El Viajero (50 page)

Read El Viajero Online

Authors: John Twelve Hawk

Tags: #La Cuarta Realidad 1

BOOK: El Viajero
8.74Mb size Format: txt, pdf, ePub

«Tranquilízate —se dijo—. Intenta comportarte como lo haría un Arlequín. Todavía no te han cogido.»

De repente, la bocina del coche empezó a sonar y se conectaron los intermitentes de emergencia. El ruido parecía pincharlo igual que la punta de una navaja. Lawrence se dejó llevar por el pánico y golpeó la ventanilla con los puños; sin embargo, el cristal de seguridad no se rompió.

Se dio la vuelta, se arrastró hasta el asiento de atrás y abrió la bolsa de viaje de los palos de golf. Metió la mano, sacó un hierro y golpeó con él la ventanilla del pasajero una y otra vez. El vidrio se astilló hasta que, finalmente, el hierro lo hizo añicos.

Los dos detectives desenfundaron sus pistolas al acercarse al vehículo, pero Boone ya había visto la destrozada ventanilla y la bolsa de viaje abandonada en un charco.

—Nada —anunció Krause asomándose al interior del coche.

—Deberíamos recorrer el aparcamiento —dijo Mitchell—. En estos momentos podría estar escabulléndose de nosotros.

Boone regresó al sedán sin dejar de hablar por teléfono con el equipo de Londres.

—Ha salido del vehículo —avisó—. Desconecten la alarma e inicien un escaneo facial con todas las cámaras de seguridad del aeropuerto. Presten especial atención a la zona exterior de la terminal de salidas. Si Takawa coge un taxi, quiero saber el número.

El tren subterráneo arrancó, y sus ruedas chirriaron al alejarse de la estación de Howard Beach. Con el cabello empapado y la gabardina húmeda, Lawrence Takawa se sentó al final de uno de los vagones. Tenía la espada en su regazo, con la funda negra y el mango envueltos todavía en papel de embalar.

Sabía que las cámaras de vigilancia del aeropuerto lo habían fotografiado subiendo al autobús que conducía a los turistas hasta el enlace del metro. Había más cámaras en la entrada de la estación, en las taquillas y en el andén. La Tabula las pincharía con sus ordenadores y lo buscaría mediante su tecnología de reconocimiento facial. Lo más probable era que en esos momentos sus enemigos supieran que se encontraba en el Tren A de regreso a Manhattan.

Pero a la Tabula ese conocimiento no le serviría de nada si él se quedaba en el tren y seguía en movimiento. La red del metro de Nueva York era vastísima. Muchas estaciones contaban con apeaderos a distintos niveles y distintos pasillos de salida. A Lawrence le hizo gracia la idea de pasar el resto de su vida viviendo en el metro. Nathan Boone y sus mercenarios se quedarían en los andenes, impotentes, mientras él pasaba ante ellos en algún convoy expreso.

Pero no podía ser. Al final lo localizarían y estarían esperándolo. Tenía que hallar una manera de salir de la ciudad que no pudiera ser rastreada por la Gran Máquina. La espada y su vaina se le antojaban peligrosas. El peso, su carga hacían que se sintiera valiente. Si su intención había sido desaparecer en el Tercer Mundo, iba a tener que encontrar un lugar equivalente en Estados Unidos. Todos los taxis de Manhattan estaba registrados, pero se podían encontrar algunos piratas sin demasiada dificultad. Si el conductor podía hacerle cruzar el río hasta Newark, quizá desde allí pudiera coger un autobús que fuera hacia el sur.

Bajó en la Estación Este y subió corriendo por la escalera para coger el tren Z que llevaba a la parte baja de Manhattan. La lluvia se filtraba por una grieta del techo, y en el aire se respiraba moho y humedad. Permaneció solo en el andén hasta que los faros del tren aparecieron en el túnel. Moverse. No dejar de moverse. Era el único modo de escapar.

