Aquello me entristeció. Ciertamente soy liberal, pero eso no significa que, automáticamente, me sumerja en el punto de vista oficial de los liberales. Me gusta pensar por mí mismo, un prejuicio muy personal que arrastro desde hace muchísimo tiempo.
De todos modos, estas meditaciones sobre el mencionado tema continuaron presentes en mí, y sin eso nunca hubiera escrito un ensayo de ficción y ciencia ficción acerca del uranio. Aquí va.
Para empezar por el principio, digamos que existe un mineral llamado blenda, según una voz alemana que significa «cegar» o «engañar». (Muchos términos de mineralogía son de origen alemán, puesto que Alemania dominó el mundo de la metalurgia durante la Edad Media.)
La razón para el empleo de esa palabra radicaba en que la blenda parece, al igual que la galena, mena de plomo, pero no contiene plomo y, por lo tanto, engañaba a los mineros.
En la actualidad, la blenda es, en su mayor parte, sulfuro de cinc, y se ha convertido en una importante mena de cinc. Ahora, por lo general, se denomina esfalerita, de una palabra griega que significa «traicionera», lo cual aún sigue teniendo algo que ver con su aspecto engañoso.
Existen otras variedades de blenda, que difieren entre sí en apariencia, de una forma o de otra. Una de ellas se llama pechblenda, debido a su color negro reluciente como la brea.
La pechblenda se encuentra aleada con plata, plomo y cobre en las menas de Alemania y Checoslovaquia. Los primeros mineralólogos la consideraron una mena de cinc y hierro.
Un lugar donde se da mucho la pechblenda es en las minas de plata de Sto Joachimstal, o valle de San Joaquín, en Checoslovaquia, a 120 kilómetros de Praga, muy cerca de la frontera alemana. (En la actualidad, los checos denominan Jachymov a ese lugar.)
Este sitio es de particular interés para los norte africanos, puesto que, hacia el año 1500, se acuñaron unas monedas que estaban hechas con plata de las minas de allí y que, por ello, se denominaron «Joachimthaleres», o, abreviadamente, táleros. Otras monedas de tamaño y valor similares fueron también llamadas así y, llegado el momento, el nombre fue usado, en 1794, por los recién nacidos Estados Unidos para la unidad de su moneda, con la variante de «dólares». (San Joaquín, según se sabe, es, de acuerdo con la tradición, el padre de la Virgen María.)
Una persona que se interesó por la pechblenda fue el químico alemán Martin Heinrich Klaproth (1743-1817). En 1789, consiguió una sustancia amarilla a partir de la pechblenda que, en seguida, decidió que se trataba del óxido de un nuevo metal.
En aquel tiempo, la tradición de asociar los metales y los planetas era aún muy fuerte. En un caso, el metal azogue se asoció estrechamente con el planeta Mercurio, y de ahí que, en varias lenguas, entre ellas la nuestra, recibiera el nombre del planeta como propio, y se denominase mercurio.
Ocho años antes, el astrónomo germano-británico William Herschel (1738-1822) había descubierto un nuevo planeta, al que había llamado Urano, por Uranos, dios de los cielos en los mitos griegos, y padre de Cronos (Saturno). Klaproth decidió nombrar al nuevo metal según el nuevo planeta y lo denominó uranio.
Como se demostró, la pechblenda es un amplia mezcla de óxidos de uranio y, en la actualidad, recibe la denominación de uraninita.
Klaproth trató entonces de hacer reaccionar al amarillo óxido de uranio (en la actualidad, trióxido de uranio, UO3) con carbón vegetal. Los átomos de carbono del carbón vegetal, según esperaba, se combinarían con el oxígeno en el trióxido de uranio, dejando después uranio metálico. Consiguió un polvo negro con lustre metálico y dio por sentado que se trataba del uranio metálico. Lo mismo creyeron en aquel momento todos los demás. El carbono se había combinado con sólo un átomo de oxígeno por cada molécula, depositando el negruzco dióxido de uranio, UO
2
.
En 1841, un químico francés, Eugène Peligot (1811-90), se percató de que había algo raro en aquel «metal de uranio». Cuando llevó a cabo varias reacciones químicas, el uranio del principio y del final no se unían de una forma correcta. Al parecer, había contado con algunos átomos de nonuranio como uranio. Le entraron aún más sospechas de que aquello que consideraba como metal de uranio fuese, en realidad, un óxido y contuviese átomos de oxígeno añadidos al uranio.
Por lo tanto, decidió preparar metal de uranio según un procedimiento diferente. Comenzó con tetracloruro de uranio (UCl
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) y trató de romper los átomos de cloro con el empleo de algún aditivo más activo que el carbón vegetal. Empleó potasio metálico, que no es una sustancia muy cómoda de manejar, pero el cauteloso Peligot llevó a cabo el experimento con el cuidado suficiente como para no sufrir daño alguno.
