Faltaban once horas para el comienzo de la operación a medianoche. Los otros hombres, sin prestar la menor atención al enorme televisor del salón, se pusieron a jugar a las cartas en la terraza. Todos iban en traje de baño. Pippi miró con una sonrisa a Cross, diciendo
—Mierda, me olvidé de que había piscina.
—No importa —dijo Cross Podemos nadar en calzoncillos.
La casa estaba aislada, protegida por unos árboles muy grandes y por el seto que la rodeaba.
—También podemos ir en pelotas —dijo Pippi. Sólo nos pueden ver los tipos de los helicópteros, pero estarán ocupados mirando a las tipas que toman el sol delante de sus casas de Malibú.
Padre e hijo se pasaron unas cuantas horas nadando en la piscina y tomando el sol. Después comieron el almuerzo que preparó uno de los seis hombres del equipo, y que consistió en unos bistecs asados en la parrilla de la terraza y una ensalada de achicoria y lechuga. Los hombres bebieron vino tinto con la comida, pero Cross se tomó un vaso de agua. El joven observó que todos los hombres comían y bebían muy poco.
Después de la comida, Pippi acompañó a Cross en un recorrido de reconocimiento con el coche robado y se dirigió al restaurante y la cafetería estilo Oeste de la autopista de la Costa del Pacífico donde más tarde encontrarían a Theo. Los informes del equipo de vigilancia indicaban que los miércoles por la noche, cuando regresaba a su casa de Oxnard, Theo tenía por costumbre detenerse hacia la medianoche en el restaurante de la autopista de la Costa del Pacífico para tomarse unos huevos con jamón y un café, y que se marchaba hacia la una de la madrugada. Aquella noche un equipo de vigilancia integrado por dos hombres lo seguiría e informaría por teléfono en el momento en que se dirigiera hacia allá.
Al regresar a la casa, Pippi cambió las instrucciones que previamente habían recibido los hombres que participarían en la operación. Los seis hombres utilizarían tres vehículos. Uno de los vehículos iría en cabeza, otro cerraría la retaguardia y el tercero aparcaría en el aparcamiento del restaurante por si se producía alguna situación de emergencia.
Cross y Pippi se sentaron en la terraza, esperando la llamada telefónica. En la calzada particular había cinco coches, todos negros, brillando bajo la luz de la luna cual escarabajos. Los seis hombres del Enclave del Bronx seguían con su partida de cartas, jugando con monedas de cinco centavos, de diez y de cuarto de dólar. Finalmente, a las once y media se recibió la llamada. Theo se estaba dirigiendo desde Brentwood al restaurante. Los seis hombres ocuparon tres vehículos y se trasladaron a los puestos que tenían asignados. Pippi y Cross subieron al coche robado y esperaron quince minutos antes de salir. Cross llevaba en el bolsillo de la chaqueta una pequeña pistola del 22 que, a pesar de no tener silenciador, sólo lanzaba un leve chasquido. Pippi llevaba una Glock, que hubiera producido un considerable estruendo. Desde su única detención por asesinato, se negaba a utilizar silenciador.
Pippi iba al volante. La operación se había planificado hasta el más mínimo detalle. Ningún miembro del equipo de operaciones entraría en el restaurante. Los investigadores de la policía interrogarían a los empleados respecto a los clientes. El equipo de vigilancia había informado sobre la ropa que llevaba Theo, el coche que conducía y el número de la matrícula. Tuvieron suerte de que el coche de Theo fuera un modelo barato de la marca Ford, de color rojo fuego, fácilmente identificable en una zona donde lo que más abundaba eran los Mercedes y los Porsches.
Cuando Pippi y Cross llegaron al aparcamiento del restaurante observaron que el coche de Theo ya estaba allí. Pippi aparcó a su lado. Después apagó el encendido y los faros del vehículo, y ambos permanecieron sentados en la oscuridad. Al otro lado de la autopista de la Costa del Pacífico se veía el brillo del océano surcado por unas líneas doradas que eran el réflejo de la luz de la luna. Descubrieron uno de los coches de su equipo aparcado al fondo del aparcamiento. Sabían que los otros dos se encontraban en sus puestos de la autopista esperando el momento en que deberían acompañarlos a casa, dispuéstos a cortar el paso a cualquier perseguidor y atajar cualquier problema que pudiera surgir.
Cross consultó su reloj. Eran las doce y media. Tendrían que esperar otro cuarto de hora. De repente Pippi le dio una palmada en el hombro.
—Ha salido más temprano —le dijo. Adelante!
Cross vio la figura que salía del restaurante, perfilada por la luz de la entrada. Se sorprendió de su aspecto juvenil, delgado y bajito, con una mata de pelo ensortijado coronando un pálido y énjuto rostro. Theo parecía demasiado frágil para ser un asesino.
