Read Elminster en Myth Drannor Online
Authors: Ed Greenwood
Las zarpas acuchillaron el aire con sibilante frenesí; El echó un vistazo y decidió que una rama más alta resultaría más prudente. Apenas había iniciado la ascensión cuando el árbol se agitó; el ser había perforado corteza y madera con la misma facilidad con que cortaba el aire, para construirse un punto de apoyo. Un nuevo zarpazo abrió otro agujero mientras el muchacho miraba, y, sin detenerse ni un instante, la criatura trepó por el tronco para abrir más puntos de apoyo en la superficie. El joven mago observaba fascinado; ¡aquello trepaba a zarpazos por el árbol con la misma rapidez con que un hombre con armadura treparía por una cuerda!
En unos segundos ya lo habría alcanzado, pero, entretanto, se encontraba debajo de él y tendría que aguantar todo lo que le arrojara. Tampoco es que le quedara gran cosa aparte de algunos curiosos conjuros que nada tenían que ver con cuestiones guerreras, y no tenía tiempo de averiguar lo que la gema podía hacer.
Al parecer tendría que saltar pronto del árbol. Maniobró impulsivamente para rodear el tronco, y la criatura de las muchas garras lo siguió con movimientos torpes, excavando un sendero alrededor de la corteza del árbol. Estupendo; no tendría que preocuparse de que se arrastrara alrededor del tronco a tiempo de atraparlo cuando él se dejara caer. El mago regresó a la anterior rama —una posición más segura— y se sujetó con fuerza. Cuando su adversario apareció, reptando, en su lado del tronco, El le lanzó un hechizo de luz justo a los ojos.
Se produjo un centelleo, que se desvaneció al instante. La criatura ni siquiera vaciló, y el mago entrecerró los ojos. Sí, realmente parecía más grande, y algo más... sólida.
Mientras aquello trepaba hacia él, lanzó un conjuro menor de detección hacia el ser, para obtener conocimientos que no necesitaba.
El hechizo lo alcanzó... y se desvaneció, sin proporcionarle la información que, en teoría, debía facilitarle. La cosa creció algo más.
¡Se alimentaba de hechizos! Aquella criatura debía de ser un asesino de magos, algo de lo que había oído hablar hacía tiempo, durante la época pasada junto a la banda de aventureros conocida como los Sables Intrépidos. Los asesinos de magos eran creaciones mágicas, forjadas mediante hechizos raros y prohibidos; su propósito era eliminar hechiceros que sólo conocían un modo de presentar batalla: lanzar conjuros.
Su magia, por muy desesperada que fuera, no conseguiría otra cosa que fortalecerlo: no lo dañaría. Por mucho que fuera el Aniquilador de los Señores de la Magia y el Elegido de Mystra, parecía incapaz de dejar de cometer errores, uno tras otro con ferviente empeño.
Se obligó a interrumpir su análisis. Tales reflexiones eran un lujo propio de magos, y en esos momentos era mejor que se olvidara de todo lo referente a ser mago. Apenas le quedaban unos segundos antes de tener que saltar al suelo, o morir. Con sumo cuidado, desenvainó una de las dagas que llevaban al cinto, y la dejó caer, de punta, en uno de los muchos ojos fijos de la siseante y borboteante cabeza.
El arma cayó directamente al suelo con un fuerte golpe sordo, dejando tras ella un surco de negro vacío a través de la criatura de innumerables garras. El asesino de magos se estremeció y berreó; su voz traslucía temor y furia a la vez, pero era algo más débil que antes.
Enseguida cesó su lamento y reemprendió la marcha, trepando en pos de Elminster con mirada asesina. El agujero que la atravesaba había desaparecido, pero toda la criatura resultaba mucho más pequeña ahora. El último príncipe de Athalantar meneó la cabeza con calma, plantó una bota en el tronco que tenía debajo, y saltó.
El aire silbó durante unos instantes junto a sus oídos hasta que sus manos se abrieron paso por entre las ramitas, partiéndolas en un remolino de hojas, y se asieron a la rama deseada. Permaneció allí colgado unos instantes, oyendo el apremiante chillido cada vez más próximo, por encima de su cabeza, y luego se impulsó para sujetarse a una rama más baja.
Al parecer, tampoco se parecía demasiado a los héroes de los juglares. En lugar de la rama que buscaba, sus manos no encontraron más que hojas esta vez. Segundos después, el Elegido de Mystra chocaba contra el suelo sobre sus posaderas, rodaba sobre sí mismo en una involuntaria vuelta de campana, y se incorporaba con un gemido. El trasero le dolería durante días.
Y su huida iba a convertirse ahora en una torpe cojera. Suspiró mientras contemplaba cómo la resbaladiza criatura descendía veloz por el tronco en una vertiginosa espiral, para ir a matarlo.
Si usaba el solitario conjuro que había dejado dispuesto, se vería trasladado de vuelta a donde estaba el cetro, pero eso lo obligaría a atravesar de nuevo los bosques, con ese monstruo siseante y tal vez su misterioso perseguidor acechando entre él y Cormanthor.
Sacó su daga. Le quedaba otra en el cinto, una tercera estaba guardada en su manga, y también tenía una en cada bota; pero ¿sería eso suficiente para conseguir algo más que molestar a la criatura?
Profiriendo una maldición muy humana, el elfo que no era Iymbryl Alastrarra avanzó tambaleante hacia el sur, daga en mano, mientras se preguntaba a qué distancia conseguiría llegar antes de que el asesino de magos lo alcanzara.
Si podía conseguir ganar tiempo suficiente, a lo mejor había algo que la gema pudiera hacer...
Absorto en sus prisas y planes disparatados, Elminster estuvo a punto de caer por el borde de un precipicio, oculto por unos arbustos: el desmoronado borde de una vieja pared rocosa, donde el terreno descendía a plomo hasta un barranco lleno de árboles. Un diminuto riachuelo discurría entre murmullos en el fondo. El joven lo siguió con la mirada y luego volvió la vista hacia el asesino de magos, que se acercaba más veloz que nunca, rodeando árboles y sorteando sus extendidas raíces al tiempo que las incansables garras rasgaban el aire.
El príncipe echó una ojeada al borde del precipicio, y escogió un árbol que se inclinaba ligeramente hacia el vacío pero parecía grande y sólido. Corrió hacia él, una mano extendida para probar su resistencia... y sólo el susurro le avisó.
Al parecer, el asesino de magos era capaz de embestir a una velocidad pasmosa si lo deseaba, y El volvió la cabeza a tiempo de ver cómo las zarpas más cercanas arremetían contra su cabeza. Se agachó, resbaló sobre las piedras sueltas, e intentó desesperadamente agarrarse a una raíz mientras se precipitaba por el borde del barranco.
En medio de un violento estruendo de piedras que caían se balanceó hacia el precipicio, chocó con fuerza contra la pared del barranco, y consiguió sujetar la raíz con la otra mano, justo mientras el largo cuerpo serpentino pasaba siseando junto a él y caía al fondo del despeñadero.
Más abajo, a unos doce metros, había un saliente rocoso, y el asesino de magos se retorció con fuerza para agarrarse a él. Las garras chirriaron unos instantes sobre la piedra, haciendo saltar chispas, y entonces el saliente se desprendió de su antiguo lecho y cayó, mientras su forzado pasajero agitaba frenético las garras.
Roca y criatura espectral se estrellaron juntos en las rocas del fondo. No rebotaron ni rodaron; únicamente el polvo que levantaron lo hizo. El joven mago observó con atención, con los ojos entrecerrados.
Cuando el polvo se hubo asentado de nuevo, vio lo que había esperado: unas cuantas garras que se agitaban por debajo del borde de la piedra que había inmovilizado al asesino de magos contra las rocas.
Así pues, era lo bastante sólido para atacar con las garras, y para quedar inmovilizado bajo unos peñascos; pero lo único que podía dañarlo era el metal, o, más probablemente, simple hierro frío.
Elminster contempló el desmoronado precipicio que se abría a sus pies, suspiró y empezó a trotar por el borde, en busca de un camino para bajar al fondo.
Unos veinte pasos más allá, el sendero lo encontró a él. El suelo bajo sus botas lanzó un murmullo, como un hombre que hablara en sueños, y se deslizó lateralmente. El joven se apartó de un salto para alejarse del borde, pero acabó por resbalar impotente junto con él y descendió dando tumbos montado en un torrente de tierra movediza y rocas que giraban y saltaban.
Cuando pudo ver y oír de nuevo, llevaba tosiendo polvo durante lo que le parecieron horas, y le dolía todo el cuerpo.
Volvía a tener su propia forma. ¿Habría perdido la gema?
Se llevó la mano rápidamente a la frente y comprobó que seguía allí, y con sus poderes esperándolo todavía. Sin duda había cambiado de aspecto de forma instintiva, para obtener mayor estabilidad y mantener el equilibrio entre la avalancha de piedras. O algo parecido.
Se incorporó con sumo cuidado, hizo una mueca de dolor cuando apoyó todo el peso de su cuerpo en un pie que parecía haber sido machacado por cientos de cantos rodados durante el involuntario viaje, y empezó a abrirse paso por el pedregoso fondo de la garganta hasta el lugar adonde había ido a parar la criatura.
A estas horas, el ser podía muy bien haberse abierto camino a través de la roca, y tal vez se encontraba muy cerca, agazapado en alguna parte en medio de todas aquellas piedras. Si así era, tendría que utilizar el conjuro restante, y reiniciar otra vez el viaje por aquella peligrosa zona boscosa.
Fue entonces cuando lo vio: una maraña de garras espectrales que se agitaban torpemente alrededor de los bordes del enorme peñasco, en medio de un caótico mar de rocas que se extendía ante él. Todavía —sin saber cómo— seguía empuñando la daga y, poniéndose en acción con cautela, acuchilló por encima del reborde rocoso primero a una garra y luego a otra, que se iban desvaneciendo como el humo bajo el acero.