Los átomos de cloro fueron separados con éxito, todos ellos, y dejaron un polvo negro con unas propiedades por completo diferentes a las del polvo negro Klaproth. Esta vez, el polvo era el metal en sí. Peligot fue el primero en aislar el uranio, medio siglo después de que
se pensase
haberlo ya aislado.
Sin embargo, nadie se preocupó mucho al respecto, excepto unos cuantos químicos. En realidad, el uranio era un metal inútil y nadie, excepto aquel mismo puñado de químicos, había pensado en él o ni siquiera oído nada al respecto.
A principios del siglo XIX, llegó a ser algo aceptado que los varios elementos estaban compuestos de átomos, y que estos átomos tenían unas diferencias características en sus masas. Siguiendo los acontecimientos en varias reacciones químicas, era posible juzgar las masas relativas de las diferentes clases de átomos («Pesos atómicos»), pero también era posible cometer errores.
Al contar la masa del átomo de hidrógeno (el más ligero), como 1, el peso atómico del uranio se consideró, a mediados del siglo XIX, que era de 116.
Esto significaba que los átomos de uranio poseían bastante masa, pero ello tampoco era desacostumbrado. Se creía que los átomos de uranio poseían ligeramente más masa que los átomos de plata, pero un poco menos que los átomos de estaño.
Los átomos con mayor masa eran, en aquel tiempo, según se creía, los del bismuto, el peso atómico del cual era de 209. En otras palabras, se creía que el átomo de bismuto tenía 1,8 veces más masa que el átomo de uranio.
Sin embargo, en 1869, el químico ruso Dmitri Ivanovich Mendeléiev (1834-1917) estaba elaborando la tabla periódica. Disponía los elementos en el orden de su peso atómico, y en un sistema de hileras y columnas que los dividían en familias naturales, con todos los miembros de una familia dada mostrando propiedades similares.
En algunos casos, Mendeléiev llegó a un elemento que no se adecuaba con su clara disposición familiar. Más bien que dar por supuesto que su noción global se hallaba equivocada, se preguntó si los pesos atómicos estarían equivocados en esos casos. Por ejemplo, las propiedades del uranio no cuadraban si se situaba en la casilla del peso atómico 116. Pero sí se adecuaría si se doblaba su peso atómico.
Comenzando desde aquella nueva perspectiva, fue fácil volver a interpretar los hallazgos experimentales, y mostrar que tenía mayor sentido suponer que el peso atómico del uranio se hallaba en las vecindades de 240 (su cifra actual más correcta es la de 238,03).
Esto ocurría en 1871, y por primera vez el inútil metal de uranio ganaba una interesante distinción. Tenía mayor peso atómico que cualquier otro elemento conocido. Sus átomos poseían 1,14 veces mayor masa que los del bismuto.
Durante cerca de un siglo, hasta la actualidad, ha conservado esa distinción en cierto sentido. En realidad, existen átomos con mayor masa que los del uranio, pero todos ellos han sido producidos en el laboratorio y no sobreviven durante mucho tiempo, y mucho menos a través de períodos geológicos.
Podemos expresarlo de esta manera. De todos los átomos presentes en la corteza terrestre en el momento de su formación, los que tienen mayor masa y se encuentran aún hoy en la corteza de la Tierra, en algo más que en trazas que se desvanezcan, son los del uranio. y lo que es más, son los de mayor masa que
puedan
existir (aunque, naturalmente, esto no fue comprendido en 1871).
La posición del uranio al final de la lista de los elementos era interesante… para los químicos. Para el mundo en general, seguía siendo un metal sin valor y que no contaba para nada.
Las cosas siguieron así hasta 1896.
El año anterior, Wilhelm Konrad Roentgen (1845-1923) había descubierto los rayos X y, de repente, se había hecho famoso. Los rayos X se convirtieron en la cosa más de moda en la ciencia, y todos los científicos deseaban investigar el nuevo fenómeno.
Los rayos X de Roentgen habían surgido de un tubo de rayos catódicos, y los rayos catódicos (flujos de electrones a gran velocidad, como pronto se descubrió) producían unas manchas fluorescentes sobre el cristal, y era de esas manchas de donde se extraían los rayos X. Además, los rayos X se detectaban por el hecho de que inducían fluorescencia en ciertos productos químicos. Además, debería existir alguna conexión entre los rayos X y la fluorescencia en general.
(Digamos de paso que la fluorescencia tiene lugar cuando los átomos son excitados, en alguna forma, y llevados a un nivel mayor de energía. Cuando los átomos regresan a la normalidad, la energía surge en forma de luz visible. En ocasiones, la caída a la normalidad se toma su tiempo, y la luz visible se emite cuando se elimina el fenómeno excitador. La luz se llama, en este caso, fosforescencia.)
Llegado el momento, un físico francés, Antoine Henri Becquerel (1852-1908), se interesó en particular por las sustancias fluorescentes, como ya había realizado antes que él su padre. Imaginó que las sustancias fluorescentes podían emitir rayos X junto con luz visible. Opinaba que sería de valor comprobar todo aquel asunto.
