—Piensa demasiado —explicó el Don. Quiere demasiado a su hijo Dante. Se niega a comprenderlo. El mundo es lo que es, y nosotros somos lo que somos.
—Pippi —dijo suavemente Giorgio, cómo valoras a Dante después de la operación Ballazzo? ¿Se puso nervioso?
Pippi se encogió de hombros sin decir nada. El Don soltó un leve gruñido y lo miró fijamente.
—Puedes hablar con franqueza —dijo el Don. Giorgio es su tío y yo soy su abuelo. Todos somos de la misma sangre y nos está permitido juzgarnos los unos a los otros
Pippi dejó de comer y miró directamente al Don y a Giorgio Dante.
—Tiene una
boca ensangrentada
—contestó casi a regañadientes.
En su mundo, aquella expresión se utilizaba para describir a un hombre que iba más allá del salvajismo, una insinuación de brutalidad en el cumplimiento de un trabajo necesario, lo cual estaba terminantemente prohibido en la familia Clericuzio.
Giorgio se reclinó en su asiento.
—¡Hostia! exclamó.
El Don le dirigió una severa mirada de reproche por la blasfemia y después le indicó a Pippi con un gesto de la mano que siguiera. No parecía demasiado sorprendido.
—Fue un buen alumno —dijo Pippi. Tiene el temperamento y la fuerza física necesarios. Es muy rápido e inteligente, pero le gusta demasiado su trabajo. Tardó demasiado con los Ballazzo. Les habló durante diez minutos antes de pegarle un tiro a la mujer, y después tardó otros cinco minutos en disparar contra Virginio. Eso no es de mi gusto, pero lo más grave es que nunca sabes qué peligro puedes correr porque a lo mejor todos los minutos cuentan. En otros trabajos ha sido innecesariamente cruel; es como un regreso a los viejos tiempos, cuando a algunos les parecía que colgar a un hombre de un gancho de carnicería era algo muy ingenioso. No quiero entrar en detalles.
—Lo que ocurre es que este estúpido sobrino mío es un poco bajito —dijo Giorgio, enfurecido. Es un maldito enano. Y encima se pone unos sombreros rarísimos. ¿De dónde coño los saca?
—Del mismo sitio de donde sacan los negros los suyos —dijo jovialmente el Don. En Sicilia, cuando yo era joven, todo el mundo llevaba unos sombreros muy raros. Cualquiera sabe por qué. ¿Pero eso qué importa? —Deja ya de decir tonterías. Yo también me ponía sombreros muy raros. —A lo mejor es un rasgo de la familia. Es su madre la que le mete toda clase de bobadas en la cabeza desde que era pequeño. Se hubiera tenido que volver a casar. Las viudas son como las arañas, tejen demasiado.
—Pero el chico lo hace bien —dijo Giorgio con vehemencia.
—Mucho mejor de lo que lo podría hacer Cross —señaló diplomáticamente Pippi—; pero a veces pienso que está loco como su madre. Y añadió tras una pausa: —A veces incluso me da miedo.
El Don tomó una cucharada de queso y un sorbo de vino.
—Giorgio —dijo, instruye a tu sobrino, repara su error. Algún día podría ser peligroso para los de la familia; pero que no sepa que la orden ha partido de mí. Es demasiado joven y yo soy demasiado viejo, no podría influir en él.
Pippi y Giorgio sabían que eso era mentira, pero también sabían que si el viejo quería ocultar su participación en el asunto tendría una buena razón para ello. En aquellos momentos oyeron unas pisadas en el piso de arriba y después a alguien bajando por la escalera. Rose Marie entró en el comedor.
