Read Elminster en Myth Drannor Online
Authors: Ed Greenwood
—Limi —dijo ella muy seria—, este cuerpo que ves no lo he creado yo. Y, cuando me encontraste aquí ahora, acababa de descubrir su existencia. No sé de dónde salió. Por lo que sé, podría tratarse de un viejo truco de los Dlardrageth, y, desde luego, el muchacho no me lo dio, ni me lo prometió; ¡ni siquiera sabe nada de él!
—Palabras... nada más que palabras. —El mago agitó una mano como para quitarle importancia—. Siempre fueron tus mejores armas. ¡Pero ya no funcionan conmigo, bruja! —Jadeaba ahora, al mirarla a la cara.
»¿Sabes lo que es esto? —preguntó, sacando algo pequeño de una bolsita que llevaba al cinto y alzándolo para que lo viera—. Pertenece a la Cripta de las Eras —añadió burlón—. ¡Deberías saberlo!
—Es el Cubremantos de Halgondas —respondió ella en tono quedo en tanto que palidecía.
—Lo temes, ¿verdad? —rugió el mago; el triunfo centelleaba de nuevo en su mirada—. ¡Y no puedes hacer nada para impedir que lo utilice! ¡Y entonces, vieja bruja, serás mía!
—¿Cómo es eso?
—Nuestros mantos se fusionarán y se convertirán en uno solo. No sólo no podrás rechazar mis conjuros, sino que no podrás escapar; si huyes, me arrastrarás contigo. —Lanzó una carcajada aguda y salvaje, y la Srinshee comprendió que estaba loco, y que tendría que matarlo o perecer.
Él rompió el Cubremantos.
La inexorable fusión de los dos mantos dio comienzo; sus desiguales bordes se buscaban y se atraían entre sí. La mujer suspiró y empezó a avanzar hacia su antiguo alumno. Era hora de usar aquel conjuro que tanto odiaba.
—¿Te rindes? —inquirió Ilimitar, casi jubiloso—. ¿O eres tan estúpida que crees que puedes luchar... y salir victoriosa? ¡Soy un mago del tribunal supremo, bruja, no el joven al que enseñaste a conjurar! ¡Tu magia no es más que trucos, viejos conjuros maliciosos y necios hechizos para asustar a los jovencitos!
—Muy bien, pues, grande y poderoso hechicero... ¡destrúyeme si es lo que debes hacer! —La Srinshee aspiró con fuerza, y alzó la barbilla.
El mago Ilimitar le lanzó una mirada incrédula, levantó las manos, y dijo con voz ronca:
—Haré que sea rápido.
Un tridente de lanzas mágicas la atravesó, pero ella permaneció inmóvil, si bien sus ojos quedaron en blanco y se mordió el labio. Una vez que el hechizo empezó a desvanecerse, su cuerpo rompió a temblar.
Ilimitar la observó. Bueno, no era culpa suya que ella hubiera tejido tantos encantamientos de conservación y hechizos guardianes a lo largo de los siglos, una capa sobre otra. Ahora tendría que soportar el dolor, ya que la habían mantenido viva más tiempo del necesario.
La hechicera bajó la cabeza, con los ojos cerrados, y respiró trabajosamente. La sangre se deslizaba desde los párpados cerrados y escurría sobre las losas destrozadas del suelo. Las narices del mago se ensancharon con repugnancia. Así que ahora era una mártir, ¿no? Tendría que acabar con esto rápidamente.
El siguiente hechizo fue una embestida de energía pura que debiera haberla dejado convertida en cenizas. Cuando se disipó y él consiguió volver a ver, las piedras se habían fundido en un círculo perfecto, y ella estaba hundida hasta los tobillos en cascotes, ennegrecida y con todo el pelo consumido; pero seguía en pie, y todavía temblaba.
¿Qué asqueroso pacto había hecho la hechicera con los magos humanos? Ilimitar lanzó entonces el conjuro que ella, en una ocasión, le había prohibido tajantemente utilizar: el que invocaba al Gusano Hambriento.
