El Viajero (54 page)

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Authors: John Twelve Hawk

Tags: #La Cuarta Realidad 1

BOOK: El Viajero
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—Yo sólo veo al tío ese. ¿Y tú, Richard?

El muerto no podía responder a ninguna pregunta. Maya dejó el rifle en el suelo y corrió hacia el centro comunal.

—Richard, ¿me oyes?

Ninguna respuesta.

Hollis permaneció en la camioneta, distrayéndolos del peligro real. Maya localizó al otro Tabula en la segunda esquina del triángulo. Arrodillado en el centro comunal, apuntaba a Hollis con un rifle de mira telescópica. Los pasos de Maya no hicieron ruido en el compacto suelo, pero el mercenario debió de percibir que se aproximaba porque giró levemente la cabeza. Maya le asestó un tajo en la garganta. La sangre salió a borbotones por la arteria seccionada, y el hombre cayó de bruces.

—Creo que está saliendo de la camioneta —dijo el sudafricano—. Richard, Frankie, ¿estáis ahí?

Maya tomó la rápida y certera decisión propia de los Arlequines y corrió hacia los dormitorios femeninos. Sí, el tercer mercenario se hallaba cerca de la esquina del edificio. El Tabula estaba tan asustado que hablaba en voz alta.

—¿Podéis oírme? ¡Acabad con el tío de la camioneta!

Surgiendo de entre las sombras, Maya le asestó un tajo en el brazo derecho. El sudafricano soltó el rifle, y ella lanzó otra estocada cortándole los tendones de la rodilla izquierda. El hombre se derrumbó, gritando de dolor.

Todo estaba a punto de acabar. Maya se le acercó e hizo un gesto amenazador con la espada.

—¿Dónde están los prisioneros? ¿Adónde os los habéis llevado?

El mercenario intentó huir, pero Maya le cortó los tendones de la otra pierna con otra cuchillada. El hombre se arrastraba por el suelo igual que un animal, hundiendo los dedos en el polvo.

—¿Dónde están? —repitió Maya.

—Se los llevaron al aeropuerto Van Nuys y los metieron en un reactor privado. —El hombre dejó escapar un gruñido al reptar.

—¿Hacia dónde?

—Al condado de Westchester, cerca de Nueva York, al centro de investigación de la Fundación Evergreen. —El mercenario rodó boca arriba y alzó las manos—. Se lo juro por Dios. Le digo la verdad. Es la Fundación...

La hoja centelleó en la oscuridad.

54

Los faros de la camioneta barrían la carretera mientras Hollis conducía colina abajo desde el campamento de la congregación.

Maya estaba apoyada contra la portezuela con la espada en el regazo. Desde su llegada a Estados Unidos no había dejado de luchar o huir, y en ese momento se sentía una completa fracasada. Vicki y Gabriel estaban siendo conducidos a la Costa Este en un reactor privado. Al fin, la Tabula había conseguido capturar a los dos Viajeros.

—Tenemos que asaltar el centro de investigación de la Fundación Evergreen —dijo—. Vamos al aeropuerto y allí tomaré un avión hasta Nueva York.

—Eso no es buena idea —respondió Hollis—. Yo no tengo una identificación falsa, y no podremos llevar nuestras armas. Fuiste tú quien me previno contra la Gran Máquina. Lo más seguro es que la Tabula tenga pinchados todos los ordenadores de la policía y haya colgado nuestras fotografías en la categoría de «Fugitivos».

—¿Podríamos ir en tren?

—Estados Unidos no tiene un sistema ferroviario de alta velocidad como los de Europa o Japón. En tren tardaríamos cuatro o cinco días en llegar.

Maya replicó en tono enojado, mostrando su enfado.

—Entonces, ¿qué se supone que vamos a hacer, Hollis? Tenemos que dar una réplica inmediata.

—Cruzaremos el país en coche. Ya lo he hecho antes. Tardaremos unas setenta y dos horas.

—Eso es demasiado tiempo.

—Supongamos que una alfombra mágica nos llevara hasta el centro de investigación. Aun así tendríamos que averiguar el mejor modo de entrar. —Miró a Maya y sonrió intentando parecer optimista—. Lo único que se necesita para atravesar el país es cafeína, gasolina y un poco de buena música. Mientras estemos en la carretera dispondrás de tres días para idear un plan.

Maya miró al frente sin pestañear. Al cabo de un momento, asintió con un leve movimiento de cabeza. Le molestaba que sus emociones se interpusieran en su capacidad de análisis. Hollis tenía razón, razonaba igual que un Arlequín.

Entre los asientos delanteros había cajas de zapatos llenas de compactos de música. La camioneta tenía dos grandes altavoces y dos reproductores de CD. Cuando entraron en la autopista, Hollis metió un compacto y apretó «Play». Maya esperaba una avalancha de rítmica música
house
, pero lo que oyó de repente fue al guitarrista gitano Django Reinhardt tocando
Sweet Georgia Brown.

Hollis halló ocultas relaciones entre el jazz, el rap, la música clásica y la étnica. Mientras circulaban por las autopistas, sujetaba el volante con la mano izquierda y con la derecha iba pasando de un compacto a otro. Así fue creando una ininterrumpida banda sonora para el viaje, empalmando canción tras canción de modo que un solo del saxo de Charlie Parker se fundía con cánticos de monjes rusos y a continuación con María Callas interpretando un aria de
Madame Butterfly
.

Los desiertos del oeste y las montañas pasaron ante sus ojos igual que sueños de espacio y libertad. La realidad no formaba parte del paisaje estadounidense; solamente se la hallaba en la presencia de los enormes camiones-remolque que viajaban por las carreteras transportando gasolina, madera o docenas de aterrorizados cerdos que asomaban los hocicos por entre los barrotes de sus jaulas.

Mientras Hollis conducía durante la mayor parte del trayecto, Maya utilizó su teléfono inalámbrico vía satélite y su ordenador portátil para entrar en internet. Localizó a Linden en un chat y le explicó en lenguaje discreto adónde se dirigía. El Arlequín francés estaba en contacto con las nuevas tribus que se estaban formando en Estados Unidos, Europa y Asia, en su mayoría compuestas por jóvenes contrarios a la Gran Máquina. Uno de aquellos grupos se reunía en una página web rebelde llamada el «Club Social de Stuttgart». Aunque ninguno de aquellos piratas informáticos vivía realmente en Stuttgart: el club proporcionaba una cobertura a su identidad y les facilitaba una comunicación instantánea. Linden les pidió que averiguaran todo lo que pudieran acerca del centro de investigación que la Fundación Evergreen tenía en Purchase, cerca de Nueva York.

Lo primero que el Club Social de Stuttgart envió a Maya fueron artículos y reportajes sobre la Fundación Evergreen extraídos de los diarios. Algunas horas después, los miembros del club empezaron a introducirse en los ordenadores de las grandes compañías y las bases de datos del gobierno. Un
hacker
español llamado Hércules pinchó el ordenador del despacho de arquitectos que había diseñado el proyecto del centro, y los planos originales no tardaron en aparecer en la pantalla de Maya.

—Se trata de un amplio complejo situado en un entorno campestre —explicó Maya pasando las páginas de la información—. Hay cuatro grandes edificios que se levantan alrededor de un cuadrilátero central. En su zona central tiene un bloque sin ventanas.

—¿Y qué hay de los sistemas de seguridad? —preguntó Hollis.

—Es como una moderna fortaleza. Está rodeada de un muro de tres metros de altura y tiene cámaras de seguridad.

—Nosotros contamos con una ventaja. Apuesto a que la Tabula está confiada y tan orgullosa de sí misma que no espera un asalto. ¿Hay alguna manera de entrar sin hacer saltar las alarmas?

—El edificio destinado a la investigación genética tiene cuatro plantas subterráneas. Hay cañerías, cables eléctricos y conductos de aire acondicionado que se meten por túneles bajo el suelo. Uno de los puntos de mantenimiento del sistema de ventilación se encuentra dos metros más allá del muro.

—Parece prometedor.

—Vamos a necesitar herramientas para poder entrar.

Hollis introdujo un nuevo compacto, y los altavoces de las puertas escupieron música
dance
de un grupo llamado Funkadelic.

—¡No hay problema! —gritó para hacerse oír mientras el ritmo los empujaba a través de los inmensos paisajes.

55

Era casi medianoche cuando llevaron el cuerpo de Gabriel al centro de investigación. Un guardia de seguridad llamó a la puerta del alojamiento del doctor Richardson y le ordenó que se vistiera. El neurólogo se metió un estetoscopio en el bolsillo del abrigo y fue escoltado hasta el exterior del centro del cuadrilátero. El Sepulcro estaba iluminado desde dentro y parecía flotar en la oscuridad como un cubo gigantesco.

Richardson y su escolta se encontraron con una ambulancia privada y una furgoneta negra de pasajeros en la puerta de entrada del complejo y caminaron tras el convoy igual que un par de plañideras siguiendo un cortejo fúnebre. Cuando los vehículos llegaron al edificio de investigación genética, dos empleados de la Fundación se apearon de la furgoneta junto con una muchacha afroamericana. El más joven se presentó como Dennis Pritchett. Era el responsable del traslado y estaba decidido a no cometer errores. El de más edad llevaba el pelo de punta y tenía un rostro de facciones flácidas y aspecto disoluto. Pritchett no dejaba de llamarlo «Shepherd», como si aquél fuera su único nombre. Un tubo metálico y negro le colgaba del hombro y llevaba en la mano una espada japonesa en su funda.

La joven negra contempló fijamente a Richardson, pero éste evitó su mirada. El neurólogo intuyó que se trataba de una prisionera, pero él carecía de autoridad para liberarla. Si ella le hubiera susurrado «por favor, ayúdeme», el neurólogo se habría visto obligado a admitir su propia cautividad y cobardía.

