Ender el xenocida (14 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Ender el xenocida
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Así que Jane seguía la investigación de Qing-jao cada vez con más fascinación. La hija de Han Fei-tzu, a sus dieciséis años, con sus treinta y nueve kilos de peso y su metro sesenta centímetros de altura, en la clase social e intelectual superior del mundo chino taoísta de Sendero, era el primer ser humano que Jane había conocido que se acercaba a la precisión y minuciosidad de un ordenador y, por tanto, de la propia Jane. Aunque Jane podía conseguir en una hora la investigación que Qing-jao tardaba semanas y meses en completar, la peligrosa verdad era que Qing-jao estaba siguiendo casi los mismos pasos que la propia Jane habría realizado; y por tanto no había ningún motivo para que Jane esperara que Qing-jao no fuera a llegar a la conclusión que ella misma alcanzaría.

Qing-jao era por tanto la enemiga más peligrosa de Jane, y Jane estaba indefensa y no podía detenerla, al menos físicamente. Intentar bloquear el acceso de Qing-jao a la información tan sólo conseguiría guiarla más rápidamente al conocimiento de su existencia. Así que, en vez de abierta oposición, Jane buscó otra forma de detener a su enemiga. No comprendía toda la naturaleza humana, pero Ender le había enseñado que para impedir que un ser humano haga algo, hay que encontrar un medio para conseguir que deje de querer hacerlo.

VARELSE

‹¿Cómo podéis hablar directamente a la mente de Ender?›

‹Ahora que sabemos dónde está, resulta tan natural como comer.›

‹¿Cómo lo encontrasteis? Nunca he oído hablar a la mente de nadie que no haya pasado a la tercera vida.›

‹Lo encontramos a través de los ansibles y los aparatos electrónicos conectados a ellos. Lo encontramos cuando su cuerpo estaba en el espacio. Para alcanzar su mente, tuvimos que alcanzar el caos y formar un puente.›

‹¿Puente?›

‹Una unidad transicional, que en parte parecía su mente y en parte la nuestra.›

‹Si pudisteis alcanzar su mente, ¿por qué no impedisteis que os destruyera?›

‹El cerebro humano es muy extraño. Antes de que pudiéramos encontrar sentido a lo que hallamos allí, antes de que pudiéramos aprender cómo hablar a ese espacio retorcido, todos mis hermanos y madres desaparecieron. Continuamos estudiando su mente durante todos los años que esperamos, en forma de crisálida, hasta que él nos encontró: cuando vino, entonces pudimos hablarle directamente.›

‹¿Qué pasó con el puente que formasteis?›

‹Nunca hemos pensado en ello. Probablemente todavía esté en alguna parte.›

El nuevo cultivo de patatas se moría. Ender vio los círculos marrones en las hojas, las plantas caídas allí donde los tallos se habían vuelto tan quebradizos que la más leve brisa los curvaba hasta que se rompían. Esa mañana todas estaban sanas. La llegada de la enfermedad fue tan repentina, su efecto tan devastador, que sólo podía tratarse del virus de la descolada.

Ela y Novinha se sentirían decepcionadas: habían depositado muchas esperanzas en este cultivo de patata. Ela, la hija adoptiva de Ender, había estado trabajando en un gen que haría que cada célula del organismo produjera tres productos químicos distintos, cuya acción inhibía o mataba al virus de la descolada. Novinha, su esposa, había estado trabajando en un gen que haría que los núcleos de las células fueran impermeables a cualquier molécula mayor que un décimo del tamaño de la descolada. Con este cultivo de patata, habían introducido ambos genes, y cuando las primeras pruebas demostraron que las dos tendencias habían cuajado, Ender llevó las semillas a la granja experimental y las plantó. Junto con sus ayudantes, las nutrió durante las últimas seis semanas. Todo parecía ir bien.

Si la técnica hubiera funcionado, podría haberse adaptado para todas las plantas y animales de los que dependían para vivir los humanos de Lusitania. Pero el virus de la descolada fue más listo: descubrió sus estratagemas. Con todo, seis semanas era mejor que los dos o tres días de rigor. Tal vez estaban en el buen camino.

O tal vez las cosas habían ido ya demasiado lejos. Cuando Ender llegó a Lusitania, los nuevos cultivos de plantas y animales terrestres podían durar hasta veinte años antes de que la descolada decodificara sus moléculas genéticas y las rompiera. Pero durante los últimos años al parecer el virus había hecho un avance que le permitía decodificar cualquier molécula genética de la Tierra en cuestión de días, o incluso en horas.

Últimamente, lo único que permitía a los colonos humanos cultivar sus plantas y criar a sus animales era un pulverizador que resultaba inmediatamente fatal para el virus de la descolada. Había colonos humanos que querían rociar todo el planeta y acabar con el virus de una vez por todas.

