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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas contra la Magia (11 page)

BOOK: Espadas contra la Magia
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—De ninguna manera, Ratón —le aseguró ella—. Se pondría furioso si supiera que estás aquí, y Faroomfar se volvería loco de ira. No, me encapriché de ti, como le ocurrió a Hirriwi con tu camarada, la primera vez que te espié en el Yermo... Has tenido mucha suerte de que haya sucedido así, porque, si hubieras llegado a la cima de Stardock, mi padre habría obtenido tu simiente de un modo muy distinto... lo cual me recuerda, Ratón, que has de prometerme bajar de Stardock al alba.

—No es una promesa fácil de hacer —dijo el Ratonero—. Fafhrd no querrá. Es testarudo, ¿sabes? Y además está ese otro asunto de la bolsa de diamantes, si eso es lo que significa una bolsa de estrellas... Claro que son naderías en comparación con las caricias de una mujer como tú, pero...

—¿Y si digo que te amo, que es la pura verdad...?

El Ratonero deslizó la mano hasta la rodilla de la muchacha y suspiró.

—Oh, princesa. ¿Cómo puedo abandonarte al alba? Una sola noche...

—¿Por qué, Ratonero? —le interrumpió ella, sonriendo maliciosamente y moviendo un poco su forma verde—. ¿No sabes que cada noche es una eternidad? ¿Todavía no te ha enseñado eso ninguna muchacha, Ratón? Estoy asombrada. Piensa que todavía nos queda media eternidad... que es también una eternidad, como tu geómetra, tanto si lleva barba blanca como si usa un peto exquisito, debería haberte enseñado.

—Pero si voy a engendrar muchos hijos... —empezó a decir el Ratonero.

—Hirriwi y yo somos, de alguna manera, como abejas reinas —le explicó Keyaira—, pero no pienses en eso. Es cierto que esta noche disponemos de una eternidad, pero sólo si hacemos que sea así. Acércate más.

Poco después, el Ratonero, plagiándose un poco, dijo en voz baja:

—Lo único negativo de escalar montañas es que las mejores partes se acaban tan rápidamente.

—Pueden durar una eternidad —susurró Keyaira en su oído—. Haz que duren, Ratón.

Fafhrd se despertó temblando de frío. Los globos rosados eran de color gris y los agitaban las ráfagas de viento que entraban por la puerta abierta. También la nieve había penetrado, cubriendo sus ropas y su equipo, esparcido por el suelo, y se había apilado en el umbral, por donde penetraba también la única iluminación, la luz plomiza del amanecer.

La gran alegría que sentía hizo que no le afectara aquel ambiente gris y lóbrego.

Sin embargo, estaba desnudo y temblaba. Se levantó de un salto, golpeó sus ropas extendidas sobre la cama y se las puso, aunque estaban heladas y rígidas.

Mientras se abrochaba el cinto con el hacha, recordó al Ratonero, allá en la chimenea, desamparado. Era realmente extraño que durante toda la noche, incluso cuando le habló a Hirriwi de su camarada, no hubiera pensado ni por un instante en la situación de éste.

Recogió su bulto y salió al saliente rocoso. Por el rabillo del ojo vio algo que se movía detrás de él. Era la puerta maciza que se cerraba.

Una ráfaga titánica de viento se abatió sobre él, y tuvo que aferrarse a la áspera columna rocosa a la que, la noche anterior, había pensado atar la cuerda. ¡Que los dioses ayudaran al Ratonero allá abajo! Alguien llegó deslizándose, casi volando, a lo largo del saliente, bajo el viento y la nieve, y se aferró a la columna, más abajo de donde estaba el nórdico.

Cesó el viento. Fafhrd miró hacia la puerta, pero no vio ni rastro de ella. Toda la nieve amontonada había cambiado de lugar. Sujetando la columna y el bulto con una mano, palpó con la otra la áspera pared. Las uñas no eran más hábiles que los ojos para descubrir la menor ranura.