Boone estaba sentado en el inmóvil helicóptero con Mitchell y Krause. La lluvia seguía cayendo en la pista de aterrizaje. Los dos detectives pusieron mala cara cuando Boone les ordenó que no fumaran. Luego, haciendo caso omiso de su presencia, cerró los ojos y se concentró en las voces que le llegaban a través de los auriculares.

El equipo de internet de la Hermandad había accedido a las cámaras de vigilancia de doce gobiernos y organizaciones comerciales distintas. Mientras la gente se apresuraba por las aceras y los túneles subterráneos de Nueva York, mientras esperaba en las esquinas o subía a autobuses, los puntos nodales de sus rostros eran reducidos a ecuaciones numéricas. Y casi instantáneamente, dichas ecuaciones se comparaban con el particular algoritmo que personificaba a Lawrence Takawa.

Boone disfrutaba con la visión del constante flujo de información fluyendo como una corriente de agua negra y fría a través de cables y redes de ordenadores.

«Son todos números —se decía—. Eso es lo que somos en realidad, solamente números.»

Abrió los ojos cuando Simon Leutner empezó a hablar.

—De acuerdo. Acabamos de acceder al sistema de seguridad del Chase Manhattan Bank. En Canal Street hay un cajero automático que dispone de cámara de vigilancia. Nuestro objetivo acaba de pasar por delante camino del puente de Manhattan. —Sonaba como si Leutner estuviera sonriendo—. Supongo que no se habrá fijado en la cámara del cajero. La verdad es que se han convertido en parte del paisaje.

Una pausa.

—De acuerdo. Ahora nuestro objetivo está en la zona de peatones del puente. Es fácil. Acabamos de pinchar el sistema de seguridad de la Autoridad Portuaria. Las cámaras están colocadas en lo alto de los postes de luz, fuera de la vista. Podemos seguirlo a lo largo de la travesía.

—¿Adónde se dirige? —preguntó Boone.

—A Brooklyn. El objetivo se mueve deprisa. Parece que en la mano derecha lleva algún tipo de palo o de bastón.

Una pausa.

—Está llegando al final del puente.

Una pausa.

—El objetivo está caminando por Flatbush Avenue. No, espere. Está haciendo señales al conductor de un coche de alquiler que tiene una baca en el techo.

Boone levantó la mano y conectó el intercomunicador del piloto del helicóptero.

—Ya lo tenemos —le dijo—. En marcha. Le diré adónde.

El conductor del coche de alquiler era un haitiano de mediana edad que llevaba una gabardina de plástico y una gorra de los Yankees. El techo del vehículo tenía una gotera, y el asiento de atrás estaba húmedo. Lawrence notó la fría humedad en las piernas.

—¿Adónde quiere ir? —preguntó el haitiano.

—A Newark, en Nueva Jersey. Vaya por la Verrazano. Yo pagaré el peaje.

Al hombre la idea no pareció convencerlo del todo.

—Son demasiados kilómetros y tendré que volver de vacío. Nadie de Newark quiere ir a Fort Greene Park.

—¿Cuánto vale la ida?

—Cuarenta y cinco dólares.

—Yo le pago cien. En marcha.

Satisfecho con el trato, el chófer metió primera, y el cascado Chevrolet traqueteó calle abajo mientras él tamborileaba con los dedos sobre el volante y canturreaba una melodía en criollo.

De repente, un ruido atronador se abatió sobre ellos, y Lawrence vio que un furioso torbellino arrojaba la lluvia sobre los vehículos aparcados. El chófer pisó el freno, atónito ante lo que veía: un helicóptero aterrizaba lentamente en el cruce de Flatbash y Tillary Street.

Lawrence agarró la espada y abrió la puerta de una patada.