Fumigar un planeta entero resultaba poco práctico, pero no era Imposible: había otras razones para rechazar esta opción. Todas las formas de vida nativa dependían absolutamente de la descolada para reproducirse. Eso incluía a los cerdis, los pequeninos, los nativos inteligentes de este mundo, cuyo ciclo reproductivo estaba inextricablemente vinculado a la única especie nativa de árbol. Si el virus de la descolada fuera destruido, esta generación de pequeninos se convertiría en la última. Sería xenocidio.

Hasta el momento, la idea de hacer algo que pudiera aniquilar a los cerdis sería rechazada inmediatamente por la mayoría de los habitantes de Milagro, el pueblo de los humanos. De momento. Pero Ender sabía que muchas opiniones podían cambiar si se conocieran unos cuantos hechos más. Por ejemplo, sólo un puñado de personas sabía que la descolada se había adaptado ya dos veces al producto químico que usaban para matarla. Ela y Novinha habían desarrollado varias versiones del producto, de forma que la siguiente ocasión que la descolada se adaptara a un viricida pudieran pasar inmediatamente a otro. Del mismo modo, habían tenido que cambiar en una ocasión el inhibidor de la descolada, cuyo efecto impedía que los seres humanos murieran por los virus de la descolada que habitaban en cada humano de la colonia. El inhibidor se añadía a todos los alimentos de la colonia, de forma que cada humano lo ingería con su comida.

Sin embargo, todos los inhibidores y viricidas funcionaban sobre los mismos principios básicos. Algún día, al igual que había aprendido a adaptarse a los genes terrestres en general, la descolada aprendería también a manejar cada clase de productos químicos, y entonces no importaría cuántas versiones tuvieran: la descolada agotaría sus recursos en cuestión de días.

Sólo unas pocas personas sabían lo precaria que era en realidad la supervivencia de Milagro. Sólo unas pocas personas sabían cuánto dependía del trabajo que Ela y Novinha, como xenobiólogas de Lusitania, estaban haciendo; lo igualada que estaba su competición con la descolada; lo devastadoras que serían las consecuencias si alguna vez quedaban atrás.

Daba lo mismo. Si los colonos llegaran a comprenderlo, habría muchos que dirían: «si es inevitable que algún día la descolada nos venza, entonces acabemos con ella ahora. Si eso mata a los cerdis, lo sentimos, pero si se trata de ellos o nosotros, elegimos nosotros». Estaba bien que Ender adoptara la visión a largo plazo, la perspectiva filosófica, y dijera: mejor que perezca una pequeña colonia humana que aniquilar a otra especie inteligente. Sabía que este argumento no significaría nada para los humanos de Lusitania. Sus propias vidas estaban aquí en juego, además de las de sus hijos. Sería absurdo esperar que estuvieran dispuestos a morir por otra especie a la que no comprendían y que pocos apreciaban. No tendría sentido genéticamente: la evolución anima sólo a las criaturas que se toman en serio proteger sus propios genes. Aunque el obispo declarara que era la voluntad de Dios que los seres humanos de Lusitania ofrecieran sus vidas a cambio de las de los cerdis, serían contados los que obedecerían.

«No estoy seguro de poder hacer el sacrificio —pensó Ender—. Aunque no tengo hijos propios. Aunque ya he vivido la destrucción de otra especie inteligente (aunque yo mismo propicié esa destrucción, y sé la terrible carga moral que supone), no estoy seguro de poder permitir que mis semejantes humanos mueran de hambre, porque sus cosechas han sido destruidas, o mucho más dolorosamente, por el regreso de la descolada como enfermedad con el poder para consumir el cuerpo humano en cosa de días.

«Sin embargo, ¿podría consentir la destrucción de los pequeninos? ¿Podría permitir otro xenocidio?»

Recogió otro de los tallos rotos de patata con sus hojas manchadas. Tenía que llevarlo a Novinha, por supuesto, para que lo examinara, o lo haría Ela, y confirmarían lo que ya era obvio. Otro fracaso. Metió el tallo de patata en una bolsa esterilizada.

—Portavoz.

Era Plantador, el ayudante de Ender y su amigo más íntimo entre los cerdis. Plantador era el hijo del pequenino llamado Humano, a quien Ender había llevado a la «tercera vida», la etapa árbol del ciclo de vida pequenino. Ender alzó la bolsa de plástico transparente para que Plantador viera las hojas de su interior.

—Muertas del todo, Portavoz —dijo Plantador, sin ninguna emoción discernible.

Eso fue al principio lo más desconcertante de trabajar con los pequeninos: no mostraban emociones de forma que los humanos pudieran interpretar fácilmente. Era una de las mayores barreras para que la mayoría de los colonos los aceptaran. Los cerdis no se mostraban simpáticos o tiernos. Eran simplemente extraños.

—Lo intentaremos de nuevo —dijo Ender—. Creo que nos estamos acercando.

—Tu esposa te requiere —dijo Plantador.

La palabra «esposa», incluso traducida a un lenguaje humano como el stark, estaba tan cargada de tensión para un pequenino que le resultaba difícil pronunciarla de modo natural. Plantador casi apretó los dientes al decirla. Sin embargo, la idea de tener esposa era tan poderosa para los pequeninos que, aunque podían llamar a Novinha por su nombre cuando le hablaban directamente, al hablar con su marido sólo se referían a ella por su título.

