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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (18 page)

BOOK: El viajero
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los ríos eran retorcidas cintas verdes. Las regiones terrestres estaban pintadas con el color amarillo de las dunas, y unos puntos de pan de oro señalaban ciudades y pueblos. Cuando la tierra se elevaba formando colinas y montañas, estos accidentes se representaban con formas como de gusano, pintadas de púrpura, rosa y naranja.

—¿Tienen realmente estos colores tan vivos las tierras altas de Oriente? —pregunté —.

¿Cimas púrpuras en las montañas y…?

Como si quisiera contestarme, el vigía gritó desde su cesto colgado del mástil más alto de la nave:

—¡Terra la! ¡Terra la!

—Ahora podrás verlo por ti mismo, Marco —dijo mi padre —. Tenemos tierra a la vista. Contempla la Tierra Santa.

2

Como es lógico, más tarde descubrí que los colores del mapa de al-Idrisi indicaban la altitud de la tierra: el púrpura representaba las montañas más altas, el rosado las de altitud moderada y el naranja las más bajas, mientras que la tierra amarilla carecía de elevación digna de anotar. Pero en las cercanías de Acre nada permitía comprobar este descubrimiento, porque esa parte de Tierra Santa es una tierra casi sin color formada por dunas bajas de arena y extensiones todavía más bajas. El color de la tierra se limitaba a un sucio gris amarillento, sin que apareciera ningún vestigio de verde y la ciudad era de un sucio gris amarronado.

Los remeros impulsaron el Anafesto alrededor de la base de un faro y hacia el interior del pequeño puerto. En él flotaba todo tipo de basura y de desechos, y sus aguas eran cenagosas y grasientas, hedían a entrañas de pescado en descomposición. Detrás de los muelles había unos edificios que parecían hechos de barro seco: todo aquello eran fondas y hostales, nos dijo el capitán, porque en Acre no había nada que pudiese recibir el nombre de residencia privada; encima de estas construcciones bajas se levantaban de vez en cuando edificios más altos de piedra, correspondientes a iglesias, monasterios, un hospital y el castillo de la ciudad. Detrás de este castillo y más hacia el interior había una alta muralla de piedra que se extendía formando un semicírculo desde el puerto hasta el costado marítimo de la ciudad, con una docena de torres sobresaliendo por encima de ella. Se me antojó la mandíbula de un hombre muerto con unos pocos dientes incrustados en ella. El capitán me dijo que al otro lado de esa muralla se encontraba el campamento de los caballeros cruzados, y detrás de él había una muralla más sólida que defendía Acre de la tierra firme del interior donde dominaban los sarracenos.

—Ésta es la última posesión cristiana en Tierra Santa —dijo con tristeza el sacerdote del buque —. Y también caerá cuando los infieles se lo propongan. La octava Cruzada ha sido tan fútil que los cristianos de Europa han perdido su fervor por las cruzadas. Cada vez llegan menos caballeros. Observa que nosotros no hemos llevado a ninguno. La fuerza de Acre es demasiado pequeña y sólo alcanza para escaramuzas ocasionales fuera de las murallas.

—Hum —dijo el capitán —. Los caballeros apenas lo intentan en estos últimos tiempos. Todos pertenecen a órdenes diferentes, templarios, hospitalarios o lo que sea, y prefieren luchar entre sí… suponiendo que no pasen el rato divirtiéndose escandalosamente con las carmelitas y las clarisas.

El capellán se estremeció, sin que yo entendiera por qué, y dijo con petulancia:

—Señor, respetad mi hábito.

El capitán se encogió de hombros.