Los hombres observaron consternados que estaba sufriendo uno de sus habituales ataques. Llevaba el cabello desgreñado, el maquillaje medio corrido y la ropa tórcida y arrugada. Lo peor era sin embargo que tenía la boca abierta, aunque no le salían las palabras y utilizaba los movimientos del cuerpo y de las manos en lugar del lenguaje. Sus gestos eran extraordinariamente elocuentes, mucho más que las palabras. Los odiaba; quería verlos muertos, quería que sus almas ardieran en el infierno por toda la eternidad. Se hubieran tenido que atragantar con la comida, se hubieran tenido que quedar ciegos con el vino, se les hubiera tenido que caer la polla cuando se acostaran con sus mujeres. De pronto tomó el plato de Giorgio y el de Pippi y los estrelló contra el suelo.
Ahora todo esto se lo toleraban, pero la primera vez que lo hizo, años atrás, cuando sufrió el primer ataque y arrojó el plato del Don al suelo de aquella misma manera, su padre la hizo encerrar en su habitación y después la tuvo tres meses en una residencia de cuidados especiales. El Don se apresuró a cubrir el cuenco de queso con la tapadera porque Rose Marie tenía por costumbre escupir. De repente todo terminó, y Rose Marie se quedó inmovil.
—Quería decirte adiós —le dijo a Pippi. Espero que te mueras en Sicilia.
Pippi sintió una oleada de compasión por ella. Se levantó y la estrechó en sus brazos. Ella no opuso resistencia. Pippi la besó en la mejilla diciendo:
—Preferiría morir en Sicilia antes que regresar a casa y encontrarte en este estado.
Ella se apartó de sus brazos y subió corriendo los peldañosde la escalera.
—Muy conmovedor —dijo Giorgio casi en tono burlón, pero es que tú no tienes que aguantarla todos los meses —añadió con una mirada socarrona pues todos sabían que Rose Marie sufría aquellos ataques no una sino varias veces al mes.
El Don parecía el que menos se alteraba con los ataques de su hija.
—Se pondrá mejor o morirá —decía. En caso contrario la sacaré de aquí. Y dirigiéndose a Pippi; añadió
—Ya te diré cuándo puedes regresar de Sicilia. Procura disfrutar del descanso, nos estamos haciendo viejos. Pero mantén los ojos abiertos y busca a nuevos hombres para el Enclave. Eso es muy importante. Necesitamos hombres que lleven la omertá en la sangre y de los que podamos estar seguros de que no nos traicionarán, no como los nacidos en este país que quieren disfrutar de la vida y no pagar nada a cambio.
Al día siguiente, mientras Pippi volaba a Sicilia, Dante fue llamado a la mansión de Quogue, donde debería pasar el fin de semana. El primer día Giorgio le permitió permanecer con Rose Marie. Era conmovedor ver lo mucho que se querían. Dante era una persona totalmente distinta con su madre. Nunca se ponía ninguno de sus extraños sombreros, salía a dar largos paseos con ella por la finca, la llevaba a cenar y la servía como un galán francés del siglo III. Cuando Rose Marie estallaba enun llanto histérico, la acunaba en sus brazos y ella nunca sufría uno de sus ataques en su presencia. Se pasaban el rato hablando constantemente en voz baja y tono confidencial.
A la hora de la cena, Dante ayudaba a su madre a poner la mesa y a rallar el queso del Don y le hacía compañía en la cocina, y ella le preparaba su comida preferida de penne con brócoli de primero, y de cordero asado mechado con ajo y panceta de segundo.
Giorgio contemplaba con asombro la corriente de simpatía que se había establecido entre Dante y el Don. Dante se mostraba extremadamente solícito; le servía al Don las penne con bróculi y frotaba y sacaba ostentosamente brillo a la gran cuchara de plata que el Don utilizaba para tomar el queso parmesano rallado. Dante le decía al viejo en broma:
—Abueló, si te salieran dientes nuevos no tendriamos que rallarte el queso. Los dentistas de ahora hacen verdaderas maravillas Te pueden meter acero en las mandíbulas. Un auténtico milagro.
—Quiero que mis dientes mueran conmigo —contestaba el Don en el mismo tono. Y ya soy demasiado viejo para los milagros. ¿Por qué iba Dios a perder el tiempo obrando un milagro en un viejo como yo?
