Hahn y Meitner tuvieron la ocurrencia de que podría aportarse una dosis doble de emisión de partículas alfa al bombardeo de neutrones, y que esto convertiría a los átomos de uranio en átomos de radio. (No conozco los detalles de razonamiento, y a veces me he preguntado si Hahn y Meitner pensaban en el emisión de una partícula alfa doble —lo cual en percepción retrospectiva parece improbable—, a causa de la fama generalizada del radio. Si fue así, constituyó el último momento de gloria del radio.)
Hahn y Meitner hubieran podido demostrar esto de haber detectado ligeras trazas de radio en el uranio bombardeado por neutrones. Sin embargo, tan pocos de los átomos de uranio experimentaron tal cambio, que sólo se formaron unos pocos átomos de radio. ¿Cómo podían detectarse tan ligeros vestigios de radio?
En realidad, el radio es un «metal alcalinotérreo», es decir, químicamente parecido a los elementos calcio, estroncio y bario. Es sobre todo semejante al bario. En realidad, es, virtualmente, un gemelo del bario, y si el radio no fuese radiactivo este hecho de la generalidad sería su característica más notable.
En ese caso, supongamos que añadiésemos bario al uranio bombardeado por neutrones, y forzásemos al uranio a llevar a cabo reacciones químicas que separasen del mismo el bario que se habría añadido. Lo que sirviese para separar el bario del uranio (y los métodos químicos para realizarlo eran bien conocidos), también podría aprovecharse para separar el radio del uranio.
El radio y el bario son tan similares químicamente que funcionarían para ambas cosas.
El bario que se añadiría originariamente, como es natural sería del todo estable y no radiactivo. El bario que se separase saldría con el radio adherido y, por ello parecería radiactivo. Esto, en sí mismo, constituiría un buen signo indirecto de que la teoría de Hahn-Meitner de la emisión de la partícula doble alfa era correcta.
El siguiente paso consistiría en someter la mezcla bario-radio a unas más bien tediosas y delicadas reacciones que los separarían en dos. (El bario y el radio son muy similares en propiedades químicas, pero no son enteramente idénticos.
Pueden
separarse.)
Antes de que esto pudiese ser llevado a cabo, la Alemania nazi invadió y anexionó Austria, en marzo de 1938, y la posición de Meitner en Berlín se hizo insostenible. Atravesó la frontera de Holanda y desde allí se dirigió a Estocolmo. El físico danés Niels
Bohr (1885-1962), un vigoroso antinazi, la ayudó a establecerse en su nuevo hogar.
Hahn pudo continuar su trabajo con Fritz Strassman (n. 1902), y cuando el bario añadido quedó separado,
emergió
radiactivo, lo cual fue motivo de alborozo. No obstante, el siguiente paso fracasó. Nada de lo que hicieron logró separar el radio del bario.
Hahn se sintió forzado a lo que le pareció una ridícula conclusión. Si el radio no podía separarse del bario, entonces es que no era radio.
Entonces, ¿cuál era aquella sustancia que no podía separarse del bario con ninguna clase de procedimiento químico? ¡Pues el mismo bario!
¿Podría ser que cuando el uranio era bombardeado por los neutrones se formase un isótopo radiactivo de bario? ¿Que cuando el bario ordinario se añadía y se separaba, el bario radiactivo saliese con él?
Pero el número atómico del uranio era 92 y el número atómico del bario 56. Si el último se formaba del primero, el átomo de uranio debería separarse en dos mitades casi iguales como resultado de su absorción por un neutrón. Constituiría un caso de fisión de uranio; así reviviría la sugerencia de Noddack, pero con el acompañamiento de la correspondiente evidencia.
Hahn pensó en esto, pero no se atrevió a sacar a la luz aquella sugerencia de la fisión de uranio. Le parecía demasiado extravagante.
Mientras tanto, en Suecia, Meitner había llegado exactamente a las mismas conclusiones, pero ella
sí
se decidió a hacerlo público. Tal vez fue porque el golpe desgarrador del exilio la había hecho preocuparse menos por las trivialidad es de lo que la gente llegase a pensar.
Con la ayuda de su sobrino, Otto Robert Frisch, que trabajaba en le laboratorio de Bohr, Meitner redactó una carta, fechada el 16 de enero de 1939, en la que daba las líneas generales de su sugerencia sobre la fisión de uranio, y la envió a la revista científica
Nature
para su publicación.