De pronto se llevaron una sorpresa. En lugar de dirigirse a su automovil, Theo cruzó la autopista de la Costa del Pacífico, esquivando el tráfico. En cuanto alcanzó el otro lado; echó a andar por la playa y llegó hasta la orilla, como si quisiera desafiar las olas. Permaneció de pie contemplando el océano y la amarillenta luna que yá se estaba poniendo en el lejano horizonte. Después dio media vuelta, volvió a cruzar la autopista y entró de nuevo en el aparcamiento del restaurante. Se había mojado los pies en la orilla y sus elegantes botas hacían un ruido como de chapoteo.
Cross descendió muy despacio del coche. Theo estaba muy cerca. Cross le cedió el paso y esbozó una amable sonrisa mientras Theo subía a su automovil. En cuanto lo vio dentro, Cross sacó el arma. Theo, con la ventanilla abierta y a punto de insertar la llave en el encendido, levantó los ojos, consciente de la sombra que tenía al lado. En el momento en que Cross disparó, ambos se miraron a los ojos. Theo se quedó paralizado mientras la bala le estallaba en la cara, convertida al instante en una máscara sanguinolenta, con unos ojos enormemente abiertos. Cross abrió la portezuela y efectuó otros dos disparos contra la coronilla de Theo. La sangre le salpicó el rostro. A continuación arrojó una bolsa de droga al suelo del automovil de Theo y cerró la portezuela. Pippi había puesto en marcha el motor del coche mientras Cross disparaba. Abrió la portezuela y Cross subió. De acuerdo con los planes, éste no había soltado la pistola. De lo contrario hubiera parecido un golpe planeado en lugar de un malogrado asunto de droga.
Pippi abandonó el aparcamiento, y el coche que los cubría salió detrás de ellos. Los dos vehículos que iban en cabeza ocuparon sus posiciones, y cinco minutos después, ya estaban todos de vuelta en la casa de la familia. A los diez minutos, Pippi y Cross subieron al automovil de Pippi para regresar a Las Vegas. El equipo de operaciones se desharía del coche robado y de la pistola.
Cuando pasaron por delante del restaurante no vieron ninguna señal de actividad policial. Estaba claro que aún no habían descubierto el cadáver de Theo. Pippi puso la radio y escuchó los boletines de noticias. Nada.
—Perfecto —dijo. Cuando se planean bien las cosas todo sale a la perfección.
Llegaron a Las Vegas cuando estaba a punto de salir el sol, y el desierto parecía un siniestro mar de color rojo. Cross jamás olvidaría aquel viaje a través del desierto en medio de la oscuridad y bajo una luz de la luna aparentemente infinita. De repente asomó el sol por el horizonte, y poco después las luces de neón del Strip de Las Vegas brillaron como un faro que anuncia la seguridad y el despertar de una pesadilla. Las Vegas nunca estaba a oscuras.
Justo en aquél preciso instante se descubrió el cuerpo de Theo con el rostro espectralmente pálido bajo la luz de un amanecer todavía más pálido. Las noticias subrayaban sobre todo el hecho de que Theo tuviera en su poder una cantidad de cocaína valorada en medio millón de dólares. Se trataba evidentemente de un fallido negocio de droga. El gobernador estaba a salvo.
Cross observó varias cosas en relación con los hechos: que la droga que él le había colocado a Theo no costaba más de diez mil dólares, pero que las autoridades habían elevado su precio hasta medio millón, y que el gobernador había sido elogiado por haber enviado sus condolencias a la familia de Theo. En cuestión de una semana los medios de difusión no volvieron a mencionar el asunto.
Pippi y Cross fueron llamados al Este para entrevistarse con Giorgio. Giorgio los felicitó por lo inteligentemente que habían ejecutado la operación, sin hacer la menor alusión al incumplimiento de las instrucciones, según las cuales la operación se hubiera tenido que llevar a cabo de tal forma que pareciera un accidente. Cross observó durante su visita que la familia Clericuzio lo trataba con el respeto debido al Martillo de la familia. La principal demostración de que efectivamente era así fue el hecho concreto de que le concedieran un porcentaje de los ingresos que figuraban en los libros de registro de los juegos legales e ilegales de Las Vegas. Con ello se daba a entender que ahora Cross se había convertido en un miembro oficial de la familia Clericuzio; que sería llamado a prestar servicio en ocasiones especiales y recibiría unas gratificaciones; cuya cuantía dependería del riesgo que entrañara cada proyecto.
Gronevelt obtuvo también su recompensa. Tras ser elegido senador, Walter Wavven pasó un fin de semana de descanso en el Xanadú. Gronevelt le ofreció una villa y fue a felicitarle por su victoria.
El senador Wavven ya volvía a ser el mismo de antes. Jugaba y ganaba, y cenaba discretamente con las coristas del hotel. Parecía completamente recuperado. Sólo en una ocasión se refirió a su crisis recién superada.
—Alfred —le dijo a Gronevelt: tienes un cheque en blanco conmigo...
—Nadie puede permitirse el lujo de llevar cheques en blanco en la cartera —contestó Gronevelt sonriendo, pero te la agradezco.
Él no quería cheques que saldaran toda la deuda del senador. Quería una larga y continuada amistad que no terminara jamás.
