Elminster en Myth Drannor (3 page)

BOOK: Elminster en Myth Drannor
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Mientras observaba sus manos extendidas, la oscura humedad desapareció de ellas, hasta que relucieron con un mágico tono blancoazulado que recorría su piel como fuego. Alzó la vista a lo alto entonces, hacia la súbita oscuridad que acababa de aparecer sobre su persona... y se encontró cara a cara con las mandíbulas abiertas y babeantes de un dragón de sangre.

Se trataba del hechizo más mortífero de las Casas ancestrales, una magia vengativa que se cobraba la vida de su conjurador. El Sino de los Puros de Sangre, lo llamaban algunos. El dragón se alzó sobre él, oscuro, húmedo y terrible en la noche, tan silencioso como una brisa y tan letal como una lluvia de veneno hechizado. Toda carne viviente se fundiría ante él, retorciéndose, ajándose y reduciéndose a una putrefacta maraña gris de huesos y tendones.

El soberano de todo Cormanthor se irguió arropado en su propio poder, y observó cómo la criatura atacaba.

Se precipitó con gran estrépito sobre él, en una arremetida que sacudió toda la isla, hizo susurrar las hojas y quebró la quietud del lago en un centenar de olas frenéticas. Las rocas rodaron y el musgo quedó reducido a cenizas humeantes. Frustrado en su intentona por la cúpula de aire erigida por el poder del rey, el ser giró sobre sí mismo y rugió, describiendo un ávido círculo alrededor del gobernante elfo.

Eltargrim permaneció inmóvil, indemne dentro del cerco de su poder, y contemplo cómo la criatura se desvanecía en la nada. Una vez más, el ser alzó la cabeza para amenazarlo, pero ya no era más que una pálida sombra de su antigua forma. El monarca se mantuvo firme en su puesto, y el dragón desapareció convertido en humo errante frente al fuego blancoazulado del soberano.

Cuando hubo desaparecido del todo, el anciano elfo se pasó una mano temblorosa por los blancos cabellos y volvió a arrodillarse junto a la dama caída.

—Lyntra —musitó con tristeza, inclinándose para besar unos labios de los que aún brotaba oscura sangre—. Oh, Lyntra.

La sangre, tocada por el poder del soberano, se transformó en humo en la garganta de la mujer, del mismo modo que había sucedido con el hechizo mortífero que ella había conjurado. Nuevas columnas de humo se elevaron mientras él derramaba desconsoladas lágrimas

Luchó por reprimirlas, al tiempo que las campanillas de cristal tintineaban otra vez y la fluctuación de sus hechizos protectores dejaba penetrar un estallido de distantes risas y música estruendosa procedente del festejo de los Erladden. Hizo un esfuerzo porque él era el Ungido de Cormanthor, y su deber le exigía hacer una cosa más antes de que la sangre dejara de fluir y el cuerpo de la elfa se enfriara.

Eltargrim echó hacia atrás la cabeza para volver a mirar a la luna, ahogó un sollozo y, mirando el ojo abierto que le quedaba al cadáver, dijo con voz ronca:

—Serás recordada con honor.

Y si, después de esto, el dolor acabó por embargarlo, mientras acunaba el cuerpo de la que todavía era su amada, no había nadie más en la isla que pudiera oírlo.

Primera parte
Humano
1
Senderos salvajes y cetros

Nada consta sobre el viaje de Elminster desde su nativa Athalantar a través de medio mundo de bosques desolados hasta el fabuloso reino elfo de Cormanthor, y de ello sólo puede deducirse que transcurrió sin contratiempos.

Antarn el Sabio

Historia de los grandes archimagos de Faerun,

publicado aproximadamente el Año del Báculo

El joven estaba atareado meditando las últimas palabras que una diosa le había dicho, y por eso la flecha que surgió de entre los árboles lo pilló completamente desprevenido.

Pasó silbando ante su nariz, dejando un reguero de hojas, y Elminster la siguió con la mirada, parpadeando sorprendido. Cuando se fijó de nuevo en el camino frente a él, vio que unos hombres cubiertos con sucios andrajos de cuero descendían atropelladamente hasta éste para cerrarle el paso, empuñando dagas y espadas. Eran seis o más, y ninguno parecía albergar buenas intenciones.

—Descabalga o morirás —ordenó uno de ellos, en tono casi afable.

El echó una fugaz mirada a derecha e izquierda, comprobó que nadie lo atacaba por la espalda, y murmuró una rápida palabra.

Cuando chasqueó los dedos, al cabo de un instante, tres de los bandoleros que tenía delante salieron despedidos hacia atrás como si el mismo aire les hubiera asestado un poderoso golpe. Las armas salieron volando, y los sorprendidos y jadeantes hombres fueron a estrellarse contra unas zarzas y rodaron por el suelo mientras proferían maldiciones.

—Tengo entendido que un saludo más tradicional es el de «bienvenido» —dijo Elminster al hombre que había hablado, añadiendo una irónica sonrisa a su enfático comentario.

