Read Elminster en Myth Drannor Online
Authors: Ed Greenwood
—No estoy acostumbrada a suplicar. —La melodiosa voz se dejó oír otra vez, y despertó en el monarca un torrente de recuerdos, de otras noches más tiernas iluminadas por la luz de la luna en ese mismo cenador—, y sin embargo he venido aquí a suplicaros, eminente señor. Reconsiderad esta apertura de la que habláis. Que ningún ser que no sea un puro de sangre del Pueblo entre en Cormanthor sin nuestro permiso. ¡Y que ese permiso no sea concedido casi nunca, para que nuestro Pueblo perdure!
—Ildilyntra, alzaos, por favor —pidió Eltargrim con firmeza, al tiempo que retrocedía—. Y dadme algunos motivos por los que deba aceptar vuestra súplica. —Su boca se curvó en un amago de sonrisa—. Seguramente sabréis que ya he oído esas palabras con anterioridad.
La gran señora de los Starym permaneció de rodillas, cubierta por sus cabellos, y lo miró a los ojos.
—Sí, Lyntra, eso aún ejerce efecto en mí —dijo el Ungido, y esta vez sonrió abiertamente—. Pero dadme razones que pueda sopesar y considerar... o hablad de cosas más intrascendentes.
La ira hizo su aparición entonces en aquellos ojos oscuros.
—¿Cosas más intrascendentes? ¿Como esa juerga casquivana con que se regalan esos necios en las Torres Erladden? —Se alzó entonces, con la celeridad de una serpiente enroscada, y se abrió el vestido. La tersura blancoazulada de su cuerpo desnudo resultaba tan desafiante como su mirada. Añadió con frialdad—: ¿O acaso pensasteis que había venido a flirtear, señor? ¿Me creísteis incapaz de pasar otra noche alejada de los encantos de nuestro soberano, de aquel joven ardiente y fuerte que conocía, convertido ahora por la edad en un hombre de gran sabiduría?
Eltargrim dejó que sus palabras se perdieran en el silencio, así como las dagas que yerran el blanco giran en el vacío.
—Esta furia rugiente es la gran señora de Starym que conozco desde hace tantos siglos —repuso con calma, poniendo fin al silencio—. Admiro vuestro gusto en lo que a ropa interior se refiere, pero había esperado que aquí dejaríais de lado un poco de lo que vuestros parientes más jóvenes denominan vuestra «arrogancia cortante». Sólo estamos nosotros dos en la isla, de modo que hablemos con franqueza, como corresponde a dos cormytas de edad. Nos ahorraremos tanta... cortesía inútil.
—Muy bien —dijo Ildilyntra; su boca se tensó, y plantó las manos en las caderas de un modo que él recordaba muy bien—. Oídme entonces, señor Eltargrim: yo, mis parientes de más edad, y muchas otras familias y gentes de Cormanthor (puedo citar a los principales, si lo deseáis, señor, pero tened por seguro que ni son pocos ni se los puede desacreditar con la misma facilidad que a los jóvenes o a los chiflados) consideramos que esta idea de la apertura del reino nos condenará a todos, si es que alguna vez se hace realidad.
Hizo una pausa, los ojos clavados en los de él y echando chispas, pero el Ungido la instó en silencio a que prosiguiese, cosa que ella hizo.
—Si persistís en ese sueño absurdo vuestro de reformar la ley de Cormanthor para que todos los no elfos puedan entrar en el reino, nuestra larga amistad deberá terminar.
—¿Con la pérdida de mi vida? —inquirió él con calma.
De nuevo volvió a hacerse el silencio, mientras Ildilyntra tomaba aliento, abría la boca y volvía a cerrarla. Se alejó a grandes zancadas por las losas y el musgo bañados por la luna antes de girar en redondo para mirarlo a la cara una vez más.
—Toda la Casa Starym —anunció con firmeza— se verá obligada a tomar las armas contra un soberano de mente y corazón tan retorcidos, de una estirpe élfica tan corrompida, como para presidir, mejor dicho, abrazar ansiosamente la destrucción del buen reino de Cormanthor.
Sus miradas se encontraron en silencio, pero el paciente y risueño Eltargrim parecía tallado en mármol. Ildilyntra Starym respiró hondo y siguió hablando, su voz ahora tan imperiosa como la de cualquier reina gobernante.
—Que quede bien claro, señor: vuestra apertura, si llega a producirse, destruirá este poderoso reino del Pueblo.
Recorrió el jardín con paso majestuoso e impaciente, señalando los árboles, los arbustos y los esculpidos arriates de flores.
—Aquí donde hemos vivido, amado y crecido, las cosas hermosas de los bosques que hemos cuidado, conocerán las brutales botas y el sucio y descuidado contacto de los humanos. —La matriarca Starym se volvió y avanzó hacia el monarca, bufando casi de rabia al tiempo que imprimía más velocidad a cada paso—. Y de los halflings. —Llegó ante él, el rostro congestionado—. Y de los gnomos. —La voz perdió intensidad, iracunda, y se estremeció en un ronco murmullo al pronunciar en una exclamación ahogada el agravio definitivo—: ¡Incluso... enanos!
El soberano abrió la boca para hablar cuando ella adelantó el rostro hasta casi tocar el suyo, pero enseguida la mujer volvió a girar, chasqueando los dedos, y se dio la vuelta otra vez con un remolino de cabellos para mirarlo a la cara.
—Todo aquello por lo que hemos luchado, por cuya conservación hemos combatido a los hombres-bestia, a los orcos y a los grandes wyrms, quedará diluido, mejor dicho, contaminado y, al final, suprimido. ¡Nuestra gloria ahogada en las apremiantes ambiciones, la superioridad numérica y las astutas maquinaciones de los peludos humanos!
Aquella última palabra se elevó en un estruendoso grito que hizo tintinear las campanillas de cristal de los árboles que circundaban el lejano Estanque del Corazón.
Mientras el tenue campanilleo flotaba por encima del Asiento Viviente, Ildilyntra se quedó mirando al rey en silencio, el pecho agitado por la emoción, los ojos inflamados. Un repentino haz de luz de luna surgió de la noche para iluminar los hombros de la mujer y bañarla en una fría luz blanca como si de un vengativo estandarte se tratara.
Eltargrim inclinó la cabeza un instante, como en deferencia a su pasión, y dio un lento paso hacia ella.
—También yo pronuncié palabras similares en otros tiempos —dijo—, y llegué a concebir pensamientos aún más sombríos. No obstante, he llegado a percibir en nuestras razas hermanas, en los humanos en especial, la vida, el entusiasmo y la energía que nos faltan a nosotros. En una ocasión poseímos ánimo y empuje, pero ahora sólo los contemplamos en las momentáneas visiones de tiempos pasados que nos envían nuestros antepasados. Incluso la orgullosa Casa Starym, si sus lenguas dijeran la verdad desnuda, se vería obligada a reconocer que hemos perdido algo... algo en nuestro interior, no simplemente vidas, riquezas y territorios forestales entregados a la creciente ambición de otros.
El Ungido inició un agitado paseo al igual que Ildilyntra había hecho, y la blanca túnica se arremolinó al volverse hacia ella bajo la luz de la luna para añadir casi suplicante:
—Éste podría ser un modo de reconquistar lo que hemos perdido. Un medio allí donde hasta ahora no ha habido más que poses afectadas, rechazo y un lento declive. Creo que la auténtica gloria puede volver a ser nuestra, no tan sólo el arrogante cascarón dorado de afectada grandeza al que nos aferramos en el presente. Más que eso: ¡el sueño de la paz entre hombres, elfos y enanos puede hacerse realidad por fin! ¡El sueño de Maeral, cumplido finalmente!
La dama de cabellos negroazulados y oscuros ojos llameantes abandonó su inmovilidad como una bestia azuzada y pasó ante él con andar decidido como un gato montés rodea a un enemigo al que todavía teme... al menos de momento. Su voz, cuando habló, había dejado de ser melodiosa, y ahora era cortante como una cuchilla blandida con energía.
—Como todos aquellos que caen en las garras de la senectud, Eltargrim —rugió—, empezáis a desear que el mundo sea como vos queréis, y no como es en realidad. El sueño de Maeral no es más que eso... ¡un sueño! Sólo a los necios se les ocurriría pensar que pudiera convertirse en real, en este Faerun salvaje que nos rodea. ¡Con cada año que pasa, los humanos se vuelven más diestros en el arte de la magia: una magia brutal, codiciosa y destructora de reinos! ¡Y tú estás dispuesto a invitar a estas... estas serpientes a que penetren en nuestro seno, que atraviesen nuestras defensas... para introducirse en nuestros
hogares
!
La tristeza nubló levemente los ojos del monarca al advertir en qué se había convertido ella, como su cólera ponía de manifiesto; algo muy, muy distinto de la gentil doncella elfa que él había acariciado y consolado en el pasado, durante los tímidos llantos de juventud.
Se interpuso en el camino de sus coléricas zancadas e inquirió con suavidad:
—¿Y no es mejor invitarlos a entrar, obtener su amistad y mediante ella algo de influencia para guiar, en lugar de combatirlos, ser derrotados y tener que soportar cómo penetran en nuestras casas como conquistadores que todo lo aplastan y pisotean, avanzando por entre los ríos de sangre de nuestra gente? ¿Qué gloría hay en ello? ¿Qué es lo que os empeñáis en mantener sagrado, si para ello debe perecer todo nuestro pueblo? ¿Retorcidas leyendas en las mentes de humanos y de nuestros medio hermanos? ¿De un pueblo curioso y decadente de orejas puntiagudas y narices respingonas, cuyo ciego orgullo fue su perdición?
Ildilyntra se había visto forzada a detenerse, pues de proseguir con su iracundo avance hubiese chocado con él. Permaneció escuchando la salva de preguntas con la nariz casi pegada a la del monarca, los puños crispados sobre las caderas.
—¿Seréis vos quien permita que esas... esas razas animales accedan a nuestros lugares secretos y al corazón mismo de nuestro poder? —inquirió a su vez, la voz repentinamente áspera—. ¿Queréis ser recordado con odio por los pocos miembros de nuestro Pueblo que sobrevivan, como el traidor que condujo a los ciudadanos a los que juró servir... a nuestra raza... a la ruina?
—No tengo otra elección —respondió Eltargrim, sacudiendo la cabeza—; veo la apertura como el único modo de que nuestro Pueblo pueda tener un futuro. Todas las otras vías que he considerado, y por las que incluso he hecho andar a este reino durante un tiempo, conducen... y a toda velocidad, en las próximas estaciones... al derramamiento de sangre. A una guerra que sólo acarreará la derrota del bello Cormanthor, ya que todas las razas a excepción de enanos y gnomos nos superan numéricamente en una proporción de veinte a uno y más. La superioridad de los humanos y orcos sobre nosotros es de cientos por cada uno de los nuestros. Si el orgullo nos empuja a la guerra, también nos empujará a la tumba... y ésa es una elección que no tengo derecho a hacer, por el bien de nuestros hijos, cuyas vidas destrozaría antes de que tuvieran la posibilidad de defenderse y elegir por sí mismos.
—Ese argumento del miedo puede esgrimirse eternamente hasta el fin de los tiempos —escupió ella—. ¡Siempre habrá criaturas demasiado jóvenes para elegir por sí mismas! —Volvió a moverse, dando la vuelta a su alrededor, pero girando el rostro al hacerlo de modo que siempre lo mirara a la cara mientras andaba, y añadió casi como sin darle importancia—: Hay una vieja canción que dice que no existe modo de razonar con un Ungido resuelto... y ahora me doy cuenta de que tiene mucha razón. Nada puedo decir para convenceros.