—Podéis deplorarlo si os apetece, pare, pero no podéis refutarlo. —Luego se volvió para

hablar con mi padre —: No sólo entre las ropas priva el desorden. La población civil, lo que queda de ella, está formada solamente por suministradores y servidores de los caballeros. Los árabes nativos de Acre son demasiado venales para mostrarse hostiles hacia los cristianos, pero están continuamente peleándose con los judíos nativos de Acre. El resto de la población es un conjunto abigarrado y variable de písanos, genoveses y venecianos como vos, todos rivales entre sí y pendencieros. Si queréis ejercer aquí vuestros negocios en paz, os aconsejo que vayáis directamente al barrio veneciano nada más desembarcar, que os alojéis allí y que procuréis no intervenir en las peleas locales.

Así pues, los tres recogimos nuestras pertenencias de la cabina y nos preparamos para desembarcar. El muelle estaba coronado por una multitud de personas harapientas y sucias que se apretujaban ante la pasarela de la nave, agitaban los brazos y se empujaban los unos a los otros ofreciendo a voz en grito sus servicios en francés comercial y en cualquier otra lengua.

—¡Le llevamos sus sacos, monsieur! ¡Señor mercader! ¡Micer! Mina! ¡Jeque! laya!…

—¡Le llevamos al albergue! ¡La posada! Locanda! ¡Caravasar! Jane!…

—¡Cuidamos sus caballos! ¡Asnos! ¡Camellos! ¡Porteadores!…

—¡Un guía! ¡Un guía que habla sabir! ¡Un guía que habla farsi!…

—¡Una mujer! ¡Una bella y gorda mujer! ¡Una monja! ¡Mi hermana! ¡Mi hermanito!… Mi tío pidió sólo porteadores y seleccionó cuatro o cinco de los ejemplares menos patibularios. El resto se dispersó amenazándole con el puño y gritando imprecaciones:

—¡Que Alá te mire de lado!

—¡Que se te atragante la carne de cerdo y mueras!

—… al comer el zab de tu amante.

—¡… las partes bajas de tu madre!

Los marineros descargaron la carga que era de nuestra propiedad y nuestros nuevos porteadores se ataron los fardos a sus espaldas u hombros o se los pusieron encima de la cabeza. Tío Mafio les ordenó, primero en francés y luego en farsi, que nos llevaran a la parte de la ciudad reservada a los venecianos y allí a la mejor posada y nos pusimos todos en movimiento por el muelle.

Acre, o Akko, como le llaman sus habitantes nativos, no me impresionó mucho. La ciudad no estaba más limpia que el puerto, y en su mayor parte estaba formada por escuálidos edificios separados en los puntos más espaciosos por calles no más anchas que la más estrecha calleja de Venecia. La ciudad en las zonas más abiertas hedía a orina rancia. Si el lugar estaba rodeado de paredes el hedor era peor, porque las callejuelas servían de cauce a las aguas residuales y a la basura, y allí perros descarnados competían con ratas monstruosas para aprovechar los restos a plena luz del día.

El ruido era un elemento de Acre más dominante que su hedor. Los vendedores habían tomado posesión de lugar en cualquier calle lo bastante ancha para extender una pequeña alfombra y estaban allí apretados hombro contra hombro sentados en cuclillas detrás de montoncitos de mercancía de pacotilla: pañuelos y cintas, naranjas encogidas, higos demasiado duros, conchas de peregrino y hojas de palmera, y cada vendedor procuraba que sus gritos superaran los de sus vecinos. Los mendigos, sin piernas, ciegos o leprosos, gemían, lloriqueaban y clavaban sus garras en nuestras mangas cuando pasábamos. Asnos, caballos y camellos de pelambre sarnosa, los primeros camellos que yo viera nunca, se abrían paso entre nosotros avanzando entre la basura de las estrechas callejuelas. Todos parecían cansados y tristes bajo sus pesadas cargas, pero quienes los conducían los hacían avanzar a base de bastonazos y de continuas maldiciones. Grupos

de personas de todas las naciones estaban paradas conversando a voz en grito. Supongo que su conversación versaba sobre materias mundanas como el comercio o la guerra, o quizá únicamente el tiempo, pero su charla era tan clamorosa que apenas se distinguía de una pelea en regla.