El gusano se materializó, enroscado, sobre uno de los brazos de la hechicera, pero se deslizó directo hacia su vientre e inmediatamente empezó a enterrarse en la carne agrietada y ennegrecida. El mago suspiró y deseó que fuera rápido; tenía que asegurarse de que el humano moría, y deprisa, para poder regresar a la corte y denunciar al Ungido antes del anochecer. Pero se encontraba atrapado allí con la Srinshee, en el interior del compartido Cubremantos, hasta que uno de los dos muriera.
Realmente, era una lástima. Ella había sido una buena maestra... aunque en exceso severa, poco amiga de bromas y de escapadas a hurtadillas en pleno verano para coger miel y mordisquear bayas e ir en busca de huevos de búho recién puestos... y nunca debiera haber llegado a esto. Claro que entonces ya era vieja, y sin duda se sentía tentada a emplear cualquier medio para recuperar la juventud, pero tener tratos con humanos era imperdonable. Si deseaba hacer aquello, ¿por qué no había abandonado Cormanthor tranquilamente? ¿Por qué destruir el reino? ¿Por qué...?
El gusano ya casi había terminado. Jamás tocaba las extremidades o la cabeza si tenía un cuerpo con el que darse un banquete, un cuerpo que ahora era poco más que jirones de piel sobre huesos huecos y vacíos. ¿Cómo era que la mujer seguía en pie?
Ilimitar frunció el entrecejo, y arrojó contra ella un cuarteto de rayos de energía que habrían derribado a un leñador o a un conejo en plena carrera. El cuerpo destrozado siguió erguido.
Ya casi se había quedado sin conjuros de batalla, de modo que se encogió de hombros y recogió el cetro caído, que utilizó para desgarrar a la Srinshee con fuego esmeralda hasta que el arma chisporroteó, perdida toda su energía.
El mago del tribunal supremo lo contempló con expresión preocupada. No se había dado cuenta, al llevarlo allí, de la poca magia que le quedaba. Aquello podría haber sido desastroso. Tal y como estaban las cosas, bueno...
El cuerpo deshecho de la Srinshee se mantenía en pie. Todavía debía de seguir viva... y él sabía muy bien que no debía tocarla directamente, ni siquiera con su daga. Había trucos que los antiguos conjuradores conocían, así que era mejor hacerla volar en pedacitos.
Chasqueó el dedo y pronunció cierta palabra, y de improviso apareció un bastón en sus manos: largo y negro, cuajado de innumerables runas plateadas. Dejó que despertara despacio, vibrando en sus manos —oh, qué deliciosa sensación de poder—, antes de verter una muerte al rojo vivo sobre su inmóvil adversaria.
El bastón se quedó en silencio al cabo de pocos instantes; el hechicero arrugó la frente, intentó activarlo otra vez, y descubrió que estaba totalmente muerto: no era más que un simple objeto de madera oscura. Perplejo, lo arrojó al suelo e invocó una varita; poseía otros dos cetros que podía hacer que acudieran a él todavía, si la varita fracasaba. Tal vez el Cubremantos los embotaba. Con frenética precipitación invocó todos sus poderes para marchitar y absorber vida.
El cuerpo que tenía delante se convirtió en un marchito saco de piel una vez más, y la piel que quedaba se tornó gris y putrefacta; pero la hechicera siguió en pie.
Con un gruñido de exasperada sorpresa, Ilimitar invocó primero a un cetro y luego al otro. Cuando éste se extinguió con una chisporroteante humareda de muerte, su boca se llenó con el frío sabor de un mal presentimiento, ya que la Srinshee seguía sin desplomarse.
La destrozada cabeza colgaba torcida en el cuello roto, pero los ennegrecidos y sangrantes ojos se abrieron —para mostrar dos pozos llameantes— y la boca situada debajo movió la partida mandíbula y luego rechinó:
—¿Has acabado, Limi?