El jefe de los bandoleros palideció y salió corriendo en dirección a los árboles.

—¡Algan! —bramó—. ¡Drace! ¡Al rescate!

Como respuesta, más flechas salieron silbando de las verdes entrañas del bosque como avispas furiosas.

El saltó de su silla un momento antes de que dos de ellas fueran a clavarse en la cabeza de su montura. El fiel tordo emitió un ahogado relincho de incredulidad, alzó las patas delanteras como si desafiara a un enemigo invisible, y luego se desplomó de costado.

Estuvo en un tris de aplastar a su jinete, que rodó lejos tan deprisa como pudo, maldiciendo para sus adentros en tanto intentaba pensar cuál de sus conjuros convenía más a un hombre solo que gateaba por entre helechos y zarzas, rodeado de bandidos ocultos entre los árboles con los arcos listos para disparar.

Además, tampoco deseaba dejar abandonada su alforja. Jadeando en su frenético apresuramiento, El logró guarecerse tras un viejo y robusto árbol. Observó de paso que sus hojas empezaban a cambiar de color, teñidas de tonos dorados y marrones por culpa de las tempranas heladas del Año de los Elegidos, y, clavando los dedos en la musgosa corteza, se incorporó sin resuello para atisbar por entre los árboles.

El crujido de las hojas pisoteadas señalaba las rutas tomadas por los presurosos forajidos que lo perseguían. Elminster suspiró y, recostándose en su árbol, murmuró un conjuro que había mantenido en reserva por si tenía que enfrentarse a bestias hambrientas mientras pasaba alguna noche al raso. Tal noche jamás llegaría, ahora, si no daba al hechizo un uso más inmediato. Acabó el conjuro, sonrió al primer bandido que asomó cauteloso desde un árbol cercano... y se introdujo en el oscuro tronco contra el que se apoyaba.

El sobresaltado juramento del bandolero quedó bruscamente ahogado cuando El se fundió con el ancestral y paciente gigante del bosque, y proyectó sus pensamientos a lo largo de las extendidas raíces hacia el próximo árbol que fuera lo bastante grande. Había un árbol de sombra en aquella dirección. Bueno, tendría que servir.

Hizo fluir su indefinido cuerpo por la raíz principal, al tiempo que intentaba no sentirse sofocado o atrapado. La opresiva sensación de encierro volvía locos a algunos magos cuando ponían en práctica aquel hechizo... pero Myrjala lo había considerado una de las principales cosas que debía llegar a dominar.

¿Acaso había previsto lo que iba a suceder ese día, tantos años después?

La idea provocó un escalofrío en el príncipe de Athalantar mientras ascendía por el interior del árbol. ¿Sería voluntad de Mystra todo lo que le estaba acaeciendo?

Y, si así era, ¿qué sucedería cuando la voluntad de la diosa entrara en conflicto con la de otro dios que guiase a otra persona?

Al fin y al cabo, habría sobrevolado el bosque bajo la apariencia de un halcón, si ella no le hubiera ordenado que «cabalgara» hasta el fabuloso reino elfo de Cormanthor. Un ave de presa habría volado demasiado alto para que la alcanzasen las flechas de estos bandidos, por muy dispuestos que hubieran estado a malgastar sus proyectiles.

Con este pensamiento, Elminster volvió a emerger al luminoso mundo exterior. Surgió de la oscura y cálida madera a la brillante luz solar para fundirse con la carretera de Skuldask, una especie de cinta fangosa, a la izquierda. A menos de dos pasos a su derecha distinguió el polvoriento vestido de cuero de un forajido, y Elminster no pudo resistirse a hacer algo que había practicado con deleite, años atrás, en las calles de Hastarl: extrajo de su funda la daga que el hombre llevaba al cinto, con tal suavidad y destreza que éste ni se enteró. En la empuñadura había grabada la silueta de una serpiente, alzada para atacar.

Luego permaneció totalmente inmóvil, sin atreverse a dar un paso por temor a pisar las hojas secas a sus pies, y que el crujido delatara su presencia. Se quedó tan quieto como una roca en tanto que el hombre se alejaba con cautela en dirección al punto por el que había huido el joven mago.

¿Podría recuperar la alforja y huir sin ser visto? Por más que ellos tuvieran flechas y una cierta habilidad para dispararlas, él no deseaba desperdiciar hechizos en un puñado de hombres desesperados, allí en el corazón de Skuldaskar. Había visto osos y enormes gatos monteses y arañas del sueño durante el viaje, y oído relatos sobre bestias mucho más temibles que acechaban a los hombres en este camino. Incluso se había tropezado con los huesos roídos y las carretas volcadas y podridas de una caravana que había hallado la muerte en esta carretera, tiempo atrás... y no deseaba convertirse en otra espeluznante señal de advertencia más.

Mientras seguía allí plantado, indeciso, otro bandolero salió de detrás del árbol, la cabeza gacha y el paso veloz, y chocó contra él.

Cayeron juntos sobre el manto de hojas, pero el joven athalante empuñaba ya una daga, y la utilizó.

