No acudí a cenar con los demás, ya que me proponía comer en el lugar frecuentado por Rapas, donde nos habíamos citado para cuando yo saliera.
Era preciso poner a Hamas al corriente de mi salida, ya que era el único que podía abrirme la puerta de la calle. Sus maneras conmigo no fueron tan hoscas como durante los últimos día. En realidad, estuvo casi afable; este cambio de actitud me puso aún más en guardia, pues presentí que no presagiaba nada bueno para mí… No había razón alguna para que Hamas me quisiera aquel día más que el anterior. Si yo le provocaba pensamientos agradables debía ser porque sabía que algo nada lisonjero me aguardaba en el futuro.
Fui directamente de casa de Fal Silvas al hostal, y le pregunté al propietario por Rapas.
—Viene todas las noches —me informó—. Suele llegar más o menos a esta hora, y vuelve de nuevo a eso de la octava zode y media, y siempre me pregunta por ti.
—Lo esperaré —le dije, y fui a la mesa que solíamos ocupar
el Rata y
yo. Apenas me había sentado cuando entró Rapas. Vino directamente hacia la mesa y se sentó ante mí.
—¿Dónde te habías metido? —me preguntó—. Empezaba a creer que el viejo Fal Silvas se había librado de ti o que te tenía prisionero en su casa. Estaba dispuesto a ir esta noche a enterarme de lo que te había pasado.
—Por eso salí esta noche, antes de que tú vinieras.
—¿Por qué?
—Porque no es seguro para ti presentarte en casa de Fal Silvas. Si valoras en algo tu vida, no vuelvas a aparecer por allí.
—¿Por qué razón?
—No puedo decírtelo, pero acepta mi palabra y mantente lejos.
No quería que supiese que me habían encargado matarlo. Podía volverse tan suspicaz y receloso que no me sería ya de utilidad en el futuro.
—¡Qué raro! —dijo él—. Fai Silvas se llevaba bastante bien conmigo antes de que te lo presentara.
Me di cuenta de que empezaba a germinar en su cerebro la idea de que, por alguna razón, yo quería mantenerlo lejos de Fal Silvas, y no podía contarle nada, de modo que cambié de tema.
—¿Te ha ido bien desde la última vez que nos vimos, Rapas?
—Sí, bastante bien.
—¿Cómo andan las cosas en la ciudad? No he salido desde entonces, y, por supuesto, en casa de Fal Silvas no me he enterado de casi nada.
—Dicen que el Señor de la Guerra está en Zodanga —me informó Rapas—. A Uldak, uno de los hombres de Ur Jan, lo mataron la última noche en que nos vimos, como debes recordar. Se halló sobre su corazón la marca de los agentes del señor de la Guerra, pero Ur Jan cree que ningún espadachín ordinario pudo haberlo vencido. Y su agente en Helium le informó de que John Carter no está allí, así que, sumando los dos hechos, Ur Jan está convencido de que debe de estar en Zodanga.
—¡Qué interesante! —comenté yo—. ¿Y qué piensa hacer Ur Jan al respecto?
—Oh, se vengará de un modo u otro. Ya está haciendo sus planes, y cuando actúe, John Carter sentirá no haberse ocupado de sus propios asuntos y haber dejado tranquilo a Ur Jan.
Poco antes de que termináramos nuestra cena, un cliente entró en el local y se sentó solo en una mesa. Pude verlo bien en un espejo situado delante de mí. Lo descubrí echando una mirada en nuestra dirección, y miré rápidamente a Rapas, percibiendo cómo sus ojos relampagueaban con un mensaje a la vez que asentía muy levemente con la cabeza, pero, sin necesidad de ello, hubiera sabido quién era aquel hombre y qué hacía allí, porque lo había reconocido como uno de los asesinos presente en el consejo de Ur Jan. Simulé no darme cuenta de nada, y mi mirada vagó ociosamente en dirección a la puerta, atraída por dos clientes que abandonaban la casa.