Durante los cinco años siguientes Cross se convirtió en un experto en el juego y en la dirección de un hotel-casino. Trabajaba como ayudante de Gronevelt, pero su principal actividad era el trabajo con su padre Pippi, no sólo en la dirección de la Agencia de Cobros, que algún día heredaría sin la menor duda, sino también como el Martillo número dos de la familia Clericuzio.
A los veinticinco años, Cross era conocido en la familia Clericuzio como el Pequeño Martillo. Él mismo se sorprendía de lo frío que era en su trabajo. Su objetivo no eran personas a las que él conociera. Eran simples pedazos de carne encerrados en el interior de una piel indefensa. Temía el riesgo; pero sólo desde un punto de vista cerebral; no perpetuaba la menor inquietud física, quizás en algún momento de sosiego, cuando por ejenplo se despertaba por la mañana con un vago terror; como si hubiera sufrido una terrible pesadilla. Otras veces se sentía deprimido, por ejemplo cuando recordaba a su hermana y a su madre, las pequeñas escenas de su infancia y algunas de las visitas que les había hecho después de la separación de la familia.
Recordaba la mejilla de su madre, el calor de su carne, su piel tan suave como el raso y tan porosa que casi se podía percibir a través de ella la circulación de la sangre en el interior de las venas. Pero en sus sueños la piel se disgregaba como la ceniza, y la sangre se escapaba a través de los obscenos huecos formando cascadas escarláta...
Esto desencadenaba otros recuerdos. Cuando su madre lo besaba con sus fríos labios y lo abrazaba brevemente casi por compromiso. Su madre, nunca lo cogía de la mano como a Claudia. Las veces en que visitaba la casa materna, salía de ella casi con resuello con el pecho ardiendo como si lo tuviera magullado. Nunca sentían la pérdida en el presente sino en el pasado...
Cuando pensaba en su hermana Claudia experimentaba la misma sensación de pérdida. Existía su pasado en común; y el la seguía formando parte de su vida, aunque no lo bastante. Recordaba cómo se peleaban en invierno. Mantenían los puños en los bolsillos del abrigo y se pegaban. Un duelo inofensivo. Como debía ser, pensaba Cross, pero a veces echaba de menos a su madre y a su hermana. No obstante era feliz con su padre y con la familia Clericuzio.
Así pues, a los veinticinco años, Cross intervino en su última operación como Martillo de la familia El objetivo era alguien a quien conocía de toda la vida.
Una amplia investigación del FBI había acabado con un considerable número de barones titulares de todo el país, algunos de ellos auténticos bruglioni, entre los cuales figuraba Virginio Ballazzo, jefe a la sazón de la familia más grande de los estados de la Costa Atlántica.
Virginio Ballazzo era barón de la familia Clericuzio desde hacía más de veinte años, y había sacado tajada de los asuntos de la familia. A cambio, los Clericuzio lo habían convertido en un hombre muy rico. En el momento de su caída, Ballazzo estaba valorado en más de cincuenta millones de dólares. Él y su familia vivían a lo grande. Pero ocurrió algo imprevisible. A pesar de su deuda, Virginio Ballazzo traicionó a quienes lo habían encumbrado. Quebrantó la ley de la omertá, el código que prohibía facilitar información a las autoridades.
Una de las acusaciones que se habían formulado contra él era la de asesinato; pero lo que lo convirtió en traidor no fue el miedo a acabar en la cárcel, pues a fin de cuentas en el estado de Nueva York no existía la pena de muerte y por muy larga que fuera la condena en caso de que efectivamente lo declararan culpable, los Clericuzio lo hubieran sacado a los diez años y se hubieran encargado de que aquellos diez años fueran de lo más cómodos para él. El sabía muy bien lo que hubiera ocurrido. En el juicio, los testigos hubieran cometido perjurio y los miembros del jurado se hubieran podido manipular mediante sobornos y cuando hubiera cumplido unos cuantos años de condena, se hubiera reabierto el caso y se hubieran presentado nuevas pruebas que demostrarían su inocencia. Se conocía un célebre caso en el que los Clericuzio habían actuado de aquella manera; cuando uno de sus clientes ya llevaba cinco años en la cárcel. El hombre resultó absuelto y el Estado le pagó más de un millón de dólares en concepto de daños y perjuicios por su indebido encarcelamiento.
No; Ballazzo no temía ir a la cárcel. Lo que lo convirtió en traidor fue el hecho de que el Gobierno central amenazara con arrebatarle todos sus bienes terrenales en virtud de las leyes RICO aprobadas por el Congreso para luchar contra el crimen. Ballazzo no pudo soportar la idea de que él y sus hijos perdieran su principesca residencia de Nueva Jersey; el lujoso chalet de una urbanización de Florida y la granja caballar de Kentucky que había producido tres caballos perdedores en el Derby de Kentucky. Las infames leyes RICO permitían que el Gobierno se incautara de todos los bienes terrenales de las personas detenidas por conspiración delictiva. El Estado se hubiera podido quedar incluso con los bonos y las acciones, y también con los coches antiguos. El propio Don Clericuzio se puso furioso al enterarse de la aprobación de aquellas leyes, pero su único comentario fue: