El viajero (23 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

BOOK: El viajero
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—Según ellos no le matan. Es cuestión de magia negra. —Dejó caer la bolsa y los trozos de higo y se limpió los dedos en el borde de su jubón —. En todo caso la cabeza, como parte suya, continúa viviendo.

—¿Qué?

—El brujo deja la cabeza cortada apoyada en aquel nicho de la pared de enfrente, sobre un lecho confortable de cenizas de olivo. Quema incienso ante él, entona palabras mágicas y al cabo de un rato la cabeza habla. Predice por orden del brujo hambres o buenas cosechas, guerras inminentes o épocas de paz, y toda clase de profecías útiles. Me eché a reír, comprendiendo al final que el viejo no hacía más que participar en la broma que me estaban jugando, prolongándola.

—Muy bien —dije entre carcajadas —. Me has paralizado de terror, viejo compañero de celda. Me estoy meando incontrolablemente y adulterando este buen aceite. Pero de momento basta ya. Cuando te vi por primera vez, Mordecai, no sabía que huirías tan lejos de Venecia, y que llegarías hasta aquí. Pero aquí estás y me alegro de verte y ya te has divertido bastante conmigo. Ahora suéltame y nos iremos a beber juntos un qahwah y a contarnos nuestras aventuras desde el último día que nos vimos. —Él no se movió, se quedó callado delante mío mirándome con pena —. ¡Mordecai, basta ya!

—Mi nombre es Levi —dijo —. ¡Pobre muchacho! Te han embrujado tanto que has perdido el juicio.

—Mordecai, Levi, o quienquiera que seas —vociferé, empezando a sentir un toque de pánico —. ¡Levanta esta maldita tapa y déjame salir!

—¿Yo? No voy a tocar esta inmundicia de terephah —dijo retrocediendo delicadamente un paso —. No soy un sucio árabe. Soy judío.

Mi inquietud, mi ira y mi exasperación empezaban a despejarme la cabeza, pero no consiguieron que actuara con mayor tacto. Le dije:

—¿Entonces sólo viniste aquí para charlar sobre mi encierro? ¿Me dejarás en manos de estos idiotas árabes? ¿Es un judío tan idiotamente supersticioso como ellos?

—Al tidág -gruñó el viejo, y se fue.

Atravesó arrastrando los pies la habitación y salió por la abertura gris de la puerta. Me lo quedé mirando consternado. ¿Significaba «al tidág» algo como «vete al carajo»? Él era probablemente mi única esperanza de salvación y yo le había insultado. Pero volvió casi inmediatamente llevando una pesada barra de metal.

—Al tidág —dijo de nuevo. Y luego se le ocurrió traducirlo —: No te preocupes. Te voy a sacar de aquí, como me pides, pero debo hacerlo sin tocar la inmundicia. Por suerte para ti soy un herrero y mi taller está al lado mismo. Esta barra servirá. Mantente firme, joven Marco, para no caer cuando se rompa la tinaja.

Describió un arco con la barra, y cuando ésta cayó contra la tinaja dio un salto de lado para que su ropa no se profanara con la resultante cascada de aceite. La tinaja se rompió

con gran estrépito y yo oscilé inestablemente mientras los trozos y todo el aceite caían de mi alrededor. La tapa de madera empezó de pronto a pesar mucho sobre mi cuello.

Pero ahora podía levantar las manos hasta su parte superior. Encontré los pestillos que la mantenían cerrada y los abrí rápidamente; luego tiré el disco de madera en el lago de aceite que se había formado a mis pies y que estaba esparciéndose.

—¿Tendrás problemas por culpa de esto? —le pregunté, señalando el revoltijo que nos rodeaba. Levi encogió con mucho, mucho primor, sus hombros, sus manos y sus cejas fungoides. Yo continué —: Tú me has llamado por mi nombre, y dijiste algo sobre que te habían mandado rescatarme de este peligro.

—No de este peligro en concreto —dijo —. La consigna era simplemente que intentara sacar de apuros a Marco Polo. El mensaje incluía tus señas: se te podría reconocer fácilmente porque siempre estarías metiéndote en líos.

—Es interesante. ¿De quién venía todo esto?

—Ni idea. Tengo entendido que en cierta ocasión ayudaste a un judío a escapar de un mal trance. Y el proverbio dice que el premio de una mitzva es otra mitzva.

—Vaya, lo que sospechaba: el viejo Mordecai Cartafilo.

Levi dijo casi maliciosamente:

—Éste no podía ser judío. Mordecai es un nombre de la antigua Babilonia. Y Cartafilo es un nombre gentil.

—Dijo que era judío, y lo parecía, además el nombre que utilizaba era éste.

—Sólo te falta decir que también erraba por el mundo.

—Bueno, me contó que había viajado mucho —repliqué intrigado.

—Jakma -dijo con un ruido rasposo que yo interpreté como una palabra de burla —. Esto es una fábula inventada por los fabulistas de los goyim. No hay ningún judío errante inmortal. Los Lamedvav son mortales, pero siempre hay treinta y seis de ellos viajando en secreto por el mundo para ayudar.

