—¡Amén!
El príncipe Edward sonrió en simpatía con ella.
—Podéis elegir —nos dijo Visconti —. Podéis solicitar lo mismo en otro lugar, o podéis esperar la elección del Papa y pedírselo a él. O podéis aceptar los servicios de los dos hermanos dominicos. Dicen que están dispuestos a partir y que desearían hacerlo mañana mismo.
—Los aceptamos, desde luego, reverencia —dijo mi padre —. Y os agradecemos vuestros buenos oficios.
—Vamos a ver —dijo el príncipe Edward —. Para dirigiros a Oriente tenéis que rodear primero las tierras sarracenas. Hay una ruta óptima.
—Nos gustaría conocerla —dijo tío Mafio.
Había llevado consigo el Kitab de al-Idrisi y lo abrió por las páginas que mostraban Acre y sus alrededores.
—Buen mapa —elogió el príncipe —. Veamos ahora. Para ir hacia Oriente desde aquí
tenéis que dirigiros primero hacia el norte y dar un rodeo a los mamelucos del interior, —El príncipe, como todo cristiano, puso las páginas cabeza abajo para que el norte quedara arriba —. Pero los puertos más importantes cercanos a la ruta septentrional: Beirut, Trípoli, Ltakia… —golpeó con el dedo los puntos dorados que representaban estos puertos —, si no han caído ya en manos de los sarracenos están sometidos a duros asedios. Tenéis que ir, dejadme calcular: más de doscientas millas inglesas hacia el norte a lo largo de la costa. A este lugar de la Armenia Menor. —Tocó un punto del mapa que al parecer no merecía un punto dorado —. Aquí, donde el río Orontes desemboca en el mar, está el antiguo puerto de Suvediye. Está habitado por armenios cristianos y por pacíficos árabes avedíes, y los mamelucos todavía no se han acercado a la región.
—Suvediye era un puerto importante del Imperio romano, llamado Selucia —intervino el arcediano —. Desde entonces ha recibido los nombres de Ayas, Ajazzo y muchos más. Como es lógico iréis a Suvediye por mar, no a lo largo de la costa.
—Sí —acordó el príncipe —. Hay un buque inglés que zarpa mañana por la tarde para Chipre aprovechando la marea. Daré instrucciones al capitán para que recale en Suvediye y os lleve a vosotros y a vuestros frailes. Os daré una carta para el ostikan, el gobernador de Suvediye, pidiéndole un salvoconducto. —Dirigió de nuevo nuestra atención al Kitab —. Cuando hayáis conseguido animales de carga en Suvediye, iréis tierra adentro siguiendo el río, por aquí; luego continuaréis hacia el este hasta encontrar el río Eufrates. El viaje río abajo por el valle del Eufrates hasta Bagdad será fácil. Y
desde allí hay varias rutas que conducen hacia Oriente.
Mi padre y mi tío se quedaron en el castillo mientras el príncipe escribía la carta de salvoconducto. Pero yo pude despedirme de su reverencia y de sus altezas reales y salir del castillo para pasar a mi antojo el último día de estancia en Acre. Ya no volví a ver al arcediano ni al príncipe, ni a la princesa, pero tuve noticias suyas. Poco tiempo después de que mi padre, mi tío y yo hubiéramos dejado el levante mediterráneo nos enteramos
de que el arcediano Visconti había sido elegido Papa de la Iglesia de Roma, tomando el nombre papal de Gregorio X. Hacia la misma época más o menos, el príncipe Edward renunció a la Cruzada, por considerarla una causa perdida, y zarpó hacia Inglaterra. Cuando estaba a la altura de Sicilia también él recibió ciertas noticias: su padre había fallecido y él era el nuevo rey de Inglaterra. O sea que sin imaginármelo había conocido a dos de los hombres más eminentes de Europa. Pero no me he pavoneado mucho de haber conocido tan brevemente a estas dos personas. Al fin y al cabo en Oriente conocí
más tarde a personajes cuya eminencia convertía en individuos de talla normal a papas y reyes.
Salí del castillo aquel día coincidiendo con una de las cinco horas en que los árabes rezan a su dios Alá, y los ministros llamados muecines estaban ya en lo alto de todas las torres y tejados elevados entonando con voz fuerte pero monótona los cantos que anuncian estas horas. En todas partes, en las tiendas, en los portales de las casas y en las polvorientas calles, los seguidores de la fe islámica estaban desplegando pequeñas y raídas alfombras y arrodillándose sobre ellas. Dirigían luego sus rostros al sureste y los apretaban contra el suelo entre sus manos, mientras elevaban hacia lo alto sus partes traseras. A estas horas, cualquier persona a quien uno pudiese mirar a la cara y no al trasero tenía que ser cristiana o judía.
Cuando todo el mundo volvió en Acre a la postura vertical, descubrí a los tres chicos que había conocido aproximadamente una semana antes. Ibrahim, Naser y Duad me habían visto entrar en el castillo y estaban esperando cerca de la entrada a que yo saliera. Sus ojos brillaban por el ansia que tenían de enseñarme la gran maravilla que me habían prometido. En primer lugar me indicaron que debía comer algo que habían traído para mí. Naser llevaba una bolsita de cuero que contenía unos cuantos higos conservados en aceite de sésamo. Me gustan bastante los higos, pero aquéllos estaban tan impregnados en aceite que se habían vuelto pulposos, viscosos y desagradables al gusto. Sin embargo insistieron en que debía ingerirlos como una preparación para la revolución posterior, o sea que me forcé a tragar cuatro o cinco de aquellos terribles frutos.
Luego los chicos me condujeron dando un rodeo a través de calles y callejones. El camino empezó a hacerse muy largo, y pronto sentí mis miembros muy cansados y mi mente muy huera. Me pregunté si el ardiente sol estaba afectando mi cabeza descubierta o si los higos estaban pasados. Mi visión estaba perturbada; la gente y los edificios de mi alrededor parecían oscilar y deformarse de modo raro. Mis oídos cantaban como si tuviera en ellos un enjambre de moscas. Mis pies tropezaban en todas las pequeñas irregularidades del camino, y pedí a los chicos que me dejaran detenerme y descansar un rato. Pero ellos, insistentes y excitados como antes, me cogieron del brazo y me ayudaron a avanzar. Me dieron a entender que mi mareo se debía en efecto a los higos especialmente condimentados, y que aquello era necesario para lo que seguiría. Sentí que me arrastraban a una entrada abierta, pero muy oscura, y yo me dispuse a entrar en ella obedientemente. Pero los chicos protestaron irritados y yo interpreté su actitud como algo del siguiente tenor: «Estúpido infiel, tienes que quitarte los zapatos y entrar descalzo», y supuse que el edificio sería una de las casas de culto, que los musulmanes llaman masyid. Puesto que no llevaba en aquel momento zapatos, sino pantalones con suela, tuve que desnudarme de la cintura para abajo. Agarré mi jubón y lo estiré lo más que pude sobre la parte expuesta de mi persona, preguntándome mientras tanto confusamente cómo podía ser más aceptable entrar en una masyid, con las partes privadas al aire o con los pies calzados. En todo caso los chicos no dudaron, sino que me empujaron a través del portal hacia el interior. Yo no había estado nunca en una masyid y no sabía qué esperar, pero me sorprendió
vagamente encontrar el lugar sin luces, sin fieles y sin nadie. Lo único que pude ver en el lúgubre interior fue una fila de inmensas tinajas de barro, casi tan altas como yo, pegadas a una pared. Los muchachos me condujeron a la tinaja del extremo y me ordenaron meterme en ella.
Me causaba una cierta aprensión la idea de que aquellos sodomitas juveniles, que me ganaban en número y que me tenían medio desnudo y privado en parte de mis facultades, pudiesen albergar ciertos designios sobre mi cuerpo, y yo estaba dispuesto a luchar.