El rostro de Eltargrim pareció viejo y muy cansado mientras sus ojos se clavaban en los de su antagonista.
—No tengo miedo, Ildilyntra, querida y respetada Ildilyntra —respondió—. Un Ungido debe hacer lo que es correcto, por muy alto que sea el precio.
La mujer emitió un exasperado bufido, y él añadió:
—Eso es lo que significa ser el Ungido, no la pompa, ni las galas reales, ni las reverencias.
Ildilyntra se alejó de él por el musgo, hasta donde un desnivel elevado de roca le cortaba el paso y daba cobijo a un conjunto de enredaderas de espliego. Cruzó los brazos con indómita elegancia, y dirigió la mirada al sur, a las serenas aguas, convertidas ahora en una plácida sábana blanca bajo la luz de la luna. El silencio que dejó a su espalda se tornó profundo y ensordecedor.
El soberano la observó, aguardando paciente. En ese reino de orgullos belicosos y oscuros recuerdos, jamás olvidados, gran parte de su tarea consistía en aguardar con paciencia. Los elfos más jóvenes nunca se daban cuenta de ello.
La gran señora de los Starym escrutó la noche durante lo que pareció una eternidad, en tanto que sus brazos temblaban ligeramente. Cuando volvió a hablar, su voz sonó alta y suave como una brisa repentina.
—En ese caso, ya sé lo que debo hacer.
Eltargrim alzó la mano para lanzar su poder y obstaculizar su libertad de acción; el peor insulto que podía hacerse al líder de una Casa élfica.
Aun así era ya demasiado tarde. Un fuego súbito floreció en la noche, una serie de chispas allí donde su poder chocó con el de ella y se debatió el tiempo suficiente para que la mujer se volviera. Tenía la espada de honor en la mano cuando sus miradas se encontraron.
—Y yo que te amé en una ocasión —dijo Ildilyntra—. ¡Por los Starym! ¡Por Cormanthor!
El resplandor de la luna centelleó una vez sobre la afilada hoja del arma mientras la elfa la hincaba hasta la empuñadura en su propio pecho, y con la otra mano introducía la vaina de diente de dragón en el brillante manantial rojo. El colmillo tallado pareció parpadear un instante, y luego, lentamente, se desvaneció en el sanguinolento río. De su cuerpo brotaba más sangre de la que aquel cuerpo curvilíneo hubiera debido contener en realidad.
—Eltar... —jadeó entonces, suplicante casi, los ojos enturbiándose al tiempo que se tambaleaba.
El Ungido dio un veloz paso al frente y levantó las manos, en cuyos dedos chisporroteó la magia curativa; pero, al verla, la mujer se arrancó la reluciente espada y se la hundió profundamente en la garganta.
Eltargrim cruzó corriendo el exiguo espacio que los separaba, mientras ella tosía, se desplomaba... y alzaba una vez más el brazo empapado en sangre para clavar el arma en su ojo derecho.
Se derrumbó en los brazos del monarca, y los exangües labios intentaron pronunciar su nombre otra vez. El Ungido la depositó con suavidad sobre el musgo, a pesar del creciente rugido de la magia que pasaba veloz junto a él y se llevaba en el cielo nocturno como humo sangriento desde el punto en el que había estado el diente de dragón. Magia que, como bien sabía, intentaría arrebatarle la vida.
—Oh, Lyntra —murmuró—. ¿Acaso una disputa merecía tu muerte definitiva? —Se incorporó entonces, contemplando la sangre que relucía en sus manos, e hizo acopio de toda su fuerza de voluntad.
La sangre coagulada de la mujer era un punto débil, una ruta que la magia acumulada en lo alto podía tomar para superar su propio poder si él tardaba demasiado en eliminarla.