Lawrence localizó rápidamente la sala de correo y utilizó su tarjeta para entrar. Los buzones estaban situados en una de las paredes, y el correo ya había sido introducido en las ranuras correspondientes. En esos momentos, el encargado del reparto estaría seguramente empujando su carrito por el pasillo y no tardaría en volver. Lawrence tenía que encontrar el paquete y salir de allí lo antes posible.
Cuando Kennard Nash había mencionado la idea de conseguir una espada talismán, Lawrence había asentido obedientemente y prometido que encontraría una solución. Días más tarde llamó al general y le dio una respuesta tan imprecisa como le fue posible: los archivos de información indicaban que un Arlequín llamado Sparrow había resultado muerto en un enfrentamiento en el hotel Osaka y que existía la posibilidad de que la rama japonesa de la Hermandad hubiera conseguido hacerse con la espada del muerto.
Kennard Nash dijo que se pondría en contacto con sus amigos en Tokio. La mayoría de ellos eran influyentes hombres de negocios convencidos de que los Viajeros ponían en peligro la estabilidad de la sociedad japonesa. Cuatro días después, Lawrence utilizó el código de acceso del general para acceder a su archivo de mensajes. «Hemos recibido su petición. Nos alegramos de poder serle útil. El objeto solicitado ha sido enviado al centro administrativo de Nueva York.»
Lawrence rodeó un panel y vio una caja de embalaje de plástico en un rincón. En la etiqueta se veían caracteres japoneses y una declaración de aduanas que describía el contenido como «Atrezo samurái para estreno de una película». La Hermandad no estaba dispuesta a confesar a las autoridades que enviaba una espada del siglo XIII, que era un tesoro nacional creado por uno de los Jittetsu.
Sobre una mesa había un cuchillo, y Lawrence lo utilizó para desgarrar la cinta de embalar y los sellos de la aduana. Abrió la tapa y se llevó una decepción al ver un conjunto de armaduras de fibra de vidrio hechas para una película. Pechera, casco, guanteletes... Y en el fondo de la caja, envuelta en papel marrón, una espada.
La cogió y, por su peso, supo que era demasiado pesada para estar hecha de fibra de vidrio. Arrancó rápidamente el papel que envolvía el mango y vio que los encastres eran de oro. La espada de su padre. Un talismán.
Boone siempre sospechaba cuando algún empleado conflictivo decidía no acudir a trabajar. Cinco minutos después de su conversación con el personal de Londres envió a un miembro de su equipo de seguridad a casa de Lawrence Takawa. Una furgoneta de vigilancia estaba aparcada frente a la vivienda cuando Boone llegó. Subió a la parte de atrás del vehículo y encontró a un técnico llamado Dorfman comiendo palomitas de maíz mientras observaba la pantalla de un dispositivo de imagen térmica.
—Takawa sigue en la casa, señor. Esta mañana llamó al centro de investigación y dijo que tenía gripe.
Boone se arrodilló en el suelo de la furgoneta y examinó la imagen. Unas débiles líneas mostraban las paredes y las cañerías. En el dormitorio se veía una mancha de calor.
—Eso es el dormitorio —dijo Dorfman—, y ahí está nuestro empleado enfermo. El Enlace de Protección sigue activo.
Mientras observaban, el cuerpo saltó de la cama y pareció arrastrarse hacia la puerta abierta. Vaciló unos segundos y volvió al colchón. Durante todo el rato, el cuerpo se mantuvo a no más de sesenta centímetros del suelo.
Boone abrió la puerta de la furgoneta de una patada y saltó a la calle.
—Creo que es hora de que vayamos a ver al señor Takawa o a lo que sea que esté tumbado en su cama.
Tardaron cuarenta y cinco segundos en forzar la puerta principal y entrar en el dormitorio de Lawrence. La colcha estaba llena de galletas para perro y en ella se hallaba tumbado un animal mestizo royendo un hueso. El can gimió levemente cuando Boone se acercó.
—Buen perro —murmuró éste—. Buen perro.
El animal tenía una bolsa de plástico atada al collar. Boone la cogió, la abrió y descubrió en el interior un Enlace de Protección cubierto de sangre.
Mientras Lawrence conducía hacia el sur por la Segunda Avenida, una gota de lluvia se estrelló en el parabrisas de su coche. Negras nubes encapotaban el cielo, y una bandera norteamericana flameaba furiosamente al viento. Se avecinaba tormenta. Iba a tener que conducir con cuidado. Lawrence tenía el dorso de la mano cubierto por un vendaje, y la herida aún le dolía. Echó un vistazo al asiento de atrás intentando olvidarse del dolor. El día antes había comprado un juego de palos de golf, una bolsa de palos y otra de viaje para llevarla. La espada y su funda estaban disimuladas entre los hierros y el
putt
.
Conducir hasta el aeropuerto era un riesgo calculado. Lawrence había considerado la posibilidad de comprar un coche usado que no tuviera GPS, pero la operación podría haber sido detectada por el sistema de seguridad de la Tabula. Lo último que deseaba era un ordenador preguntándole: «¿Por qué ha comprado otro coche, señor Takawa? ¿Qué le pasa al vehículo que le ha facilitado la Fundación Evergreen?».
El mejor camuflaje consistía en actuar de la manera más normal posible. Iría al aeropuerto Kennedy, embarcaría en un avión rumbo a México y llegaría a la ciudad turística de Acapulco a las ocho de la noche. En ese momento desaparecería de la Gran Máquina. En lugar de alojarse en un hotel, contrataría a uno de los chóferes mexicanos que esperaban en el aeropuerto y haría que lo llevara hacia el sur, a Guatemala. Pensaba contratar otros conductores a lo largo de tramos de doscientos kilómetros y alojarse en discretas pensiones. Cuando llegara a territorio centroamericano, podría evitar los escáneres faciales y los programas Carnivore puestos en marcha por la Hermandad.
Llevaba doce mil dólares cosidos en el forro de la gabardina. No tenía ni idea de cuánto tiempo le duraría ese dinero. Quizá tuviera que sobornar a las autoridades o comprar una casa perdida en el campo. El efectivo constituía su único recurso. Cualquier utilización de cheques o tarjetas de crédito podía ser detectada de inmediato por la Tabula.
Cayeron más gotas, dos o tres a la vez. Lawrence esperó a que un semáforo cambiara a verde y vio a la gente caminando presurosamente bajo sus paraguas, intentando encontrar un refugio antes de que la tormenta descargara. Giró a la izquierda y condujo hacia el este, en dirección al túnel de Midtown.
«Ha llegado el momento de empezar una nueva vida —se dijo—. Será mejor que tires la vieja a la basura.»
Bajó la ventanilla y empezó a arrojar sus tarjetas de crédito a la calle. Si alguien las encontraba —y sobre todo si las utilizaba—, no harían más que aumentar la confusión.
Cuando Boone llegó al centro de investigación, lo esperaba un helicóptero. Se apeó del coche, caminó velozmente por el césped y subió a la aeronave. Mientras el aparato se elevaba por los aires, Boone conectó los auriculares al panel de control y oyó la voz de Simon Leutner.
—Takawa ha estado en el centro administrativo de Manhattan hace veinte minutos. Entró en la sala del correo utilizando su tarjeta de identificación y salió del edificio seis minutos más tarde.
—¿Tenemos forma de averiguar qué estuvo haciendo allí?
—No de manera inmediata, señor. De todas maneras, están haciendo un inventario completo del correo y los paquetes que tenía que haber allí.
—Realice un escaneo completo en busca de Takawa. Que uno de sus grupos se centre en los movimientos de su tarjeta de crédito y de su cuenta corriente.
—Ya estamos en ello. Ayer vació y canceló su libreta de ahorros.
—Organice otro grupo que se dedique a pinchar los ordenadores de las compañías aéreas y compruebe las reservas.
—Sí, señor.
—Dirija los mayores esfuerzos a localizar su coche. En este momento disponemos de una ventaja: Takawa está conduciendo rumbo a alguna parte, pero no creo que sepa que lo estamos buscando.
Boone miró por la ventanilla del helicóptero y vio las carreteras de dos carriles del condado de Westchester y, en la distancia, la autopista que llevaba a Nueva York. Coches y camiones circulaban en distintas direcciones. Un autobús escolar. Un camión de reparto de FedEx. Un coche deportivo de color verde sorteando el tráfico.
En el pasado, la gente había pagado un suplemento con tal de disponer de tecnología GPS en sus vehículos. Sin embargo, se trataba de un producto que se había vuelto habitual en los equipos de serie. Los dispositivos GPS proporcionaban asistencia al conductor y ayudaban a la policía a localizar vehículos robados. Además permitían que los dispositivos monitorizados abrieran las cerraduras de las puertas o conectaran los intermitentes de emergencia si alguien perdía el coche en el aparcamiento, pero también convertían cada coche en un objetivo móvil susceptible de ser controlado por la Gran Máquina.
La mayoría de los ciudadanos no se percataban de que sus coches también tenían una caja negra que proporcionaba información sobre lo que estaba ocurriendo en el vehículo segundos antes de una colisión. Los fabricantes de neumáticos habían implantado microchips en los flancos de las ruedas que podían ser leídos por sensores remotos. Los sensores relacionaban el neumático con el vehículo y con el nombre del propietario.
Mientras el helicóptero seguía ascendiendo, los ordenadores de la Hermandad en Londres se abrían paso a través de sistemas de datos protegidos. Igual que fantasmas digitales, se deslizaban a través de las paredes y aparecían en salas de almacenamiento. El mundo exterior seguía pareciendo el mismo, pero los fantasmas eran capaces de ver las torres y las ocultas murallas del Panóptico virtual.
Cuando Lawrence salió del túnel de Midtown, la lluvia caía con fuerza. Gruesas gotas estallaban en el pavimento y en el techo del coche. El tráfico se detuvo por completo y después empezó a avanzar muy despacio, igual que un fatigado ejército. Lawrence enfiló hacia Grand Central Parkway junto con la fila de vehículos. En la distancia veía cortinas de lluvia empujadas por el viento.
Todavía le quedaba una última responsabilidad antes de desaparecer en la selva. Mientras mantenía la vista en las luces traseras de los coches que le precedían, marcó el número de emergencia que Linden le había dado cuando se encontraron en París. Nadie contestó, pero escuchó una voz grabada que le dijo algo sobre un fin de semana de vacaciones en España y que añadió: «Deje un mensaje y nos pondremos en contacto con usted».
—Le habla su amigo norteamericano —dijo Lawrence Takawa añadiendo el día y la hora—. Voy a emprender un largo viaje y no pienso volver. Debe saber que mi empresa ha descubierto que trabajo para la competencia. Eso significa que repasarán todos mis anteriores contactos y cualquier solicitud de información hecha al sistema de datos. Yo permaneceré fuera de la Red, pero ha de saber que el hermano mayor va a seguir en nuestras instalaciones de investigación. El experimento se está desarrollando satisfactoriamente.
«Ya basta —se dijo—. Con esto es suficiente. No digas nada más.»
Sin embargo, se resistió a colgar.
—Buena suerte —añadió—. Ha sido un privilegio conocerlo. Espero que usted y sus amigos sobrevivan.
Presionó el interruptor y bajó la ventanilla eléctrica. La lluvia cayó dentro del coche, golpeándole la cara y las manos. Dejó caer el móvil a la carretera y siguió conduciendo.
Empujado por la tormenta, el helicóptero tomó rumbo hacia el sur. La lluvia golpeaba el parabrisas del piloto con un ruido restallante, como si fueran gotas de barro. Boone siguió marcando diversos números de teléfono y a ratos perdía la señal. El helicóptero cayó en una turbulencia y descendió bruscamente un centenar de metros. Luego, recuperó la estabilidad.
—Nuestro objetivo ha utilizado el teléfono móvil —anunció Leutner—. Hemos establecido su ubicación. Se encuentra en Queens, en la entrada de la autovía Van Wick. El GPS de su coche indica lo mismo.
—Se dirige al aeropuerto Kennedy —contestó Boone—. Llegaré en veinte minutos. Algunos de nuestros amigos se reunirán conmigo allí.
—¿Qué quiere hacer ahora?
—¿Tiene usted acceso al dispositivo localizador de su coche?
—Eso es fácil. —Leutner sonaba muy orgulloso de sí—. Puedo conseguirlo en menos de cinco minutos.
Lawrence cogió el billete de la máquina y entró en el aparcamiento de larga estancia del aeropuerto. Tenía que abandonar el coche. Una vez la Hermandad descubriera su traición jamás podría volver a Estados Unidos.
Seguía lloviendo, y alguna gente se apelotonaba bajo las marquesinas del aparcamiento esperando a que pasara el autobús para llevarlos hasta la terminal. Lawrence encontró una plaza de estacionamiento y metió el coche entre las gastadas líneas de pintura blanca. Comprobó la hora. Faltaban dos horas y media para que saliera su avión hacia México. Tenía tiempo de sobra para facturar el equipaje y los palos de golf, pasar los controles de seguridad y tomarse un café en la sala de espera.
Al poner la mano en el tirador, vio que bajaban los pivotes de las cerraduras de las puertas, como si una mano invisible los hubiera empujado. Sonó un fuerte clic. Alguien, muy lejos, sentado ante un ordenador acaba de cerrar las cuatro puertas de su vehículo.
El helicóptero de Boone tomó tierra en una zona cercana a la terminal para vuelos privados que había al lado del aeropuerto Kennedy. La hélice todavía giraba cuando Boone saltó a tierra y corrió bajo la lluvia hasta el Ford sedán que lo esperaba al final de la pista. Abrió la puerta de golpe y saltó dentro. Los detectives Mitchell y Krause se hallaban en los asientos de delante bebiendo cerveza y comiendo emparedados.
—¿No se ha traído el arca? —bromeó Mitchell—. Parece que ha llegado el diluvio.
—En marcha —ordenó Boone—. El localizador del GPS dice que Takawa está en el aparcamiento número uno o número dos cerca de la terminal.
Krause miró a su compañero y alzó los ojos al cielo.
—Puede que el coche siga allí, Boone, pero lo más probable es que el pájaro haya volado.
—No lo creo. Acabamos de encerrarlo dentro del vehículo.
El detective Mitchell puso en marcha el motor y condujo hacia la vigilada salida.
—En esos aparcamientos hay miles de coches. Vamos a tardar horas en dar con él.
Boone se colocó un auricular con micrófono y marcó un número con su móvil.
—También voy a ocuparme de eso.
Lawrence intentó subir los pestillos y forzar el tirador, pero no lo consiguió. Tenía la impresión de hallarse encerrado en un ataúd. La Tabula lo sabía todo. Incluso cabía la posibilidad de que llevaran horas rastreándolo. Se frotó el rostro con las frías manos.