Boone corrió a través de la lluvia. Cuando miró por encima del hombro vio que los dos detectives ya jadeaban en busca de aire y agitaban los brazos. Takawa estaba unos doscientos metros por delante, corriendo por Myrtle Avenue y doblando la esquina de St. Edwards. Boone pasó ante una tienda de empeños con barrotes en las ventanas, la consulta de un dentista y una boutique con un sugerente rótulo rosa y púrpura.

El perfil de las torres del proyecto inmobiliario de Fort Greene dominaba el horizonte igual que un muro medio caído. Los transeúntes que veían a tres individuos persiguiendo a un joven asiático se apartaban instintivamente o cambiaban de acera. Cosa de drogas, pensaban. Mejor no meterse.

Boone llegó a St. Edwards y echó un vistazo a la calle. La lluvia caía en la acera y los coches estacionados. El agua corría a lo largo de los bordillos y formaba charcos en los cruces. Alguien moviéndose. No. Era sólo una anciana con su paraguas. Takawa había desaparecido.

En lugar de esperar a los detectives, Boone siguió corriendo. Pasó ante dos viejos bloques de apartamentos, se asomó a un callejón y vio a Takawa escabulléndose por un hueco en la pared. Saltando por encima de un colchón abandonado y pisando bolsas de plástico, Boone llegó al agujero y descubrió una plancha de hierro galvanizado que sellaba una puerta. Alguien, probablemente algún drogata había forzado la plancha, y Takawa se había metido por allí.

Mitchell y Krause llegaron a la boca del callejón.

—¡Cubran las salidas! —les gritó Boone—. Yo entraré a buscarlo.

Pasó con cuidado bajo la plancha de metal y entró en una larga estancia de altos techos y suelo de cemento. Se veía basura por todas partes y también sillas rotas. Años atrás, el edificio había sido utilizado como garaje. Había un banco de trabajo a lo largo de una de las paredes y un foso de reparaciones en el suelo donde los mecánicos se metían para trabajar de pie bajo los coches. El espacio rectangular estaba lleno de agua aceitosa y con la escasa luz reinante parecía conducir a una lejana cueva. Boone se detuvo al pie de una escalera de cemento y escuchó. Oyó el agua que goteaba en el suelo y después el ruido de un roce que provenía de arriba.

—¡Lawrence! ¡Soy Nathan Boone! ¡Sé que está usted ahí arriba!

Lawrence se quedó inmóvil en el primer piso. Estaba solo. Su gabardina estaba empapada de agua y le pesaba por los cientos de billetes cosidos en el forro. Rápidamente se la quitó y la tiró a un lado. La lluvia le salpicó los hombros, pero no fue nada. Notaba como si se hubiera quitado un enorme peso de encima.

—¡Baje! —gritó Boone—. ¡Si baja de inmediato no acabará malherido!

Lawrence arrancó el papel de embalar que cubría la funda de la espada de su padre. Luego, la desenvainó y examinó la reluciente nube de la hoja. La espada de oro. Una espada Jittetsu. Forjada en el fuego y ofrendada a los dioses. Una gota de lluvia le corrió por la cara. Perdido. Todo perdido. Lo había estropeado todo: su trabajo y su carrera. Su futuro. Las dos únicas cosas que poseía de verdad eran aquella espada y su coraje.

Dejó la vaina en el mojado suelo y caminó hacia la escalera blandiendo la espada.

—¡Usted quédese ahí! —gritó—. ¡Voy para allá!

Empezó a descender los sucios peldaños. A cada paso que daba se iba desprendiendo de la sensación de pesadez, de las fantasías que le encogían el corazón. Por fin entendía la soledad que se manifestaba en las fotografías de su padre. Convertirse en Arlequín suponía una liberación al mismo tiempo que la aceptación de la propia muerte.

Llegó a la planta baja. Boone estaba de pie en medio de una gran habitación llena de porquería con una pistola automática en la mano.

—¡Tire el arma! —ordenó Boone—. ¡Tírela al suelo de inmediato!

