Además, en la guerra que lucho contra ellos me encuentro en desventaja, dado que tengo que luchar casi solo, ya que incluso aquellos hombres rojos que piensan como yo al respecto, también están convencidos de que luchar a mi lado contra los asesinos no es sino una forma de suicidarse. No obstante, tengo la seguridad de que esto no los detendría si creyeran que existe siquiera alguna esperanza de éxito.
El que yo haya escapado durante tanto tiempo a las afiladas hojas de los asesinos les parece poco menos que un milagro, y supongo que sólo mi extremada confianza en mi capacidad para defenderme por mí mismo, me impide compartir su punto de vista.
A menudo, Dejah Thoris y Carthoris, mi hijo, me aconsejan que abandone la lucha; pero durante toda mi vida he sido reacio a admitir la derrota, y jamás renuncio de buena gana a un combate.
En Marte ciertos tipos de homicidio se castigan con la muerte, y la mayoría de los realizados por los asesinos entran dentro de estas categorías. Hasta la fecha, ésta ha sido el único arma que he podido utilizar contra ellos, y no siempre con éxito, puesto que normalmente es difícil probar sus crímenes, dado que incluso los testigos presenciales temen testificar en contra suya.
Pero, gradualmente, he desarrollado y organizado otro medio de combatirlos. Éste consiste en una organización secreta de superasesinos. En otras palabras, he decidido combatir al fuego con fuego.
Cuando se sabe de algún asesino, mi organización actúa como una agencia de detectives para descubrirlo. Luego actúa como juez y jurado y, eventualmente, como verdugo. Cada uno de sus movimientos se realizan en secreto, mas se marca una equis con la punta de una daga sobre el corazón de todas sus víctimas.
Si podemos golpear, lo solemos hacer con rapidez; y el público y los asesinos no han tardado en identificar esta equis sobre el corazón como la marca del brazo de la justicia sobre el culpable, y sé que en algunas de las mayores ciudades de Helium el índice de muerte por asesinato ha decrecido significativamente. Por lo demás, sin embargo, estamos tan lejos del éxito como al principio.
En Zodanga hemos obtenido nuestros peores resultados, y los asesinos de la ciudad se jactan abiertamente de ser demasiado inteligentes para mí, porque, aunque no están completamente seguros, intuyen que las equis sobre los pechos de sus camaradas muertos, son obra de una organización dirigida por mí.
Espero no haberte aburrido con esta exposición de hechos desnudos, pero me pareció necesario hacerla como introducción a las aventuras que me sucedieron, conduciéndome a un extraño mundo en un intento de derrotar a las malignas fuerzas que habían ensombrecido mi vida.
En mi lucha contra los asesinos de Barsoom, nunca he podido reclutar a muchos agentes para servir en Zodanga: y aquellos que operan allí lo hacen con poco entusiasmo, de forma que nuestros enemigos tienen buenas razones para burlarse de nuestros fracasos.
Decir que esta situación me fastidia, sería un eufemismo, y por lo tanto, decidí acudir en persona a Zodanga, no sólo para efectuar una concienzuda investigación, sino para dar tal lección a sus asesinos que se les quitasen las ganas de reír.
Decidí ir de incógnito y disfrazado, ya que si aparecía allí como John Carter, Señor de la Guerra de Marte, no averiguaría nada más de lo que ya sabía.
Disfrazarme es para mí una cuestión relativamente sencilla. Mi piel blanca y mi negro pelo me convierten en un hombre marcado en Marte, donde sólo los lotharianos de pelo castaño y los totalmente calvos therns, tienen la piel tan clara como la mía.
Aunque tengo plena confianza en la lealtad de mis sirvientes, uno nunca sabe si un espía ha logrado infiltrarse en la organización más cuidadosamente seleccionada. Por esta razón, mantuve mis planes y preparativos en secreto, incluso a los hombres de más confianza de los que me rodean.
En los hangares del techo de mi Palacio dispongo de aeronaves de distintos modelos, y de entre ellas seleccioné una de exploración de una sola arma, de la cual borré subrepticiamente la insignia de mi casa. Tras encontrar un pretexto para alejar a los guardianes del hangar, una tarde, introduje disimuladamente a bordo de la nave aquellos artículos que necesitaba para procurarme un disfraz satisfactorio. En adición a un pigmento rojo para mi propia piel y pinturas para el casco de la nave, incluí un juego completo de correajes, metales y armas zodanganas.
Esa noche la pasé a solas con Dejah Thoris, y aproximadamente a la octava zode y veinticinco xats, medianoche en hora terrestre, me puse un correaje de cuero sin insignias y me preparé para emprender mi aventura.
—Desearía que no te fueras, príncipe mío, tengo el presentimiento de que…, bueno…, de que ambos vamos a lamentarlo —dijo ella.
—Los asesinos deben de recibir una lección —contesté—, o nadie vivirá seguro en Barsoom. Sus actos constituyen un claro desafío; y no puedo permitirme ignorarlo.