Cuando todas hubieron desaparecido, se aventuró a llevar a fondo su ataque y, tumbándose sobre el pedrusco que sepultaba al extraño monstruo, estiró el brazo hacia abajo una y otra vez para apuñalar al indefenso cuerpo situado debajo. El cuchillo parecía acuchillar el vacío, pero los frenéticos murmullos del engendro se fueron apagando hasta desaparecer por fin, y la roca se aposentó sobre las piedras del suelo con un chasquido.
Elminster se enderezó despacio, magullado pero satisfecho, y alzó la cabeza para observar el borde del precipicio.
Había un hombre allí de pie, un hombre con túnica al que nunca había visto, pero que parecía conocerlo a él. Sonreía cuando bajó la vista hacia Elminster de Athalantar y levantó las manos para realizar los primeros gestos meticulosos de lo que el joven reconoció como un enjambre de meteoros; pero la sonrisa no era en absoluto amistosa.
El joven suspiró, agitó la mano en dirección al hombre en un sarcástico gesto de saludo... y con aquel gesto liberó el conjuro que tenía en espera.
Cuando las cuatro bolas de rugiente fuego cayeron como una exhalación en la cañada y estallaron, el último príncipe de Athalantar ya no estaba allí.
El hechicero que había seguido a Elminster hasta aquel lugar apretó los puños al tiempo que contemplaba cómo el fuego que había forjado rugía barranco abajo, y maldijo amargamente. Ahora tendría que pasar días estudiando sus libros, lanzando hechizos rastreadores y buscando otra vez al joven necio. Era como si los mismos dioses velaran por él, dado el modo en que la suerte parecía rodearlo como un manto mágico. Había esquivado el conjuro asesino allí en la posada, y Surgath Ilder no había sido más que un pobre sustituto. Luego, de alguna forma, había atrapado al asesino de magos, un hechizo que le había llevado días de pacientes búsquedas.
—Dioses, observad esto y maldecid conmigo —masculló, la mirada cargada aún de instintos homicidas, mientras se apartaba del precipicio.
A su espalda, sin que él lo advirtiera, unas formas blanquecinas se alzaron de media docena de puntos del barranco, de montículos de piedras que el fuego había calcinado a su paso.
Flotaron en escalofriante silencio hasta donde cierta roca enorme descansaba entre las piedras, y trazaron con las manos los gestos de un hechizo, aunque no pronunciaron una sola palabra. El pedrusco se elevó vacilante. Las fantasmales figuras flotantes introdujeron unos zarcillos increíblemente largos de sí mismas en el interior de la oscuridad que la roca había dejado al descubierto al levantarse, y extrajeron algo provisto de muchos ojos que seguía acuchillando el aire con endebles zarpas.
El refunfuñante hechicero oyó el violento choque de la roca al regresar a su sitio en el suelo, y enarcó una ceja. ¿Acaso el athalante no había conseguido realizar más que un conjuro de salto a poca distancia y ahora había lanzado un hechizo en algún punto cercano de la garganta? ¿O tal vez el asesino de magos había conseguido liberarse?
Se dio la vuelta arremangándose. Le quedaba un hechizo de encadenamiento de rayos, por si surgía la necesidad.
Algo se alzaba del barranco, o más bien varios «algo»: fantasmas, residuos espectrales de hombres, las piernas disueltas en espirales de blanca neblina, los cuerpos simples sombras blancas en la penumbra.
Podían matar, sí, pero él poseía el conjuro adecuado para... Volvió a contemplarlos con más detenimiento. ¿Elfos? ¿Existían los fantasmas de elfos? Y sujeto entre todos ellos, agitando todavía las zarpas mientras lo arrastraban... ¡su asesino de magos!
Fue en ese momento cuando Heldebran, el último aprendiz sobreviviente de los señores de la magia de Athalantar, sintió el primer ramalazo de miedo.
—¿Quién eres? —inquirió uno de los espectros, mientras se deslizaban hacia él.
—¡No os acerquéis! —vociferó el hechicero Heldebran, alzando las manos. Como ellos no aminoraron su avance, tejió apresuradamente el conjuro que reduciría para siempre a todos los no muertos a polvo, y contempló cómo salía disparado para envolverlos como una telaraña.
Y se desvanecía acto seguido, sin el menor efecto.
—Muy elegante —comentó otro de los fantasmales elfos, al tiempo que se aposentaban sobre el suelo en círculo a su alrededor. Los pies siguieron sin aparecer definidos, y los cuerpos parecían vibrar, iluminándose y apagándose de forma intermitente.
—Oh, no sé qué decirte —repuso un tercer fantasma elfo, que hablaba la lengua común con un fuerte acento—. Estos humanos hacen siempre mucho ruido y alharacas. Una simple palabra acompañada de una mirada habría sido suficiente. Siempre disfrutan tanto con sus demostraciones de poder... Son como niños.
—Son niños —intervino un cuarto—. Si lo dudas, contempla a éste.
—No sé quiénes sois —les espetó Heldebran de Athalantar—, pero os...