Pero lo que me proponían me pareció más divertido que insultante. Cuando les pedí una explicación, se limitaron a señalarme de nuevo la gran tinaja, y yo estaba demasiado aturdido para protestar. Continué pues riendo por lo extraño de la idea y dejé que los chicos me levantaran hasta sentarme sobre el borde de la tinaja. Pasé mis piernas al interior y me dejé caer en el interior.
Hasta que estuve dentro no me di cuenta de que la tinaja contenía un fluido, porque no hubo chapoteo ni tuve la sensación repentina de frío o de humedad. Pero la tinaja estaba llena por lo menos hasta la mitad de aceite, y su calor era tan cercano al del cuerpo que apenas noté el líquido hasta que mi inmersión levantó su nivel a la altura del cuello. La sensación era más bien agradable: una sustancia emoliente y envolvente, suave y tranquilizadora, en especial alrededor de mis cansadas piernas y de mis partes privadas expuestas de modo sensible. Al darme cuenta me excité un poco. ¿Era esto un preludio peculiar de algún rito sexual extraño y exótico? Bueno, por lo menos de momento la sensación era buena, y no me quejé.
Sólo sobresalía mi cabeza del cuello de la tinaja, y mis dedos descansaban todavía en su borde. Los chicos empujaron riendo mis manos hacia dentro y luego sacaron algo que seguramente habían encontrado cerca de allí: un gran disco de madera con bisagras, parecido a un cepo portátil. Antes de que yo pudiera protestar o esquivarlos, ajustaron el disco alrededor de mi cuello y lo cerraron. El disco formó la tapadora de la tinaja donde yo estaba, y aunque no me apretaba el cuello de modo incómodo se había ajustado tan firmemente a la tinaja que no podía desalojarlo ni levantarlo.
—¿Qué significa esto? —pregunté mientras movía los brazos dentro de la tinaja y trataba vanamente de levantar la tapa de madera. Sólo podía mover los brazos empujando con mucha lentitud, como se mueve uno a veces en un sueño, debido a la viscosidad del aceite tibio. Mis confundidos sentidos captaron finalmente el olor de sésamo de aquel aceite. Al parecer me habían puesto a macerar en aceite de sésamo, como los higos que me habían obligado antes a comer —. ¿Qué significa esto? —grité de nuevo.
—Va istadan! Attendez! —me ordenaron los chicos, haciendo gestos para que aguardara pacientemente en mi tinaja.
—¿Aguardar? —bramé —. ¿Aguardar qué?
—Attendez le sorcier —dijo Naser con una sonrisita.
Luego él y Daud salieron corriendo al exterior por el hueco gris y oblongo de la puerta.
—¿Esperar al brujo? —repetí desconcertado —. ¿Esperar cuánto tiempo?
Ibrahim demoró un momento su partida y levantó unos cuantos dedos para que yo los contara. Esforcé mi vista en la oscuridad y vi que había abierto los dedos de ambas manos.
—¿Diez? —pregunté —. ¿Diez qué?
También él se retiró hacia la puerta mientras cerraba los dedos y los abría más veces, cuatro veces en total.
—¿Cuarenta? —pregunté desesperadamente —. ¿Cuarenta qué? Quarante á propos de quoi?
—Chihil ruz —dijo —. Quarante jours —desapareció por la puerta.