Para hacerlo, planeó emplear unas placas fotográficas, muy bien envueltas en unas coberturas negras. La luz no podía atravesar las coberturas, e incluso las exposiciones a la luz solar no conseguirían velar las placas. Colocó la sustancia fluorescente encima de la placa tapada; si la luz fluorescente era únicamente luz, la placa seguiría sin velar. Si, no obstante, la fluorescencia contenía rayos X, que poseían la propiedad de pasar a través de un razonable grosor de materia, también atravesaría aquella cobertura y velaría la placa fotográfica.
Becquerel intentó todo esto con cierto número de diferentes sustancias fluorescentes con resultados negativos; es decir, las placas fotográficas continuaron sin velarse. Una sustancia fluorescente, en la que el padre de Becquerel se había particularmente interesado, era el sulfato de uranilo de potasio, compuesta por moléculas complejas que contenían un átomo de uranio cada una.
De las sustancias fluorescentes empleadas por Becquerel, sólo ésta pareció dar un resultado positivo. Tras un tiempo de exposición al Sol, la placa fotográfica, al revelarse, mostró ciertas zonas veladas. El corazón de Becquerel empezó a latir más de prisa y sus esperanzas crecieron. No tuvo posibilidades de realizar demasiadas exposiciones porque era un día ampliamente cubierto por las nubes, pero, tan pronto como el tiempo aclarase, planeó llevar a cabo un trabajo mejor, proporcionar mayor tiempo de exposición y comprobar la materia más allá de toda duda.
Naturalmente, ya saben lo que sucedió. París padeció una larga temporada de tiempo húmedo y no salió el Sol. Becquerel había conseguido nuevas placas fotográficas, muy bien cubiertas, pero no tuvo la menor posibilidad de emplearlas. Las metió en un cajón, introdujo también allí el sulfato de uranilo de potasio y aguardó a que saliese el Sol.
A medida que los días pasaban y las nubes persistían, Becquerel llegó a intranquilizarse tanto, que decidió realizar algo. Podía revelar las nuevas placas y comprobar si existía alguna leve fosforescencia que incluyese los rayos X. Reveló las placas y quedó estupefacto. Se hallaban tremendamente veladas, casi como si las hubiese expuesto, del todo descubiertas, a la luz del Sol.
Lo que hubiera salido del sulfato de uranilo de potasio había atravesado el papel negro, sin necesitar de ninguna excitación previa por parte del Sol. En realidad, ni siquiera precisó de la fluorescencia, puesto que muestras de sulfato de uranilo de potasio, mantenidas lejos de la luz solar durante períodos prolongados, también velaban las placas. Y lo que es más, los compuestos de uranio que
no
eran fluorescentes velaban asimismo las placas. Y más aún, la extensión del velado dependía de la cantidad de uranio presente y no de cualquiera de los otros átomos.
Era el uranio, específicamente el uranio, el que daba origen a aquellas radiaciones parecidas a los rayos X.
Casi al mismo tiempo, una brillante química polaco-francesa, Marie Sklodowska Curie (1867-1934) había comenzado a estudiar el fenómeno, al que denominó «radiactividad». En otras palabras, el uranio era radiactivo. Curie descubrió que otro elemento, el torio, con unos átomos de casi igual masa que los del uranio (el peso atómico del torio es 232) era también radiactivo.
El hecho de la radiactividad constituyó algo clamoroso. Hasta entonces no se había detectado nada parecido. Las implicaciones fueron incluso más importantes que el hecho en sí.
Los átomos radiactivos emitían radiaciones que se parecían a los rayos X, pero eran incluso más penetrantes. Eran los «rayos gamma».
Pero los átomos radiactivos emitían también algo más, corrientes de partículas mucho más pequeñas que cualesquiera átomos. Ésta fue la prueba final de que algo estaba sucediendo tal y como se había sospechado: que los átomos no constituían las definitivas partículas de la materia, tal y como se había propuesto que fuesen, por vez primera, en 1803 (en realidad, de hecho, ya habían sido concebidas así por los antiguos griegos veintidós siglos antes). Los átomos estaban compuestos de «partículas subatómicas» aún más pequeñas.
Cuando un átomo de uranio, o de torio, emitían una partícula subatómica, cambiaba su estructura y hacía del átomo un nuevo elemento. A fin de cuentas, era posible trasmutar un elemento en otro, como los antiguos alquimistas habían creído, pero bajo condiciones diferentes a las que cualquiera de los alquimistas hubiera llegado a imaginar.
En realidad, el uranio y el torio se mudaban, espontáneamente, en plomo. (Los alquimistas habían tratado de transmutar el plomo en oro, pero aquí la nueva transmutación lo que hacía era el trabajo de
formar
plomo, por el amor de Dios…)