Cuando llegamos a una calle lo bastante ancha para avanzar de dos en fondo pregunté a mi padre:

—Dijisteis que en este viaje llevabais mercancías para comerciar. No vi que cargaran nada de este tipo a bordo del Anafesto en Venecia, ni tampoco ahora veo ninguna mercancía de éstas. ¿Están todavía en la nave?

Él denegó con la cabeza:

—Si hubiese llevado una recua entera de mercancías hubiera tentado a los innumerables bandidos y ladrones interpuestos entre nosotros y nuestro destino. —Levantó con la mano un pequeño paquete que llevaba en aquel momento y que no había querido confiar a ninguno de los porteadores —. Llevamos en cambio algo ligero y poco visible, pero de gran valor comercial.

—¡Azafrán! —exclamé.

—Exactamente. Parte en tabletas prensadas, parte en polvo. Y también una gran cantidad de bulbos.

—No creo que vayáis a plantarlos y a esperar un año para cosecharlos —dije riendo.

—Si las circunstancias lo exigen, sí. Hay que prepararse dentro de lo posible para todas las contingencias, muchacho. A quien tiene, Dios le ayuda. Y otros viajeros han seguido ya la marcha de los tres guisantes.

—¿Qué?

Mi tío tomó la palabra:

—El famoso y temido Chinghiz Kan, abuelo de nuestro Kubilai, conquistó la mayor parte del mundo siguiendo exactamente esta marcha lenta. Sus ejércitos y todas sus familias tenían que cruzar los vastos dominios de Asia, y eran demasiado numerosos para poder vivir de la tierra que conquistaban, saqueándola o recogiendo los restos. En vez de esto llevaban semillas para sembrar y animales buenos para la crianza. Cuando habían avanzado hasta agotar sus raciones y sus líneas de aprovisionamiento ya no les alcanzaba, se detenían y se asentaban sobre el terreno. Plantaban sus granos y sus leguminosas, criaban sus caballos y sus animales y esperaban la cosecha y los partos. Luego, de nuevo bien alimentados y con provisiones avanzaban hacia su siguiente objetivo.

—Me han dicho que se comían a uno de cada diez de los suyos —aventuré yo.

—¡Tonterías! —contestó mi tío —. ¿A qué comandante le interesa diezmar a sus propios combatientes? Igual les podía haber ordenado que se comieran sus espadas y sus lanzas, que serían tan comestibles como lo otro. Dudo que un mongol, por duro que sea, tenga una dentadura capaz de masticar a otro guerrero mongol. No: se detenían, plantaban y recolectaban, luego avanzaban de nuevo y volvían a detenerse.

—Llamaban a esto la marcha de los tres guisantes —dijo mi padre —. Y la idea inspiró

uno de sus gritos de guerra. Cuando los mongoles luchaban para abrirse paso hasta el interior de una ciudad enemiga, Chinghiz gritaba: «¡El heno está cortado! ¡Dad de comer a vuestros caballos!», y ésa era la señal para que la horda se desbocara, saqueara, violara, destruyera y matara. De ese modo aniquilaron Tashkent, Bujara, Kíev y muchas grandes ciudades. Se dice que cuando los mongoles tomaron Herat en la Aryana de la India, sacrificaron a todos sus habitantes sin excepción, hasta un total de casi dos millones de personas, ¡diez veces la población de Venecia! Como es lógico entre los indios una disminución de este calibre apenas se nota.

—La marcha de los tres guisantes parece bastante eficiente —dije concesivamente —, pero

es de una lentitud intolerable.

—Quien persiste, vence —dijo mi padre —. Esta marcha lenta llevó a los mongoles desde su país hasta los mismos confines de Polonia y de Rumania.

—Y hasta los confines de aquí —añadió mi tío.

