaba a no más de doscientos pasos al frente, al final de aquel estrecho camino.

—Estoy haciendo esto porque tú lo has ordenado, Madre —dijo Sheeana—. Pero sigo sin saber por qué.

¡Porque es el crisol donde vamos a probar a Waff y, a través de él, a remodelar a los tleilaxu!

—Es una demostración —dijo Odrade.

Aquello era cierto. No era la absoluta verdad, pero servía. Sheeana caminaba con la cabeza gacha, la mirada intensamente fija en el lugar donde colocaba cada pie. ¿Así era como se acercaba siempre a Shaitan?, se preguntó Odrade. ¿Pensativa y remota?

Odrade oyó un débil sonido
toc–toc–toc
muy alto detrás de ella. Los ornitópteros de vigilancia estaban llegando. Mantendrían su distancia, pero muchos ojos estarían observando aquella
demostración
.

—Danzaré —había dicho Sheeana—. Normalmente eso atrae a uno de los grandes.

Odrade había sentido que su corazón se aceleraba. ¿Seguiría «el grande» obedeciendo a Sheeana pese a la presencia de dos compañeros?

¡Esto es una locura suicida!

Pero había que hacerlo: órdenes de Taraza.

Odrade miró a la verja del patio de los almacenes de especia a su lado. El lugar parecía extrañamente familiar. Más que deja–vu. Una certeza interior informada por las Otras Memorias le decía que aquel lugar permanecía virtualmente sin cambios desde los antiguos tiempos. El diseño de los silos de especia en el patio era tan viejo como Rakis: tanques ovalados montados sobre altas patas, insectos de metal y plaz aguardando tensos a saltar sobre sus presas. Sospechaba un mensaje inconsciente de los diseñadores originales:
La melange es a la vez don y maldición.

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