—Supongo que no —contestó ella—. Ganaste tu alta posición con la espada, y supongo que debes mantenerla con ella; pero desearía que no fuera así.
La tomé en mis brazos y la besé, y le dije que no se preocupara, que no tardaría en volver. Luego subí al hangar de la azotea.
Los guardianes del hangar pueden haber pensado que era una hora inusual para que yo me embarcara, pero no podían tener la más mínima sospecha de cuál era mi destino. Despegué hacia el oeste, e inmediatamente me encontré surcando el aire poco denso de Marte, bajo las innumerables estrellas y los dos magníficos satélites del planeta rojo.
Las lunas de Marte siempre me han intrigado; y, de noche, cuando las contemplo, me siento atraído por el misterio que las rodea. Thuria, la más cercana, conocida en la Tierra como Phobos, es la más grande; orbita en tomo a Barsoom a solo 5.800 millas y ofrece una vista espléndida. Cluros, la más alejada, aunque su diámetro sólo es un poco más pequeño que el de Thuria, parece mucho más pequeña debido a su mayor distancia del planeta, estando como está a 14.500 millas.
Durante largo tiempo se dio crédito a una leyenda que afirmaba que la raza negra de Barsoom, los llamados «primeros nacidos», habitaban en Thuria, la luna más cercana; pero cuando desacredité a los falsos dioses de Marte, demostré a la vez de forma concluyente, que la raza negra vivía en el valle del Dor, cercano al polo sur del planeta.
Colgando sobre mí, Thuria presentaba una apariencia maravillosa, aún más destacable por el hecho de que daba la impresión de desplazarse de oeste a este, debido a que su órbita es tan cercana al planeta que efectúa una revolución en torno a él, en menos de un tercio, que la rotación diurna de Marte. Cuando la observaba ensoñadoramente fascinado aquella noche, lejos estaba de adivinar el papel que pronto había de representar en las escalofriantes aventuras y en la gran tragedia que me aguardaba tras el horizonte.
Cuando me hube alejado lo suficiente de las Ciudades Gemelas de Helium, desconecté mis luces de navegación y viré hacia el sur, orientándome gradualmente hacia el oeste, hasta tomar el rumbo de Zodanga. Una vez fijado el compás de destino, pude dedicar mi atención a otros menesteres, sabiendo que este ingenioso aparato me conduciría a donde deseaba sin problema.
Mi primera ocupación fue repintar el casco de la aeronave; amarré con unas cuerdas mi correaje a los anillos de la borda de la nave y luego, dejándome caer por los costados, procedí a realizar mi labor. Fue un trabajo lento, ya que después de pintar en todas direcciones hasta donde llegaba, tenía que volver a cubierta para cambiar la posición de las correas, de forma que pudiera cubrir otra sección del casco. Pero hacia el amanecer estuvo concluido, aunque no puedo decir que me enorgulleciera del resultado, desde un punto de vista artístico. Sin embargo, había logrado cubrir totalmente la pintura vieja, disfrazando así la nave, al menos en lo que a su color concernía. Una vez conseguido esto, arrojé por la borda la brocha y el resto de la pintura, seguidos por el correaje de cuero que había llevado hasta entonces.
Como me había pintado a mí mismo casi tanto como el casco de la nave, me llevó algún tiempo hacer desaparecer de mi persona el último vestigio de esta evidencia, que podría revelar a un observador atento que acababa de repintar mi nave.
Acto seguido, apliqué uniformemente el pigmento rojo sobre cada pulgada de mi cuerpo desnudo, de tal forma que cuando hube terminado, en cualquier lugar de Marte, me hubieran tomado por un miembro de la raza dominante de marcianos rojos; una vez que me puse el correaje, las insignias y las armas zodanganas, sentí que mi disfraz estaba completo.
Era ya media mañana y, después de comer, me acosté para dormir unas pocas horas.
Entrar en una ciudad marciana después de que haya oscurecido, puede ser muy embarazoso para alguien que no pueda explicar con claridad lo que se propone hacer. Por supuesto, es posible deslizarse dentro sin luces; pero las posibilidades de detención por alguna de las numerosas naves de patrulla son demasiado grandes; y como yo no podía explicar mi misión ni revelar mi identidad, probablemente me hubieran enviado a los pozos y, sin duda, hubiera recibido el castigo reservado a los espías: una larga reclusión, seguida por la muerte en la arena.
Si entraba con las luces encendidas, me detendrían con toda seguridad; y como no podría responder satisfactoriamente a las preguntas que me hicieran, y nadie saldría fiador por mí, mis apuros serían igualmente difíciles; así pues, cuando me acerqué a la ciudad antes del amanecer del segundo día, apagué el motor y me dejé llevar a la deriva bien lejos de los reflectores de las naves de patrulla.