—Iba a ir a verla de todas formas —dijo Ender—. ¿Quieres medir y registrar estas patatas, por favor?

Plantador saltó para enderezarse. «Como una palomita de maíz», pensó Ender. Aunque su cara pareció inexpresiva para los ojos humanos, el salto vertical mostraba su deleite. A Plantador le encantaba trabajar con el equipo electrónico, porque las máquinas le fascinaban y porque eso añadía grandeza a su posición entre los otros machos pequeninos. Plantador empezó inmediatamente a sacar la cámara y su ordenador de la bolsa que siempre llevaba consigo.

—Cuando acabes, prepara por favor esta sección aislada para quemarla —pidió Ender.

—Sí sí —respondió Plantador—. Sí sí sí.

Ender suspiró. Los pequeninos se molestaban cuando los humanos les decían cosas que ya sabían. Plantador conocía la rutina que debía ejecutar cuando la descolada se había adaptado a una nueva cosecha: el virus «educado» tenía que ser destruido mientras estaba aún aislado. No tenía sentido dejar que toda la comunidad de virus de la descolada se beneficiara de lo que había aprendido un cultivo. Así que Ender no tendría que habérselo recordado. Sin embargo, era así como los seres humanos satisfacían su sentido de la responsabilidad: comprobando una y otra vez, aunque sabían que era innecesario.

Plantador estaba tan atareado que apenas advirtió que Ender se marchaba. Cuando Ender llegó al cobertizo al final del campo, se desnudó, puso sus ropas en la caja de purificación, y luego ejecutó la danza purificadora: las manos arriba, los brazos rotando, trazar un círculo, agacharse y volverse a poner de pie, para que la combinación de radiación y gases que llenaban el cobertizo alcanzaran todas las partes de su cuerpo. Inspiró profundamente por la nariz y la boca, y luego tosió, como siempre, porque los gases apenas alcanzaban los límites de la tolerancia humana. Tres minutos completos con los ojos ardiendo y los pulmones abrasados, agitando los brazos, agachándose y poniéndose en pie: «Nuestro ritual de obediencia a la descolada todopoderosa. Así nos humillamos ante la dueña indiscutida de la vida en este planeta. Finalmente, se terminó. Ya me he asado lo suficiente», pensó.

Mientras el aire fresco entraba por fin en el cobertizo, sacó sus ropas de la caja y se las puso, todavía calientes. En cuanto dejara el cobertizo, éste se calentaría hasta que su superficie entera estuviera muy por encima de la tolerancia demostrada al calor por el virus de la descolada. Nada podía vivir en ese cobertizo durante el último paso de la purificación. La siguiente vez que alguien entrara en él, estaría absolutamente estéril.

Sin embargo, Ender no podía dejar de pensar que, de algún modo, el virus encontraría una forma de abrirse paso, si no a través del cobertizo, entonces por la leve barrera disruptiva que rodeaba la zona de cultivos experimentales como una muralla invisible. Oficialmente, ninguna molécula mayor que un centenar de átomos podía atravesar esa barrera sin ser rota. Las verjas a cada lado de la barrera impedían que los humanos y los cerdis se perdieran en aquella zona fatal, pero Ender imaginaba a menudo lo que sucedería si alguien atravesaba el campo disruptor. Todas las células de su cuerpo morirían al instante mientras los ácidos nucleicos se descomponían. Tal vez el cuerpo se mantuviera unido físicamente. Pero, en su imaginación, Ender siempre lo veía desmoronándose hasta quedar reducido a polvo al otro lado de la barrera, convirtiéndose en humo bajo la brisa antes de poder golpear el suelo.

Lo que incomodaba más a Ender de la barrera disruptora era que estaba basada en el mismo principio que el Ingenio D.M. Diseñado para ser usado contra astronaves y misiles, fue Ender quien lo volvió contra el planeta natal de los insectores cuando comandó la flota humana tres mil años atrás. Además, se trataba de la misma arma que el Congreso Estelar había enviado ahora camino de Lusitania. Según Jane, el Congreso ya había intentado enviar la orden para usarlo. La había bloqueado cortando las comunicaciones ansibles entre la flota y el resto de la humanidad, pero no había manera de saber si algún capitán agotado, lleno de pánico porque su ansible no funcionaba, podría aún dirigirlo contra Lusitania cuando llegara.

Era impensable, pero lo habían hecho: el Congreso había enviado la orden de destruir un mundo. De cometer xenocidio. ¿Había escrito Ender en vano la Reina Colmena? ¿Habían olvidado ya?

Pero para ellos no era «ya». Para la mayoría de la gente habían transcurrido tres mil años. Y aunque Ender había escrito la Vida de Humano, no se la creía ampliamente todavía. No había sido abrazada por la gente hasta el grado de que el Congreso no se atreviera a actuar contra los pequeninos.

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