—¿Así que te han echado también? —le dijo una voz familiar—. A mí me han echado los Gnomos del Hielo, por si no lo sabías.

—¡Ratonero! —exclamó Fafhrd—. Entonces, ¿no estabas...?

—Estoy seguro de que no has pensado en mí durante toda la noche —dijo el Ratonero—. Keyaira me aseguró que estabas sano y salvo, y algo más que eso. Hirriwi podría haberte dicho lo mismo de mí, si se lo hubieras preguntado. Pero, naturalmente, no lo hiciste.

—¿De modo que tú también...? —preguntó Fafhrd, encantado y sonriente.

—Sí, Príncipe Cuñado —respondió el Ratonero, sonriendo a su vez.

Se dieron sendas y vigorosas palmadas alrededor de la columna, un poco para combatir el frío, pero también impulsados por su alegría.

—¿Y Hrissa? —preguntó Fafhrd.

—Está dentro, bien caliente. Aquí no echan a los gatos, sólo a los hombres. Pero me pregunto... ¿Crees posible que Hrissa haya pertenecido a Keyaira antes de que yo lo comprara y que ella previera y planeara...?

No siguió elucubrando. El viento había cesado y la nieve era tan ligera que podían ver casi a una legua de distancia... hasta el Casquete, por encima de los salientes cubiertos de nieve, del Rostro y más abajo, hasta donde se desvanecía la Escala.

Una vez más llenaba sus mentes, casi las abrumaba, la vastedad de Stardock y su propia situación difícil: eran como dos garrapatas minúsculas y semicongeladas, encaramadas a un mundo helado y vertical que sólo tenía un vínculo lejano con Nehwon.

Hacia el sur, había en el cielo un disco de plata pálida: el sol. Habían permanecido en cama hasta el mediodía.

—Es más fácil imaginar la eternidad tras una noche de dieciocho horas —observó el Ratonero.

—Galopamos con la luna por el fondo del mar —musitó Fafhrd.

—¿Tu chica te hizo prometer que bajarías? —le preguntó el Ratonero.

—Lo intentó.

—La mía también, y no es una mala idea. A juzgar por lo que dijo, la cima huele mal. Pero la chimenea parece estar llena de nieve. Sujétame los tobillos mientras me asomo. Sí, todo el pozo está lleno de nieve. ¿Cómo...?

—Ratonero —dijo Fafhrd, casi sombríamente—,tanto si hay un camino de descenso como si no, debo escalar Stardock.

—¿Sabes? Estoy empezando a encontrar cierto interés a esa locura. Además, en la pared este de Stardock puede que haya una ruta más fácil hacia ese Valle de la Hendidura que parece tan frondoso. Veamos pues qué podemos hacer durante las siete horas escasas de luz que nos quedan. La vigilia no es material adecuado para formar eternidades.

Ascender por los salientes del Rostro era el tramo de escalada al mismo tiempo más fácil y más duro que les quedaba por hacer. Los salientes eran anchos, pero algunos de ellos se inclinaban hacia afuera y estaban cubiertos de fragmentos de pizarra que se deslizaban al vacío en cuanto los dedos los tocaban, y de vez en cuando había breves tramos que debían superar utilizando pequeñas grietas y pura fuerza muscular, a veces balanceándose en el vacío, tan sólo suspendidos de las manos.

El cansancio,— el frío e incluso una debilidad aturdidora les acosaban con más rapidez a tanta altura. Con frecuencia debían hacer un alto para aspirar aire y frotarse para entrar en calor. Tuvieron que refugiarse en el fondo de un saliente profundo, que les pareció el ojo derecho de Stardock, y encender el brasero para consumir las últimas bolitas de resina, en parte para calentar alimentos y bebida, pero sobre todo para calentar sus cuerpos ateridos.

A veces pensaban que los esfuerzos de la noche anterior les habían debilitado, pero entonces el recuerdo de tales esfuerzos les devolvía la fortaleza.