Incluso cuando se hizo de día, no me aproximé a la ciudad hasta media mañana, cuando otras naves iban y venían libremente sobre las murallas.
Durante el día, a menos que una ciudad esté en guerra abierta, se ponen pocas restricciones a las idas y venidas de las naves pequeñas. Las naves de patrullas detienen y examinan ocasionalmente a algunas y, como las multas por volar sin licencia son muy altas, el gobierno mantiene una apariencia de control.
En mi caso, no se trataba de una cuestión de permiso de vuelo sino de mi derecho a estar en Zodanga; así que mi aproximación a la ciudad no dejó de tener su sabor aventurero.
Al fin los muros de la ciudad se encontraron directamente debajo de mí y me felicité por mi buena suerte, ya que no había ningún patrullero a la vista; pero me había felicitado demasiado pronto, pues casi inmediatamente un ágil crucero de los usados comúnmente en todas las ciudades marcianas para misiones de patrulla, surgió detrás de una elevada torre, directamente hacia mí.
Yo me moví con lentitud, para no llamar la atención; pero puedo asegurar que mi mente trabajaba con rapidez. La nave de una sola plaza que yo pilotaba era muy rápida y podía haber esquivado al patrullero con facilidad; sin embargo, este plan tenía dos importante defectos.
Uno de ellos era que, en tal caso, el patrullero abriría sin duda fuego sobre mí, y con elevadas posibilidades de derribarme. Y el otro era que, aunque lograra escapar, sería prácticamente imposible para mí entrar otra vez de esta forma en la ciudad, ya que mi nave quedaría marcada y todo el servicio de patrulleros estarían esperándola.
El crucero se me aproximaba decididamente y yo me preparaba a intentar salir del paso con el cuento chino de que había estado ausente largo tiempo de Zodanga y había perdido todos mis documentos durante mi ausencia. El mejor resultado que podría esperar de aquello era que simplemente me multaran por pilotar sin permiso, y como yo estaba bien provisto de dinero, tal solución hubiera sido muy satisfactoria.
Esta, sin embargo, era una esperanza muy leve, ya que su consecuencia inmediata sería que insistirían en saber quién sería mi fiador mientras se extendían los nuevos documentos; y, sin un fiador, mi posición sería bastante mala.
Precisamente cuando el patrullero se encontraba a la distancia adecuada para ordenarme detenerme, y cuando esperaba que lo hiciera de un momento a otro, oí un gran choque encima de mí, y al mirar hacia arriba vi cómo colisionaban dos pequeñas naves. Podía distinguir claramente al oficial que mandaba el patrullero y, cuando lo contemplé, lo vi igualmente mirando hacia arriba. Gritó una breve orden y el morro de su aparato se alzó, tomando altura rápidamente; una cuestión de mayor importancia había atraído su atención. Mientras se ocupaba de ello, yo me deslicé tranquilamente hacia la ciudad de Zodanga.
Cuando, muchos años atrás, las hordas verdes de Thark saquearon Zodanga, ésta quedó casi completamente arrasada. Era con la vieja ciudad con la que yo estaba familiarizado, y desde entonces sólo había visitado la reconstruida Zodanga, en una o dos ocasiones.
Volando al azar, encontré finalmente lo que buscaba: un hangar público sin pretensiones, sito en un barrio de mala muerte. En todas las ciudades que conozco hay barrios por donde uno puede andar sin ser objeto de la curiosidad general, al menos mientras no vayas corriendo delante de la policía. Aquel hangar y aquel barrio me parecieron uno de tales lugares.
El hangar se encontraba en el techo de un viejísimo edificio que, evidentemente, había sobrevivido a los estragos de Thark. La pista de aterrizaje era pequeña, y los hangares en sí sucios y descuidados.
Cuando mi aparato se posó en el techo, un hombre gordo muy manchado de aceite, apareció de debajo de una nave, cuyo motor debía de estar reparando.
Me miró interrogativamente, con una expresión nada amistosa.
—¿Qué quieres? —preguntó imperativamente.
—¿Este hangar es público?
—Sí.
—Quiero un aparcamiento para mi nave.
—¿Tienes dinero?
—Algo. Te pagaré un mes por anticipado.
Su expresión ceñuda desapareció.
—Ese hangar de ahí está vacío —dijo señalando—. Mételo allí.
Una vez que hube aparcado mi nave y cerrado con llave los mandos, volví junto al hombre y le pagué.
—¿Hay algún lugar donde hospedarme cerca de aquí? —pregunté—. Un sitio barato y no muy sucio.
—Hay uno en este mismo edificio, tan bueno como el mejor que encontrará por estos alrededores.
Aquello me convenía mucho, ya que cuando uno se mete en una aventura como ésta nunca se sabe con qué rapidez va a necesitar un volador, ni cuándo va a ser lo único que pueda salvarlo de la muerte.
Dejando al malhumorado propietario del hangar, descendí por la rampa abierta en el tejado.