Rose Marie, que aún conservaba en parte la belleza de su juventud, se había puesto guapa para su hijo y parecía alegrarse de ver a su padre y a su hijo tan bien avenidos. Incluso se le había borrado del rostro la perenne expresión de inquietud.
Giorgio también estaba contento... Se alegraba de ver feliz a su hermana. Rose Márie no lo sacaba tanto de quicio y cocinaba mejor. No lo miraba con ojos acusadores y no sufría ataques.
Cuando el Don y Rose Marie se hubieron ido a la cama, Giorgio acompañó a Dante al estudio. La estancia no tenía teléfono, televisor ni comunicación alguna con el resto de la casa. Y la puerta era muy gruesa. Estaba amueblada con dos sofás de cuero negro y unas sillas tapizadas también de cuero negro. Aún conservaba el armario del whisky y un mueble bar equipado con un frigorífico y un estante para los vasos. Sobre la mesa había una caja de purós habanos, pero la habitación no tenía ventanas y parecía una pequeña cueva.
El rostro de Dante, demasiado taimado e interesante para ser el de un joven, siempre le producía a Giorgio una cierta inquietud. En sus ojos ardía una astucia excesiva, y a Giorgio no le gustaba que fuera tan bajo.
Giorgio preparó dos tragos y encendió un puro.
—Menos mal que no te pones esos sombreros tan raros delante de tu madre —dijo. Por cierto, ¿por qué te los pones?
—Me gustan —contestó Dante. Lo hago para que tú, tío Petie y tío Vincent os fijéis en mí. Hizo una pausa y después añadió con una maliciosa sonrisa en los labios: —Me hacen parecer más alto.
Era cierto que los sombreros le sentaban bien, pensó Giorgio. Enmarcaban y favorecían su rostro de hurón y conferían unidad a unas facciones extrañamente inconexas cuando no llevaba sombrero.
—No debieras ponértelos cuando haces un trabajo —dijo Giorgio. Eso facilita demasiado la identificación.
—Los muertos no hablan —dijo Dante. Yo mato a cualquiera que me vea en un trabajo.
—Sobrino; no me vengas con historias —dijo Giorgio. No es una muestra de inteligencia. Es un riesgo. Y a la familia no le gusta correr riesgos. Y otra cosa. Están empezando a correr rumores de que tienes una boca ensangrentada.
Por primera vez, Dante reaccionó con violencia De repente su rostro adquirió una expresión siniestra
—¿Lo sabe el abuelo? —preguntó, posando el vaso. ¿Viene eso de él?
—El Don no sabe nada —mintió Giorgio. Era un experto embustero. —Y yo no se lo diré. Eres su preferido y se disgustaría, pero te diré una cosa: Nada de sombreros durante un trabajo, y limpiáte la boca. Ahora eres el Martillo número uno de la familia y disfrutas demasiado con el trabajo. Eso es muy peligroso y contrario a las reglas de la familia.
Dante pareció no escucharle. Se pasó un rato pensando y después la sonrisa volvió a iluminarle el rostro.
—Eso te lo tiene que haber dicho Pippi —dijo jovialmente.
—Sí, —contestó fríamente Giorgio. Pippi es el mejor. Te pusimos con Pippi para que aprendieras cómo se hacen las cosas. ¿Y sabes por qué es el mejor? Porque tiene buen corazón. Esas cosas nunca se hacen por gusto.
Dante perdió la compostura y le dio un ataque de risa. Rodó en el sofá y finalmente se tiró al suelo Giorgio le miró con la cara muy seria, pensando que estaba tan loco como su madre. Finalmente, Dante se levantó, tomó un buen trago de su bebida y dijo, rebosante de buen humor:
—O sea que ahora dices que no tengo buen corazón.