Aquella parte de la ascensión se complicó a causa de las súbitas y traicioneras ráfagas de viento y la nevada constante, aunque variable, que en ocasiones ocultaba la cima y otras veces les permitía verla claramente contra el cielo plateado, con el gran borde blanco y curvado hacia afuera del Casquete, ahora situado amenazadoramente sobre ellos, una cornisa como la que había en la garganta nevada, sólo que ahora los escaladores se hallaban en el lado peligroso.

Por momentos aumentaba la ilusión de que Stardock era un mundo independiente de Nehwon en un espacio lleno de nieve.

Finalmente apareció el cielo azul y los dos amigos notaron el sol a sus espaldas —por fin habían dejado la nevada atrás—, y Fafhrd señaló una pequeña muesca de color azul intenso en el borde del Casquete, una muesca apenas visible por encima de la siguiente protuberancia rocosa cubierta de nieve.

—¡La Cúspide del Ojo de la Aguja! —exclamó.

En aquel momento, algo cayó en un banco de nieve a su lado, N se oyó el sonido amortiguado del metal contra la roca, mientras de la nieve sobresalía el extremo emplumado de una flecha.

Los dos amigos se pusieron a cubierto bajo el techo protector de una roca más grande, y una segunda flecha y una tercera se estrellaron contra la roca desnuda en la que habían estado un momento antes.

—Malditos sean —siseó Fafhrd—. Gnarfi y Kranarch nos han adelantado y tendido una emboscada en el Ojo, el lugar más apropiado. Tenemos que dar un rodeo y dejarlos atrás.

—¿No esperarán que hagamos tal cosa?

—Han sido lo bastante idiotas como para tendernos una emboscada demasiado pronto. Además, no tenemos otra táctica.

Así pues, empezaron a avanzar en dirección sur, aunque todavía hacia arriba, procurando siempre que hubiera rocas o trechos nevados entre ellos y el lugar donde juzgaban que estaría el cejo de la Aguja. Por fin, cuando el sol descendía rápidamente hacia el horizonte occidental, regresaron rápidamente de nuevo lacia el norte y todavía arriba, dejando ahora sus huellas en el empinado banco de nieve que invertía su curva por encima de ellos para formar el borde del Casquete, que ahora se extendía amenazante por encima de ellos, cubriendo dos tercios del cielo. Sudaban y se estremecían de frío alternativamente, y se esforzaban para superar los accesos de vértigo casi continuos, sin dejar de moverse tan silenciosa y cautelosamente como podían.

Finalmente, rodearon otra prominencia nevada y se encontraron ante una pendiente en la gran extensión de rocas normalmente batidas por el viento, que soplaba a través del Ojo de la aguja para formar la Pequeña Flámula.

En el reborde exterior de la roca expuesta había dos hombres, vestidos con trajes de cuero marrón, muy desgastados y llenos de desgarrones, a través de los cuales se veía el pelaje vuelto hacia adentro. El delgado Kranarch, con su rostro barbudo parecido al de un alce, estaba de pie, golpeándose el pecho para entrar en calor. A su lado yacían el arco tensado y varias flechas. El rechoncho Gnarfi, cuyo rostro recordaba el de un jabalí, estaba de rodillas, mirando por encima del reborde. Fafhrd se preguntó dónde estarían sus dos voluminosos servidores vestidos de marrón.

El Ratonero buscó algo en su bolsa. En el mismo momento, Kranarch los vio y cogió su arma, aunque con mucha más lentitud que si lo hubiera hecho en una atmósfera menos enrarecida. Con una lentitud similar, el Ratonero sacó la piedra del tamaño de un puño que había recogido varios salientes más abajo, con la intención de utilizarla en un momento como aquél.

La flecha de Kranarch pasó silbando entre su cabeza y la de Fafhrd. Un instante después, la piedra lanzada por el Ratonero alcanzó de pleno a Kranarch en el hombro izquierdo. El arma cayó de su mano y el brazo le quedó colgando, límpido. Entonces Fafhrd y el Ratonero cargaron temerariamente bajando por la pendiente nevada a todo correr, el primero blandiendo su hacha y el segundo con Escalpelo desenvainada.