Pritchett abrió la puerta trasera de la ambulancia, y Richardson vio que Gabriel estaba atado a la camilla con las gruesas correas que se utilizaban con los pacientes violentos en las salas de urgencia. El joven estaba inconsciente y su cabeza se bamboleó de un lado a otro cuando la camilla fue retirada del vehículo.

La chica intentó acercarse a Gabriel, pero Shepherd la cogió del brazo y la sujetó con fuerza.

—Olvídelo —le dijo—. Tenemos que llevarlo dentro.

Empujaron la camilla hasta el centro de investigación genética y se detuvieron. Ninguno de los Enlaces de Protección de los presentes los autorizaba a entrar, y Pritchett tuvo que llamar a los servicios de seguridad con su móvil mientras el grupo permanecía en el frío exterior. Al fin, un técnico de Londres sentado ante su ordenador autorizó el acceso para varias de sus tarjetas de identificación. Pritchett entró empujando la camilla y los demás lo siguieron.

Desde que había leído por accidente el informe del laboratorio acerca de los animales híbridos, Richardson había mantenido viva su curiosidad hacia el ultrasecreto bloque de investigación genética. Los laboratorios de la planta baja no tenían nada de imponente: luces fluorescentes en el techo, neveras, mesas de trabajo y un microscopio electrónico. El lugar olía igual que una perrera, pero Richardson no vio animales por ninguna parte y desde luego nada que pudiera merecer el nombre de «segmentado». Shepherd llevó a Vicki hasta el final del pasillo mientras que dejaban a Gabriel en una habitación vacía.

Pritchett se quedó a su lado.

—Creemos que el señor Corrigan ha cruzado a otros dominios. El general Nash desea saber si su cuerpo ha sufrido heridas o no.

—Lo único que llevo encima es mi estetoscopio —replicó Richardson.

—Haga lo que pueda, pero apresúrese. Nash llegará en unos minutos.

El neurólogo palpó con los dedos el cuello de Gabriel buscando un rastro de pulso, pero no lo halló. Sacó un lápiz del bolsillo y le pinchó la planta del pie consiguiendo una reacción muscular refleja. Mientras Pritchett observaba, el neurólogo desabrochó la camisa de Gabriel y lo auscultó con el estetoscopio. Pasaron diez segundos. Veinte. Al fin percibió un latido.

Del pasillo llegaron voces y Richardson se apartó del cuerpo cuando Michael, Nash y su guardaespaldas entraron en el cuarto.

—¿Y bien? —preguntó Nash—. ¿Cómo está?

—Está vivo —repuso el médico—, pero no sé si ha sufrido algún tipo de daño cerebral.

Michael se acercó a la camilla y acarició el rostro de su hermano.

—Gabe sigue en el Segundo Dominio, buscando la forma de salir. Yo conozco el camino, pero no se lo dije.

—Sabia decisión —comentó Nash.

—¿Dónde está el talismán de mi padre, la espada japonesa?

Shepherd puso cara de haber sido acusado de robo y entregó de inmediato la espada a Michael, que la colocó sobre el pecho de su hermano.

—No puede dejarlo así para siempre —advirtió Richardson—. Desarrollará úlceras cutáneas y sus músculos se deteriorarán igual que en los casos de pacientes tetrapléjicos o en coma.

El general Nash parecía molesto por el hecho de que alguien planteara objeciones.

—Yo no me preocuparía por eso, doctor. Permanecerá bajo control hasta que lo hagamos cambiar de opinión.

A la mañana siguiente, Richardson intentó mantenerse apartado de la vista de todos y se quedó en el laboratorio neurológico instalado en el sótano de la biblioteca. Le habían concedido acceso a un juego de ajedrez
on line
que funcionaba en el ordenador del centro de investigación. La actividad lo fascinaba. Sus piezas negras y las blancas del ordenador eran pequeñas figuras de animación con cara, brazos y piernas. Cuando no se movían por el tablero, los alfiles leían sus breviarios mientras los reyes sujetaban sus caballos. Los aburridos peones pasaban el rato bostezando, rascándose y quedándose dormidos.

Cuando Richardson se hubo acostumbrado a que las figuras estuvieran dotadas de vida, pasó a lo que llamaban «segundo nivel interactivo». Allí, las piezas de los distintos bandos se insultaban mutuamente o le hacían sugerencias. Si hacía un movimiento equivocado, la pieza en cuestión discutía la estrategia y después se movía a regañadientes hasta su recuadro. En el «tercer nivel interactivo», Richardson no tenía sino que observar: las figuras se movían por su cuenta, y las más importantes mataban a las de menor rango golpeándolas con mazos o atravesándolas con espadas.

—Qué, doctor, trabajando duro, ¿no?

Richardson levantó la vista, miró tras él y vio a Nathan Boone de pie en la puerta.

—Jugando una partida.

—Bien. —Boone se acercó a la mesa—. Todos necesitamos desafíos que nos estimulen. Así mantenemos despiertas nuestras mentes.

Boone tomó asiento al otro lado de la mesa. Cualquiera que se hubiera asomado habría dicho que se trataba de colegas charlando de algún asunto científico.

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