—Ni más ni menos —dijo Giorgio. Eres mi sobrino, pero sé lo que eres. Mataste a dos hombres en una disputa más o menos personal, sin el visto bueno de la familia. El Don no emprendió ninguna acción contra ti, ni siquiera te echó un sermón. Después te cargaste a una corista con la que llevabas un año follando. En un ataque de furia. Le diste la comunión para que la policía no la encontrara. Y no la encontró. Te crees un pequeñajo muy listo, pero la familia te declaró culpable aunque nunca hubieras podido ser condenado en un juicio.
Dante permaneció en silencio, no por miedo sino por astucia.
—¿Sabe el Don todas esas tonterías?
—Sí, —contestó Giorgio. Pero sigues siendo su preferido. Dijo que lo pasáramos por alto, que todavía eres muy joven, que ya aprenderás.
—Nó quiero que se entere de este asunto de la boca ensangrentada, es demasiado viejo. Eres su nieto y tu madre es su hija. Se le rompería el corazón de pena.
Dante soltó otra carcajada.
—El Don tiene corazón. Pippi de Lena tiene corazón, Cross tiene un corazón de gallina y mi madre tiene el corazón roto. Pero yo no tengo corazón, ¿verdad? y tú, tío Giorgio, ¿tienes corazón?
—Pues claro —contestó Giorgio. Prueba de ello es que te sigo aguantando.
—¿O sea que yo soy el único que no tiene un maldito corazón? —dijo Dante. Quiero a mi madre y a mi abuelo, y los dos se odian mutuamente. A medida que me hago mayor, mi abuelo me quiere cada vez menos. Tú, Vincent y Petie ni siquiera me tenéis simpatía, aunque tenemos la misma sangre. ¿Crees que no lo sé? Sin embargo yo os sigo queriendo a todos, aunque me pongáis muy por debajo de ese maldito Pippi de Lena. ¿Crees que tampoco tengo cerebro?
Giorgio se quedó pasmado ante aquel estallido de furia. Y la sinceridad de Dante lo indujo a ponerse en guardia.
—Te equivocas con respecto al Don; él te aprecia tanto como al principio. Y lo mismo se puede decir de Petie, Vincent y de mí. ¿Acaso no te hemos tratado siempre con todo el respeto propio de la familia? Cierto que el Don parece un poco distante, pero es que ya es muy viejo. En cuanto a mí, lo único que quiero es hacerte una advertencia por tu propio bien. Estás en un negocio muy peligroso, tienes que andarte con mucho tiento. No puedes dejarte dominar por las emociones personales. Eso sería un desastre.
—¿Saben Vinnie y Petie todo eso? —reguntó Dante.
—No —contestó Giorgio.
Lo cual era otra mentira. Vinnie también le había hablado de Dante. Petie no le había dicho nada porque Petie era un asesino nato. Pero también había dado muestras inequívocas de no apreciar la compañía de Dante.
—¿Alguna otra queja sobre mi trabajo? —preguntó Dante.
—No, —contestó Giorgio, y no te lo tomes demasiado a pecho. Te estoy dando un consejo como tio tuyo que soy. Pero también te lo digo desde el lugar que ocupo en la familia. No le vuelvas a dar a nadie la comunión ni la confirmación sin el visto bueno de la familia. ¿Entendido?
—De acuerdo —contestó Dante. Pero sigo siendo el Martillo número uno, ¿verdad?
—Hasta que Pippi regrese de sus pequeñas vacaciones —contestó Giorgio. Dependerá de tu trabajo.
—Procuraré disfrutar menos con mi trabajo si eso es lo que queréis —dijo Dante. ¿De acuerdo? añadió, dándole a Giorgio una cariñosa palmada en el hombro.
—Muy bien —dijo Giorgio. Mañana por la noche llévate a cenar fuera a tu madre. Hazle compañía. A tu abuelo le gustará.
—Lo haré —dijo Dante.
—Uno de los restaurantes de Vincent está en East Hampton —dijo Giorgio. Podrías llevar a tu madre allí.