Kranarch y Gnarfi les recibieron con sus propias espadas, y el último también con una daga en la mano izquierda. El combate que se entabló tenía la misma lentitud irreal que el intercambio de proyectiles. Al principio, la acometida de Fafhrd y el Ratonero les dieron ventaja. Luego, la gran fuerza de Kranarch y Gnarfi —o más bien el hecho de que estaban descansados— se impuso, y casi arrojaron a sus enemigos por el borde del saliente. Fafhrd recibió un corte en las costillas que atravesó la túnica de dura piel de lobo, desgarrando la carne y rozando el hueso.

Pero, como suele ocurrir, al final triunfó la habilidad sobre la fuerza bruta y los dos hombres vestidos de marrón recibieron heridas que les hicieron desistir de la lucha; se volvieron de súbito y echaron a correr por la gran arcada blanca, triangular y puntiaguda, del Ojo de la Aguja. Mientras corría, Gnarfi gritaba: «¡Graah!», «¡Kruk!».

—Sin duda llama a sus servidores o porteadores cubiertos de pieles —conjeturó el jadeante Ratonero, apoyando el brazo que blandía la espada en la rodilla, casi extenuado—. Parecían un par de robustos destripaterrones, poco duchos en el manejo de las armas. No creo que deban inspirarnos mucho cuidado, aun cuando acudan a la llamada de Gnarfi.

Fafhrd asintió, pero añadió con voz entrecortada:

—Sin embargo, han escalado Stardock ....

Su tono era dubitativo.

En aquel instante, corriendo con las patas traseras y las garras arañando la roca barrida por el viento, las fauces rojas muy abiertas, mostrando los agudos colmillos, y las patas delantera extendidas, dos enormes osos pardos cruzaron el arco cubierto de nieve.

Con una celeridad de la que habían sido incapaces al enfrentarse con sus enemigos humanos, el Ratonero empuñó el arco de Kranarch y disparó dos flechas, mientras Fafhrd hacía girar su hacha en un círculo destellarte y la arrojaba. Entonces los dos camaradas saltaron velozmente a sus lados respectivos, el Ratonero blandiendo a Escalpelo, mientras Fafhrd desenvainaba su cuchillo.

Pero no hubo ninguna necesidad de continuar la lucha. La primera flecha del Ratonero alcanzó en el cuello al oso que iba en cabeza, y la segunda atravesó el velo del paladar y se alojó en el cerebro. El hacha de Fafhrd se hundió hasta el mango entre dos costillas del oso rezagado. Los grandes animales cayeron sobre su propia sangre, presa de agónicas convulsiones, y rodaron hasta caer estrepitosamente por el borde del precipicio.

—Sin duda eran dos hembras —observó el Ratonero, contemplando su caída—. ¡Ah, esos hombres bestiales de Illik—Ving! Pero, en fin, encantar o adiestrar a tales bestias para que carguen con bultos, escalen montañas e incluso den sus pobres vidas...

—Kranarch y Gnarfi no son buenos perdedores —dijo Fafhrd—. De eso ya no cabe ninguna duda. No alabes sus trucos.

Mientras decía esto, el nórdico se introducía un paño bajo la túnica, sobre su herida. Tenía el rostro congestionado de dolor y soltaba tales juramentos que el Ratonero no le hizo partícipe del juego de palabras que se le acababa de ocurrir: «En fin, los osos no son más que porteadores acortados.

Entonces los dos camaradas avanzaron penosa y lentamente bajo el alto arco de nieve, en forma de tienda de campaña, para examinar los alrededores, el punto más alto de todo Nehwon, del que se habían enseñoreado... En aquel momento de triunfo y extrema fatiga se negaron a pensar en los seres invisibles que eran los verdaderos señores de Stardock. Caminaban con cautela, pero no excesiva, porque Gnarfi y Kranarch habían huido asustados, con heridas que no eran triviales..., y el último había perdido su arco.

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