Tras toda una vida de máscaras, la última máscara caía. El hijo de Sparrow alzó la espada y se lanzó contra su enemigo. Se sentía libre, abandonado por la duda y la vacilación, cuando Boone alzó su pistola lentamente y le disparó al corazón.

49

Vicki se hallaba prisionera en casa de su madre. Estaba siendo observada tanto por la Tabula como por los miembros de su congregación. El camión de la compañía eléctrica había desaparecido, pero lo habían sustituido otros grupos de vigilancia. Dos hombres que trabajaban para una empresa de televisión por cable habían empezado a cambiar unas cajas de conexiones en lo alto de los postes telefónicos. Por las noches abandonaban cualquier intento de camuflaje: dos individuos, uno blanco y el otro negro, aparcaban con su todoterreno ante la casa. En una ocasión, un coche de la policía se detuvo a su lado, y los dos agentes charlaron con los de la Tabula. Mientras Vicki los observaba por la ventana, los mercenarios les mostraron sus tarjetas de identificación, y, al final, los cuatro acabaron estrechándose la mano.

La madre de Vicki solicitó ayuda a la congregación. Por las noches, una o dos personas dormían en el salón; a la mañana siguiente, el turno se completaba con otros dos fieles que pasaban el día en la casa. Los seguidores de Isaac T. Jones no creían en la violencia, pero se veían como los defensores de la fe y se consideraban armados con la palabra del Profeta. En caso de que la vivienda fuera asaltada, estaban dispuestos a arrojarse bajo las ruedas de los vehículos cantando sus himnos.

Vicki pasó una semana viendo la televisión, pero al final apagó el aparato. La mayoría de los programas le parecían infantiles o engañosos una vez se estaba al tanto de lo que ocurría bajo la superficie. Consiguió unas pesas para hacer gimnasia de uno de los diáconos de la congregación y se pasaba las tardes ejercitando sus músculos hasta que le dolían. Por las noches se quedaba despierta buscando en internet las páginas web secretas creadas en Polonia, Corea del Sur y España que hablaban de los Viajeros y de la Gran Máquina. La mayoría parecían coincidir en que los Viajeros se habían extinguido, liquidados por la Tabula y sus mercenarios.

De niña, Vicki siempre había esperado con ganas los servicios religiosos de los domingos: se levantaba temprano, se perfumaba el cabello y se ponía su vestido blanco especial. En esos momentos, todos los días de la semana le parecían iguales. Seguía tumbada en la cama, el domingo por la mañana ya tarde, cuando Josetta entró en su cuarto.

—Prepárate, Vicki. Van a enviarnos un coche para que nos recoja.

—No quiero ir.

—No hay motivo para estar asustado. La congregación te protegerá.

—La Tabula no me da miedo. Son mis amigos los que me preocupan.

Josetta frunció los labios, y Vicki supo lo que su madre estaba pensando: «No son tus amigos». Su madre se quedó al pie de la cama hasta que Vicki se levantó y se vistió.

—Isaac T. Jones le dijo a su hermano en una ocasión...

—Madre, no me cites al Profeta. Dijo muchas cosas que no siempre concuerdan. Si analizas sus ideas básicas, está claro que Isaac Jones creía en la libertad, la compasión y la esperanza. No podemos limitarnos a repetir sus palabras y creer que tenemos razón. La gente necesita cambiar sus vidas.

Una hora más tarde, se encontraba sentada en la iglesia, al lado de su madre. Todo era como de costumbre: los himnos de siempre, las endebles hileras de bancos y los rostros que la rodeaban. Aun así, no se sentía parte de la ceremonia. Toda la congregación sabía que Victory From Sin Fraser se había visto envuelta en un asunto con Hollis Wilson y una perversa Arlequín llamada Maya. Todos miraron fijamente a Vicki y expresaron sus temores durante la confesión pública.

Other books

The China Lover by Ian Buruma
The Killing Edge by Heather Graham
Surviving Regret by Smith, Megan
No Other Love by Speer, Flora
What Casanova Told Me by Susan Swan