—¡Que Corellon me proteja! —gritó el mago, con auténtico terror, al tiempo que retrocedía ante ella. ¿Avanzaría la hechicera hacia él?
¡Sí! ¡Oh, dioses, sí!
Lanzó un alarido mientras aquel cuerpo destrozado avanzaba lentamente, salía de su foso de cascotes fundidos, y posaba unos muñones sin pies sobre las losas del suelo. Se echó hacia atrás aullando:
—¡Mantente alejada!
—Yo no deseo hacer esto, Limi —dijo la mutilada criatura, en tanto que se adelantaba pesadamente y con dificultad—. La elección fue tuya, me temo, como lo era cuando iniciaste este combate, Limi.
—¡No pronuncies mi nombre, sucia bruja de la oscuridad! —aulló el mago del tribunal supremo, extrayendo con dedos temblorosos el último objeto mágico que le quedaba. Era un anillo sujeto a una cadena delgada, que deslizó por uno de sus dedos para luego apuntarle con él. El dedo del anillo aumentó de tamaño a gran velocidad para convertirse en una solitaria garra afilada a la que le empezaron a salir escamas.
—Sirves a un enemigo del reino —gritó—, ¡y es necesario que mueras, para que Cormanthor siga adelante!
El anillo lanzó un destello, y disparó un último haz de negra energía mortífera.
El cuerpo se detuvo, estremeciéndose con renovada violencia, e Ilimitar se echó a reír con demente alivio. ¡Sí! ¡Por fin acababa! La mujer se desplomaba.
La destrozada criatura chocó contra su hombro y resbaló a lo largo de su cuerpo, rozándolo con los labios en su caída.
Se produjo un instante de hormigueante magia que provocó una serie de arcadas incontrolables en Oluevaera Estelda al tiempo que el Cubremantos se introducía por cada uno de los orificios de su cuerpo, y volvía a salir.
Entonces todo terminó, como una bruma ante el sol de la mañana, y ella estaba de rodillas, entera de nuevo, ante el cuerpo de Ilimitar... que había recibido simultáneamente cada uno de los hechizos y descargas mágicas que había lanzado sobre ella.
La hechicera seguía odiando aquel conjuro. Era tan cruel como el mago elfo que lo había ideado hacía una eternidad... casi tan malo como Halgondas y su Cubremantos. Por si fuera poco, su conjurador tenía que sentir el dolor de todo lo que hacía a los demás; e Ilimitar se había mostrado tan entusiasta con su intento de destrucción que el dolor habría enloquecido a cualquier mago. Pero no a éste; no a la anciana Srinshee.
Bajó la mirada hacia el montón de huesos reventados y humeantes que tenía delante, y empezó a llorar otra vez. Sus lágrimas produjeron quedos siseos al caer en los agonizantes fuegos que parpadeaban en el interior de lo que había sido Ilimitar.
—¡Por la sangre de Corellon, ahora incluso llueven árboles! —rezongó Galan Goadulphyn, dando un salto atrás y alzando la capa apresuradamente ante el rostro. El árbol rebotó con un ruido ensordecedor frente a él, lanzando una lluvia de tierra y astillas en todas direcciones.
—Ahí arriba están celebrando un duelo de hechizos, seguro —dijo Athtar, atisbando hacia lo alto—. ¿No sería mejor que nos alejáramos de aquí? Podemos regresar más tarde a recoger tus monedas.
—¿Más tarde? —gimió Galan, mientras se alejaban a toda prisa—. Como si no conociera a esos magos sanguinarios y machacones; partirán en dos la montaña antes de acabar con esto, y o bien dejarán mi escondite al aire libre para que cualquier duende errante lo descubra... ¡o lo enterrarán bajo toneladas de rocas!
Se escuchó un nuevo retumbo, y Athtar Nlossae volvió la cabeza a tiempo de ver un enorme peñasco que descendía por el precipicio, rebotando y haciéndose añicos al golpear contra los obstáculos que encontraba a su paso.
—Tienes razón, como de costumbre, Gal... ¡Enterrado está ya, o lo estará pronto!
Mientras obligaba a sus piernas a seguir al elfo de los polvorientos ropajes de cuero negro, corriendo ambos tanto como les era posible, Galan empezó a rebuscar entre su colección de maldiciones.
—¡No puedes esperar esquivar mi magia eternamente, cobarde! —dijo Delmuth a Elminster, en tanto que el manto elfo y el escudo humano recibían el impacto de sus respectivos hechizos, y otro conjuro elfo se desvaneció en una columna de humo inofensivo.
Estaban casi pegados el uno al otro, tan cerca como les permitían sus barreras mágicas de combate. Elminster siguió sonriendo en silencio, mientras su adversario arrojaba un hechizo tras otro.
Delmuth había descubierto que, si manto y escudo se tocaban, el efecto de oleaje de sus propios conjuros al rebotar en el humano resultaba mínimo; sus propias defensas no se desmoronaban con tanta rapidez a cada embestida mágica. Así pues había avanzado, y el joven mago no se había molestado en retroceder.
Además, el único lugar al que podía retirarse era saltando por el borde del precipicio, y el mago athalante estaba harto de correr. Qué el enfrentamiento tuviera lugar allí.
Evitando a Elminster y su escudo, el heredero de la Casa Echorn arrojó otra ráfaga más allá del mago, con la esperanza de que hendiría la roca y lo rociaría desde atrás con pedazos de piedra. En lugar de ello, el rayo traspasó la roca, y el trozo de piedra salió lanzado por encima del borde del barranco y se perdió en el vacío situado abajo.
Elminster mantenía los ojos fijos en el caballero elfo, mientras se decía que aquello ya duraba demasiado; si Delmuth Echorn deseaba ver una muerte con tanta ansiedad, ésta tendría que ser la suya propia. Seguro en el interior de su escudo, el joven realizó un complicado conjuro, y luego otro que invocó su visión de mago, y aguardó. Una ventaja de combatir a elfos con conjuros humanos era que los elfos por lo general no reconocían los conjuros, y por lo tanto se los podía sorprender con los resultados finales.
Éste era la Contorsión de Mruster, una versión más elaborada del Afectuoso Regreso de Jhavalan, y permitía a un mago capaz de pensar deprisa cambiar los hechizos que devolviera a quien los había lanzado. Si este Delmuth era tan estúpido como para intentar convertir en polvo a cierto humano molesto, y mantenerse pegado a Elminster mientras lo hacía, de modo que no podría advertir que las furias desatadas de sus hechizos seguían allí desde los primeros ataques, y no sus rebotes...
Delmuth demostró, lleno de entusiasmo, que realmente era tan estúpido, lanzando un hechizo —desconocido para El— que hizo aparecer una bandeja de ácido sobre la cabeza de la víctima y vertió sobre ésta su contenido.
Los siseos y chisporroteos del fustigado escudo del joven humano resultaron espectaculares, y Delmuth ni se dio cuenta de que la lluvia de ácido se transformaba en un encrespado encantamiento disipador que empezó a atacar en silencio su propio manto protector.
Enfurecido aún, y pensando que por fin tenía a su adversario contra las cuerdas, el elfo atacó con un segundo hechizo. Elminster adoptó una expresión asustada en esta ocasión para distraer a su oponente y que no viera que sus estallidos de energía se desvanecían para convertirse en algo silencioso, y funcionó.
Delmuth alzó ambas manos exultante, y asaeteó a su enemigo con tentáculos cubiertos de cuchillas. Elminster vaciló y fingió dolor, como si una parte del hechizo que se desvanecía lo hubiera alcanzado, atravesando el escudo. Y el encantamiento del elfo, transformado, se comió la energía que quedaba en su propio manto.
Con su visión mágica, El comprobó que su adversario estaba envuelto tan sólo por parpadeantes y cada vez más oscuras volutas de energía mágica: el cascarón a punto de caer de lo que había sido una barrera impenetrable.