Yo no tenía mucho interés en quedarme allí, en aquel lugar oscuro, mientras Levi discutía sobre fábulas. Le dije:

—Sois una persona muy indicada para reíros de los fabulistas después de vuestro ridículo cuento sobre brujos y cabezas que hablan.

Me miró fijamente y se rascó pensativo la barba rizada.

—¿Ridículo? —Repitió entregándome la barra de metal —. Coge esto. Yo no quiero poner los pies en el aceite. Rompe la siguiente tinaja de la fila. Yo dudé un momento. Aunque aquel lugar fuera un simple lugar de culto, una masyid ordinaria, ya la habíamos profanado bastante. Pero luego pensé: «Una tinaja, dos tinajas,

¿qué importa?» Hice oscilar la barra lo más que pude y la segunda vasija se rompió con el estruendo de un objeto quebradizo, soltando con un chapoteo una ola de aceite de sésamo, y una cosa más que golpeó el suelo con un ruido sordo, espeso y húmedo. Me agaché para verlo mejor, luego retrocedí apresuradamente y dije a Levi:

—Venga, vamonos ya.

En el umbral encontré mis pantalones, en el mismo lugar donde me los había quitado, y me los puse de nuevo con alivio. No me importó que quedaran instantáneamente empapados con el aceite que se pegaba a mi cuerpo; todo el resto de mi ropa estaba ya fría y hecha una sopa. Di las gracias a Levi por haberme rescatado y por sus enseñanzas, sobre la brujería árabe. Él me dijo «lecháim» y «bon voyage» y me recomendó que no me fiara siempre del mensaje de un judío inexistente para escapar de un apuro. Luego él volvió a su fragua y yo corrí a la posada, mirando repetidamente por encima del hombro por si me hubiesen visto y me persiguiesen los tres chicos árabes o el brujo para el cual me habían capturado. Ya no creía que la aventura fuese una broma ni consideraba la brujería como una fábula.

Cuando Levi me vio romper la segunda tinaja, al inclinarme yo y mirar entre los cascos no me preguntó qué había allí, ni yo quise decírselo, ni puedo todavía ahora describirlo

claramente. El lugar era muy oscuro, como ya he dicho. Pero el objeto que cayó al suelo con aquel plaf húmedo y asqueroso era un cuerpo humano. Lo que vi y puedo explicar ahora es que el cadáver estaba desnudo y era el de un varón que no había llegado a la plena madurez. El cuerpo quedó en el suelo en una postura extraña, como un saco hecho de piel, un saco cuyo contenido hubiesen vaciado. Me refiero a que su aspecto era más que blando, era el aspecto de un cuerpo fláccido al que hubiesen extraído o disuelto todos los huesos. Aparte de esto sólo pude ver que el cuerpo no tenía cabeza. Desde aquel día no he podido comer higos ni nada condimentado con sésamo. 5

La tarde siguiente, mi padre pagó nuestra cuenta al posadero Isaq, quien aceptó el dinero con las palabras:

—Que Alá os colme de dones, jeque Folo, y que recompense todos vuestros generosos actos.

Mi tío distribuyó entre los sirvientes del jane las propinas de menor cuantía que en todo Oriente reciben la denominación farsi de batachís. Dio la cantidad mayor al masajista del hammam que le había presentado el ungüento de mumum, y aquel joven le dio las gracias con las siguientes palabras:

—Que Alá os conduzca a través de todos los peligros y os haga sonreír siempre. Y todo el personal, Isaq y los sirvientes, se quedaron en la puerta de la posada saludándonos con las manos y con muchos otros gritos mientras nos íbamos:

—¡Que Alá aplane el camino ante vosotros!

—¡Que podáis viajar sobre una alfombra de seda! —y cosas semejantes. Así pues, nuestra expedición continuó hacia el norte por la costa levantina, y yo me felicité de haber salido intacto de Acre, y confié en que aquél fuera mi único y último encuentro con la brujería.

Aquel corto viaje por mar no tuvo nada de notable, porque todo el día navegamos sin perder de vista el litoral, y éste presenta en todas partes más o menos el mismo aspecto: dunas de color pardo con colinas de color pardo detrás suyo, de vez en cuando una choza de barro de color pardo o un poblado de chozas de barro casi indistinguible sobre el paisaje del fondo. Las ciudades ante las cuales pasamos eran algo más distinguibles, porque cada una estaba marcada por un castillo de cruzados. La más visible desde el mar fue la ciudad de Beirut, porque su tamaño era mayor y está situada sobre una punta que se adentra en el mar, sin embargo como ciudad la consideré inferior incluso a Acre. Mi padre y mi tío se dedicaron a bordo a confeccionar listas del equipo y de los suministros que deberían procurarse en Suvediye. Yo me dediqué principalmente a charlar con la tripulación; aunque la mayoría de ellos eran ingleses, hablaban como es natural el sabir de los viajeros y mercaderes. Los hermanos Guglielmo y Nicoló se dedicaron a charlar entre sí comentando interminablemente las iniquidades de Acre y lo agradecidos que estaban a Dios por haberles permitido largarse de la ciudad. De todas las quejas que podían airear en relación a Acre, la que al parecer los ofendía más era la conducta impúdica y licenciosa de las clarisas y carmelitas residentes. Pero por lo que pude captar, estas lamentaciones parecían más propias de maridos ofendidos o galanes rechazados por estas monjas que de hermanos en Cristo. No voy a continuar con mis impresiones sobre los dos frailes, para que nadie me considere una persona irrespetuosa ante una noble vocación. De hecho ambos desertaron de nuestra expedición antes de que pasáramos más allá de Suvediye.