La hoja era afilada, y la cuchillada abrió la frente del hombre de un solo tajo; El se incorporó veloz y salió corriendo, no sin antes asegurarse de pisotear el arco que el otro había dejado caer. Se partió con un chasquido bajo sus botas, y él se dirigió raudo hacia la carretera, seguido por una serie de gritos sorprendidos.

El hombre que había herido quedaría cegado por el chorro de sangre hasta que alguien lo ayudara, y eso significaba un bandido menos que saldría en persecución de Elminster de Athalantar. Los rápidos de Berdusk se encontraban aún a unos días de camino —o más, ahora que se veía obligado a andar—, y regresar a Elturel significaba un viaje más largo incluso. No le entusiasmaba la idea de ir en una u otra dirección con una banda de asesinos acosándolo día y noche.

Regresó apresuradamente a la carretera, y llegó junto a su caballo; usando la daga prestada, soltó la alforja y la correílla que sujetaba la funda de su espada. Tras agarrar ambas cosas, se alejó a la carrera por el sendero, con la esperanza de alejarse lo más posible antes de que tuviera que poner en práctica otro truco.

Otra flecha pasó silbando junto a su hombro, y se desvió bruscamente hacia el interior del bosque situado al otro lado del camino. Al diablo con su brillante táctica.

Tendría que plantarles cara y pelear. A menos que...

Soltó la carga atropelladamente y extrajo la espada, las dagas de ambas botas, y el cuchillo enfundado a su espalda, cuya empuñadura quedaba oculta por los cabellos a la altura de la nuca, todo lo cual fue a unirse sobre un terrón de musgo con la daga que había tomado prestada. Añadió al tintineante montón el ennegrecido tenedor de cocina y un cuchillo de despellejar de hoja ancha al tiempo, e inició el cántico.

Los hombres saltaban y corrían por entre los árboles, aproximándose veloces, mientras Elminster proseguía con el conjuro entre murmullos, tomando cada una de las armas e infligiéndose con cuidado pequeños cortes para que cayeran gotas de su sangre sobre el acero. Rozó cada hoja con la maraña de plumas y hebras de telaraña que había sacado de una de las bolsitas de su tahalí —agradeciendo a Mystra que le hubiera susurrado que marcara cada bolsita para así saber qué contenían con tan sólo echarles un vistazo— y luego dio una palmada.

El hechizo estaba consumado. Levantó la alforja para usarla como escudo contra cualquier flecha veloz dirigida contra él, y se acurrucó tras ella mientras las siete armas que había encantado se alzaban nerviosamente en el aire y rechinaban unas contra otras un instante mientras flotaban en el aire como olfateando la presa, para salir luego disparadas al frente, las afiladas puntas por delante a través del bosque.

El primer bandolero aulló al cabo de un momento, y El vio cómo el hombre giraba, aferrándose un ojo, y caía por el terraplén hasta la carretera. Un segundo hombre profirió una maldición y blandió la espada con desesperación; se escuchó el entrechocar del acero con el acero, y luego el hombre se bamboleó y cayó, con un chorro de sangre manando de su garganta desgarrada.

Otro hombre gruñó y se llevó la mano al costado para arrancarse el tenedor y arrojarlo al suelo con un gemido. Acto seguido, se unió a la frenética retirada, aunque quedó algo rezagado ante algunos de sus camaradas que corrían a toda velocidad en un desesperado intento de mantenerse por delante de los cuchillos que se abalanzaban ávidos sobre ellos.

Cada vez que una hoja de acero derramaba sangre, el hechizo del joven mago desaparecía. Elminster soltó la alforja y se adelantó con cautela para ir recuperando sus armas de los hombres que habían caído. Habría resultado fácil escabullirse en ese momento, pero, si lo hacía, jamás sabría cuántos habían sobrevivido para seguir sus pasos... ni recobraría las armas.

Los dos que El había visto caer estaban muertos, y un copioso rastro de sangre le indicó que un tercero no correría mucho más allá antes de que los dioses se hicieran cargo de él. Un cuarto bandolero consiguió llegar hasta el caballo de Elminster antes de que la espada del joven athalante se hundiera en su espalda; y el bandido se desplomó de bruces y quedó inmóvil.

El joven mago recuperó todas sus armas excepto la daga que había tomado prestada y uno de los cuchillos de su cinto, y, tras encontrar a otros dos cadáveres, dio por finalizada la siniestra tarea y reanudó su viaje. Ambos cadáveres llevaban armas en las que había grabado el tosco símbolo de una serpiente. El se rascó la mandíbula, donde la barba de varios días empezaba a picarle, y luego se encogió de hombros. Debía seguir adelante; ¿qué importaba qué banda o hermandad reclamase esos bosques como suyos? Tuvo buen cuidado de recoger todos los arcos que vio, que luego arrojó al interior de un tronco hueco algo más allá, lo cual sobresaltó a un conejo joven que salió disparado por el otro extremo para perderse entre los árboles dando saltos.

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