Entonces descubrí algo igualmente interesante…, de un interés vital. Cuando la puerta se abrió, divisé fuera a un hombre mirando hacia el interior. Este hombre era Hamas.
El asesino de la otra mesa pidió sólo un vaso de vino y, cuando lo hubo bebido, se levantó y se fue. Poco después de su partida, Rapas se incorporó.
—Debo irme —me dijo—, tengo una cita importante. ¿Te veré mañana por la noche?
Noté cómo intentaba reprimir una sonrisa.
—Aquí estaré.
Salimos a la avenida y Rapas me dejó, mientras tanto yo dirigía mis pasos hacia la casa de Fal Silvas. Mientras recorriera los distritos iluminados, no tenía que preocuparme demasiado, mas desde que penetré en las zonas más oscuras, me puse en guardia. No tardé en descubrir una figura en un oscuro zaguán. Era el asesino esperándome para matarme.
Sospecha
Clorus, la luna más lejana, recorria los cielos a gran altura, iluminando tenuemente las calles de Zodanga como si fuera una bombilla polvorienta colocada a demasiada altura; pero no necesitaba más luz para percibir la horrible forma del emboscado acechándome.
Sabía exactamente lo que él tenía en la cabeza, y debí haber sonreído. Creía que yo me acercaba en la más absoluta ignorancia de su presencia y del hecho de que alguien pensara asesinarme aquella noche. Se decía a sí mismo que, en cuanto yo hubiera pasado, saldría de un salto de su escondite y me atravesaría por la espalda, sería muy sencillo; luego sólo tendría que ir a informar a Ur Jan.
Mientras me aproximaba al zaguán, me detuve y eché una rápida mirada hacia atrás. Quería asegurarme, si era posible, de que Rapas no me había seguido. Si mataba a aquel hombre, no quería que Rapas supiera que había sido yo.
Continué mi marcha, manteniéndome a algunos pasos del edificio para no encontrarme cerca del asesino cuando pasara delante de él. Al llegar a su altura, me volví de repente y le planté cara.
—Sal de ahí, idiota —lo increpé en voz baja.
Durante un momento, el hombre no se movió. Estaba totalmente anonadado por mis palabras y porque lo hubiera descubierto.
—Tú y Rapas creíais poder engañarme, ¿no? ¡Tú, Rapas y Ur Jan! Bien, voy a contarte un secreto…, algo que Rapas y Ur Jan ni siquiera han soñado. No has empleado conmigo el método correcto porque te has confundido de hombre. Creías estar intentando matar a Vandor, pero no es así. No existe ningún Vandor. El hombre que tienes delante es John Carter. Señor de la Guerra de Marte —tiré de mi espada—. Y si ahora estás preparado, puedes salir a que te mate.
Él salió lentamente, espada en mano. Sus ojos reflejaban su asombro, al igual que su voz, cuando murmuró:
—¡John Carter!
No parecía asustado, de lo cual me alegré, porque no me gusta luchar contra alguien que me tema, ya que comienza a luchar con una terrible desventaja que nunca logra superar.
—¡Así que tú eres John Carter! —dijo él cuando salió al aire libre, y comenzó a reírse—. ¿Acaso crees que puedes asustarme? Eres un embustero de primera, Vandor; pero aunque fueras todos los embusteros de Barsoom en uno, no lograrás asustar a Povak.
Por lo visto, no me creía, y me alegré, porque ello le daba nuevos alicientes al combate, dado que podría irle revelando gradualmente a mi antagonista que se enfrentaba a un maestro de la esgrima.
En cuanto cruzamos las espadas descubrí que, aunque no era un mal espadachín ni mucho menos, no era tan diestro como el finado Uldak. Me hubiera gustado jugar un rato con él, pero no podía arriesgarme a que nos descubrieran.
Mi ataque fue tan violento que no tardé en acorralarlo contra la pared del edificio. No pudo hacer otra cosa que defenderse, y ahora lo tenía absolutamente a mi merced.
Podía haberlo atravesado entonces, pero tan sólo le hice un corto arañazo en el pecho, y luego otro perpendicular al primero. Me hice hacia atrás y bajé mi acero.
—Mira a tu pecho, Povak. ¿Qué ves en él?
Él se contempló la herida, lo vi estremecerse.
—La marca del Señor de la Guerra —dijo entrecortadamente—. Ten piedad de mí; no sabía quién eras.
—Te lo dije, pero no me creíste; y si me hubieras creído, hubieras estado más ansioso por matarme. Ur Jan te hubiera recompensado generosamente.
—Déjame ir —suplicó—. Perdóname la vida y seré tu esclavo.
Vi que era un asqueroso cobarde y no sentí piedad alguna, sino sólo desprecio.
—Levanta tu espada y defiéndete —lo increpé—, o te atravesaré a sangre fría.
Repentinamente, con la muerte reflejada en su rostro, pareció volverse loco. Se abalanzó sobre mí con la furia de un maníaco, y el ímpetu de su ataque me hizo retroceder algunos pasos, desvié entonces una estocada terrorífica y le atravesé el corazón.
Vi cómo se acercaban algunas gentes atraídas por el ruido de nuestros aceros. Unos pocos pasos me permitieron alcanzar un callejón, por el cual me eché a correr y, dando un rodeo, continué mi camino hacia la casa de Fal Silvas.
Hamas me admitió. Se mostró muy cordial. En realidad, demasiado cordial. Estuve a punto de reírme en su cara, porque sabía que él no sabía lo que yo sabía, pero le devolví educadamente sus saludos y me dirigí a mis habitaciones. Zanda me estaba esperando. Yo me quité la espada y se la entregué.
—¿Rapas? —preguntó ella, yo le había contado que Fal Silvas me había ordenado que lo matara.
—No, Rapas no. Otro de los hombres de Ur Jan.
—Ya van dos.
—Sí —contesté—, pero recuerda que no debes contarle a nadie que los he matado yo.
—No se lo contaré a nadie, mi amo. Siempre podrás confiar en Zanda.
Limpió la sangre de la hoja y luego la secó y le dio brillo. Yo la observé mientras trabajaba y noté las perfectas proporciones de sus manos y la gracia de sus dedos. Nunca le había prestado mucha atención hasta entonces. Por supuesto, había notado que era joven, bien formada y de agradable presencia; pero repentinamente me impresioné al darme cuenta de que era muy hermosa y que con los adornos, las joyas y el peinado de una gran dama, no pasaría desapercibida en compañía de nadie.
—Zanda —dije al fin—, tú no naciste esclava, ¿no?
—No, amo.
—¿Fal Silvas te compró o te secuestró?
—Phystal y otros dos esclavos me atraparon cuando paseaba por una avenida con un guardaespaldas. Lo mataron y me trajeron aquí.
—¿Aún vive tu familia?
—No. Mi padre era un oficial de la antigua Armada Zodangana. Pertenecía a la pequeña nobleza. Murió cuando John Carter condujo a las hordas verdes de Thark contra la ciudad. Desesperada, mi madre emprendió el último viaje hacia el seno del sagrado Iss, en el Valle de Dor y el Mar Perdido de Korus.
«John Carter —dijo ella pensativamente, con la voz cargada de odio—. Es el culpable de todas mis penas, de todo mi infortunio. Si John Carter no me hubiera despojado de mis padres, yo no estaría aquí, pues ellos me hubieran protegido de todo peligro».
—Odias a John Cárter, ¿no?
—Lo odio.
—Me imagino que te gustaría verlo muerto.
—Sí.
—Supongo que sabrás que Ur Jan ha jurado acabar con él.
—Sí, lo sé —respondió ella—; y rezo constantemente para que tenga éxito. Si yo fuera un hombre, me alistaría bajo la bandera de Ur Jan. Sería un asesino, y buscaría yo misma a John Carter.
—Dicen que es un formidable luchador.
—Ya encontraría alguna forma de matarlo, aunque tuviera que recurrir a la daga o al veneno.
Yo me reí.
—Espero que, por su bien, no lo reconozcas cuando te encuentres con él.
—Lo reconoceré enseguida —aseguró ella—. Su piel blanca lo delatará.
—Bien, confiemos en que se te escape —dije yo riéndome y, dándole las buenas noches, me fui a dormir.
A la mañana siguiente, en cuanto hube desayunado, Fal Silvas me mandó llamar. Cuando entré en su estudio, vi a Hamas y a otros dos esclavos de pie, a su lado.
Fal Silvas me miró desde debajo de sus cejas fruncidas. No me saludó educadamente como era su costumbre.
—¿Y bien? —me increpó—, ¿acabaste con Rapas anoche? —No, no lo hice.
—¿Lo viste?
—Sí, lo vi y hablé con él. De hecho, cenamos juntos.
Mi confesión sorprendió tanto a Fal Silvas como a Hamas. Era evidente que había trastornado sus cálculos, porque creo que esperaban que yo negase haber visto a Rapas, que es lo que habría hecho, de no ser por la afortunada circunstancia que me había permitido descubrir a Hamas espiándome.
—¿Y por qué no lo mataste? —quiso saber Fal Silvas—. ¿Acaso no te lo había ordenado?
—Me contrataste para que te protegiera, Fal Silvas, y pienso seguir mi propio criterio y hacerlo a mi manera. No soy ni un niño ni un esclavo. Creo que Rapas está en contacto con personas mucho más peligrosas para ti que el propio Rapas, y, dejándolo con vida, y manteniéndome en contacto con él puedo descubrir muchas cosas que nunca descubriría si lo matara. Si no estás satisfecho con mis métodos, encarga a otro que te proteja; y si has decidido matarme, te sugiero que contrates a algunos guerreros. Estos esclavos no son rivales para mí.
Pude ver a Hamas temblar de ira contenida ante mis palabras, pero no osó decir ni hacer nada sin órdenes de Fal Silvas. Se limitó a permanecer con la mano en la empuñadura de su espada, mirando a Fal Silvas como si esperase una señal.
Pero Fal Silvas no le hizo señal alguna. En vez de ello, el viejo inventor me estudió atentamente durante varios minutos. Finalmente, suspiró y agitó la cabeza.
—Eres un hombre muy valiente, Vandor —dijo—, pero quizás demasiado arrogante e insensato. Nadie le habla así a Fal Silvas. Todos me tienen miedo. ¿No te das cuenta de que te puedo matar en cualquier momento?
—Si fueras tonto, Fal Silvas, esperaría que me matases ahora; pero tú no lo eres. Sabes que puedo serte más útil vivo que muerto, y quizás también sospeches lo mismo que yo…, que si yo muriera, no moriría solo. Tú vendrías conmigo.
Hamas me miró horrorizado y apretó con fuerza la empuñadura de su espada, como si pensara desenvainarla; pero Fal Silvas se recostó en su silla y sonrió.
—Tienes bastante razón. Vandor, y puedes estar seguro de que si algún día decido acabar contigo, no me encontraré al alcance de tu espada cuando ese triste suceso tenga lugar. Y ahora cuéntame qué es lo que esperas averiguar por medio de Rapas y qué te hace creer que posee información de valor.
—Eso es sólo para tus oídos, Fal Silvas —dije yo, mirando a Hamas y a los dos esclavos.
Fal Silvas les hizo una señal con la cabeza.
—Podéis iros —les ordenó.
—Pero amo —objetó Hamas—, te quedarás solo con este hombre. Puede matarte.
—No estaría más a salvo de su espada si tú estuvieras presente, Hamas —respondió el amo—. Ambos hemos visto con qué destreza la usa. La roja piel de Hamas se oscureció al oír aquello, y abandonó la habitación sin pronunciar palabra, seguido por los esclavos.