Esta ciudad era un lugar pobre y pequeño. A juzgar por las ruinas y restos de una ciudad mucho mayor que la rodeaba, Suvediye se había ido reduciendo gradualmente,

perdiendo la grandeza que pudo haber tenido en la época romana, o quizá en época anterior, cuando Alejandro pasó por allí. No era preciso buscar mucho para descubrir el motivo de su disminución. Nuestro buque, que no era de gran tonelaje, tuvo que echar ancla a bastante distancia de tierra, en la pequeña bahía, y los pasajeros tuvimos que alcanzarla en un esquife, porque el puerto se había ido rellenando con los sedimentos del río Orontes y apenas tenía calado. Ignoro si Suvediye continúa funcionando como puerto de mar, pero era evidente en aquella época que no le quedaban muchos años por delante.

A pesar de la insignificancia de la ciudad y sus pobres perspectivas, los habitantes armenios de Suvediye parecían considerarla tan importante como Venecia o Brujas. Sólo había otro buque anclado en la bahía cuando llegamos nosotros, pero los funcionarios del puerto se comportaron como si sus rutas portuarias estuvieran atiborradas de navíos, y como si cada uno de ellos exigiera la atención más escrupulosa. Un inspector armenio gordo y grasiento subió a bordo con gran animación, cargado de papeles bajo el brazo, mientras los cinco pasajeros estábamos en proceso de desembarque. Insistió en contarnos a todos, a los cinco, y en contar todos nuestros paquetes y fardos, y apuntó los números en un libro. Luego nos dejó partir y empezó a importunar al capitán inglés para que le proporcionara información con que rellenar innumerables manifiestos más sobre la carga, el origen, el destino, etc. No había ningún castillo de cruzados en Suvediye, por lo que los cinco, abriéndonos paso entre las multitudes de mendigos de la ciudad, fuimos directamente al palacio del ostikan, o gobernador, para presentarle las cartas del príncipe Edward. Califico caritativamente la residencia del ostikan de palacio; en realidad era un edificio bastante pobre, pero de respetable extensión y con dos pisos de altura. Cuando numerosos guardas de la entrada, secretarios de recepción y funcionarios de segunda categoría hubieron demostrado su importancia, retrasándonos cada uno de ellos con una demostración oficiosa de formalismo, nos condujeron finalmente a la sala del trono del palacio. La llamo caritativamente sala del trono, pero el ostikan no estaba sentado sobre un trono imponente, sino que yacía repantigado en lo que llaman diván, que consiste simplemente en un montón de cojines. A pesar de la buena temperatura del día, el gobernador se restregaba las manos continuamente sobre un brasero de carbón que tenía delante. En un rincón un joven permanecía sentado en el suelo, y utilizaba un gran cuchillo para cortarse las uñas de los pies. Estas uñas debían de ser extraordinariamente córneas; cada una emitía un potente crac cuando la cortaba, luego hacía fiz y caía en algún otro lugar de la sala con un chasquido audible.

El nombre del ostikan era. Hampig Bagratunian, pero su nombre era lo único maravilloso de su persona. Era pequeño y arrugado, y como todos los armenios su cabeza carecía de occipucio. Esta parte era plana como si la cabeza estuviera diseñada para colgarla de una pared. No tenía en absoluto el aspecto de un gobernador ni de nada parecido, y era tan puntilloso como sus secretarios e igual que ellos chascaba la lengua en cada formalidad. Los cristianos armenios nos recibieron con un disgusto nada disimulado, al revés de los árabes o de los judíos, que obedecen los mandamientos de su religión sobre la hospitalidad debida a un forastero.

Cuando el ostikan hubo leído la carta, dijo en sabir inflando despreocupadamente su rango al nivel de la realeza:

—Claro, como también yo soy un monarca, cualquier otro príncipe se cree con derecho a quitarse molestias de encima y colgarme a mí el muerto.

Nosotros guardamos cortésmente silencio. Una uña del pie hizo crac, fiz, clic. El ostikan Hampig continuó:

—Llegáis aquí en la misma víspera de la boda de mi hijo —dijo señalando al cortador de

uñas —, precisamente cuando tengo incontables asuntos que atender y me llegan invitados de todo el levante intentando evitar que los mamelucos los degollen por el camino y todos los festejos están ya organizados, y…

El ostikan continuó pasando revista a las molestias que sufría y que nosotros habíamos aumentado presentándonos allí, hasta que su hijo expulsó de su pie una última y clamorosa uña, levantó la mirada y dijo:

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