En aquel momento pasábamos delante de dos hombres fornidos con trajes que parecían hechos de pieles, demasiado pesados y cálidos para el clima. Mi tío Mafio les dijo:

—Saín bina.

Pareció que los dos se sobresaltaron algo, pero uno de ellos respondió:

—Mendu, sain bina!

—¿Qué lenguaje es éste? —pregunté.

—Mongol —me respondió mi tío —. Los dos son mongoles.

Me lo quedé mirando y luego dirigí mis ojos a los dos hombres. También ellos andaban con la cabeza vuelta hacia nosotros mirándonos con aire perplejo. Las calles de Acre estaban tan llenas de gente con rasgos, complexiones y vestimentas exóticas que aún no podía distinguir a un extranjero de otro. Pero ¿aquéllos eran mongoles? ¿La orda, el orco, el ogro, el terror de mi infancia? ¿El azote de la cristiandad y la amenaza de toda la civilización occidental? Podían haber sido perfectamente mercaderes de Venecia y dirigirnos el «bon zorno» mientras nos paseábamos todos por la Riva Ca' de Dio. Desde luego su aspecto no era el de unos mercaderes venecianos. Aquellos dos individuos tenían ojos como rendijas en unas caras que parecían de cuero bien curtido…

—¿Ésos son los mongoles? —dije, pensando en las millas y en los millones de cuerpos que tuvieron que pisar para llegar hasta Tierra Santa —. ¿Qué están haciendo aquí?

—Ni idea —respondió mi padre —. Me imagino que lo sabremos a su debido tiempo.

—Acre —dijo mi tío —recuerda un poco a Constantinopla, donde parece que por lo menos hay unos cuantos representantes de todas las nacionalidades de la tierra. Por allí

pasa un negro, un nubio o un etíope. Y esa mujer sin duda es una armenia: cada uno de sus pechos tiene exactamente el mismo tamaño que su cabeza. Diría que el hombre que la acompaña es un persa. En cuanto a los judíos y a los árabes me resulta imposible distinguirlos si no me fijo en sus vestidos. Aquel de allí lleva en la cabeza un turbante blanco, que el Islam prohíbe llevar a judíos y a cristianos, por lo tanto ha de ser un musulmán…

Sus especulaciones se interrumpieron porque un caballo de guerra, conducido desconsideradamente a medio galope por las atiborradas calles, estuvo a punto de atropellarnos. La cruz de ocho puntas sobre la capa del jinete le identificaba como caballero de la Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén. Pasó por nuestro lado con un ruido campanilleante de cota de mallas y un crujido de cueros, pero sin disculparse por su descortesía y sin dirigir ni un movimiento de cabeza a nosotros, sus compañeros cristianos.

Llegamos al bloque de edificios reservado a los venecianos y los porteadores nos llevaron a una de las posadas del lugar. El amo nos recibió a la entrada, y él y mi padre intercambiaron unas cuantas reverencias profundas y floridos saludos. El amo era árabe, pero hablaba veneciano:

—La paz sea con vosotros, señores míos.

—Y la paz sea con vos —respondió mi padre.

—Que Alá os dé fuerza.

—Fuertes nos hemos hecho.

—Bendito sea el día que os lleva a mi puerta, señores míos. Pero Alá os ha inspirado para que escojáis bien. Mi jane tiene camas limpias, y un hammam para refrescaros, y la mejor comida de Akko. Ahora mismo están rellenando un cordero con pistacchios para la cena. Tengo el honor de ser vuestro servidor, y mi miserable nombre es Isaq: no lo

pronunciéis con demasiado desprecio.

Nosotros nos presentamos y a continuación cada uno de nosotros recibió del amo y de sus criados el título de jeque Folo, porque los árabes carecen de p en su idioma, y les resulta difícil pronunciar el sonido cuando hablan cualquier otra lengua. Mientras nos dedicábamos a ordenar nuestras cosas en la habitación pregunté a mi padre y tío:

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