—¿Esperar cuarenta días? —pregunté gimiendo, pero nadie me respondió. Los tres chicos se habían ido, y estaba claro que no se habían ido para esconderse de mí
un ratito. Quedé solo en mi vasija de barro dentro de la oscura habitación, con el olor del aceite de sésamo en mi nariz y el repugnante sabor de los higos y del sésamo en mi boca, y un torbellino de confusión en mi mente. Intenté pensar a fondo lo que significaba aquello. ¿Esperar al brujo? Sin duda era una broma de los muchachos, algo relacionado con una costumbre árabe. Isaq, el fondista del jane, seguramente me lo explicaría, riéndose mucho de mi credulidad. Pero ¿qué clase de broma obligaba a tenerme emparedado durante cuarenta días? Me perdería el buque del día siguiente y quedaría encallado en Acre, e Isaq dispondría de todo el tiempo necesario para explicarme con tranquilidad las costumbres árabes. ¿O quizá desaparecería en las garras del brujo? ¿Quizá permitiría la infiel religión musulmana, al contrario de la cristiana, tan recta, que los brujos practicaran sus malas artes sin que nadie se opusiera? Intenté
pensar lo que un brujo musulmán podía desear de un cristiano embotellado. Confié en no averiguarlo nunca. ¿Vendrían mi padre y mi tío a buscarme antes de zarpar? ¿Me encontrarían antes que el brujo? ¿Me hallaría alguien?
Precisamente entonces alguien me encontró. En la entrada gris se perfiló una forma oscura, de mayor tamaño que ninguno de los chicos. Se detuvo allí, como esperando a que sus ojos se adaptaran a la oscuridad, y luego avanzó lentamente hacia mi tinaja. Era una forma alta, voluminosa e inquietante. Sentí como si estuviera contrayéndome o encogiéndome dentro de la tinaja, y me hubiese gustado retraer la cabeza debajo de la tapa.
Cuando el hombre estuvo lo bastante cerca, vi que llevaba ropa de estilo árabe, aunque sin cordón sujetando su tocado. Tenía una barba gris y rojiza como una especie de hongo, y me miró con ojos brillantes de zarzamora. Cuando me dirigió el saludo tradicional, la paz sea contigo, me di cuenta a pesar de mi confusión de que la pronunciaba de modo ligeramente diferente a la fórmula árabe:
—Shalom aleichem.
—Sois el brujo —murmuré, tan asustado que lo hice en veneciano. Carraspeé y lo repetí
en francés.
—¿Tengo cara de brujo? —preguntó con una voz ronca.
—No —murmuré, aunque no tenía idea alguna del posible aspecto de un brujo. Carraspeé
de nuevo y dije —: Os parecéis más bien a alguien a quien conocí en otra ocasión.
—Y tú —dijo con sorna —, parece que te empeñes en encerrarte en celdas cada vez más pequeñas.
—¿Cómo sabéis que…?
—Vi a estos tres pequeños mamzarim metiéndote en este lugar a la fuerza. Este lugar tiene una merecida mala fama.
—Me refería a que…
—Y vi que salían de nuevo sin ti, los tres solos. No serías el primer chico de pelo claro y ojos azules que entrara aquí y no saliera nunca más.
—Me imagino que en este país hay muy pocas personas que no tengan los ojos y el pelo negros.
—Exactamente. Eres una rareza en estas regiones, y el oráculo ha de hablar a través de una rareza.
Mi confusión ya era suficiente. Creo que me limité a parpadear. Él se agachó un momento desapareciendo de mi vista y luego volvió a aparecer con la bolsa de cuero en la mano que Naser debió de soltar cuando salía. Metió la mano dentro y sacó un higo rezumando aceite. Casi vomité cuando lo vi.
—Encuentran a un chico como tú —explicó —, lo traen aquí y lo empapan en aceite de
sésamo dándole de comer únicamente higos adobados en aceite. Al final de cuarenta días y cuarenta noches está tan macerado y blando como un higo. Tan blando que estirando se puede separar fácilmente la cabeza del tronco. Hizo la demostración pellizcando el higo entre sus dedos hasta que la fruta se partió en dos con un ruido blando, apenas perceptible.
—¿Y por qué? —pregunté jadeando. Sentí como si mi cuerpo se reblandeciera debajo de la tapa de madera, se volviese céreo y maleable como el higo, cediendo ya, preparándose para separarse del muñón de mi cuello con un ruido blando y hundirse lentamente en el fondo de la vasija —. Quiero decir, ¿por qué matar de esta manera a un perfecto desconocido?