No obstante, mientras esto sucedía, Frisch le contó a su jefe, Bohr, el asunto de la carta antes de que ésta fuese publicada. Bohr iba a dirigirse a Estados Unidos para llevar a cabo unas conferencias sobre Física en Washington, D. C., el 26 de enero de 1939, y extendió por allí la noticia en cuanto llegó, antes asimismo de que la carta se publicase.
Y así fueron las cosas…
Puesto que nadie había escuchado a Noddack; dado que Hahn había titubeado; porque Meitner se encontraba en el exilio; a causa de que su sobrino trabajaba para Bohr; porque Bohr dio la casualidad de que se encontró en Estados Unidos en el momento oportuno… Por todas estas causas, no fueron los físicos alemanes los que siguieron adelante con la primera evidencia experimental de la fisión del uranio, sino los físicos norteamericanos.
En visión retrospectiva, a uno le entran sudores fríos cuando se representa una nube en forma de hongo encima de Nueva York, y la bandera de la esvástica ondeando en la Casa Blanca… Pero ni siquiera esto de librarse por los pelos acabó aquí, tal y como veremos en el siguiente capítulo.
En 1755, los británicos mandaron un ejército a América del Norte, bajo el mando del general Edward Braddock, para disputar a los franceses su avance hacia la Pensilvania occidental.
Braddock tomó cariño a un joven virginiano de veintitrés años, que ya había combatido allí contra los franceses (sin éxito), y le nombró su ayudante de campo. Fue el único ayudante colonial entre un grupo de británicos.
Braddock hizo luego marchar a sus hombres al sitio donde se alza la actual Pittsburgh, y trató de luchar allí al estilo de las batallas europeas, con todos sus hombres cuidadosamente alineados y disparando una descarga tras otra. Tuvieron enfrente a los franceses y a los indios que, al observar que se hallaban combatiendo en un bosque sin caminos, se escondieron detrás de los árboles.
Los franceses y los indios dispararon a discreción desde detrás de aquellos árboles y segaron a los británicos, los cuales constituían unos espléndidos blancos con sus brillantes uniformes rojos. Los británicos no tenían nada visible adonde devolver el fuego y, cuando trataron de buscar cobertura, Braddock les hizo volver a ponerse en línea con gritos, juramentos y la parte plana de su sable.
Naturalmente, los británicos sufrieron una carnicería, y Braddock resultó mortalmente herido, muriendo unos días después musitando:
—¿Quién podía haberlo pensado?
La parte de aquel ejército que quedó con vida lo debió al ayudante de campo virginiano que, cuando finalmente los británicos rompieron filas y echaron acorrer, cubrió su retirada con sus propias tropas de Virginia, las cuales combatían al estilo indio.
El joven virginiano salió de la batalla sin el menor rasguño. Sus caballos murieron debajo de él. Cuatro balas le atravesaron las ropas. Fue el
único
ayudante de campo que quedó vivo (el único del todo incólume) en aquella carnicería.
El nombre del virginiano (ya sé que van por delante de mí), era George Washington.
Oí por primera vez esta historia en clase, cuando sólo tenía diez años. El maestro (al que llamaré Mr. Smith), se emocionó mucho al respecto, y nos dijo que aquello constituía, claramente, el dedo de Dios. Washington, nos contó, fue salvado para que, veinte años después, pudiese llevar a las colonias a la victoria en la Guerra Revolucionaria, y de este modo fundar los Estados Unidos de América.
Yo escuché aquello con profundo escepticismo. En primer lugar, me parecía que Dios no era norteamericano, y debía cuidar por igual de todas las personas. Si fuese, realmente, eficiente se hubiese imaginado alguna forma de llevar a cabo aquel propósito sin una batalla, y haber salvado la vida de
todos.
Pero luego, un repentino y estremecedor pensamiento cruzó mi mente, y levanté excitado la mano.
El maestro señaló hacia mí y dije:
—¿Cómo puede decir que se trató del dedo de Dios, mister Smith? Según todo lo que sabemos, murió alguien en aquella batalla que, de haber vivido, habría sido mejor que George Washington y hubiese tramado una forma de conseguir la independencia sin una guerra.
Ante aquello, Mr. Smith se puso rojo. Los ojos se le salieron de las órbitas, me señaló con un dedo y me gritó:
—¿Estás tratando de decirme que alguien lo hubiese hecho mejor que George Washington?
Yo sólo tenía diez años, por lo que me asusté mucho y me apresuré a echarme hacia atrás, pero sólo de cara al exterior. Dentro de mi cabeza, no di el brazo a torcer, y estuve seguro de que describir algo como representativo del dedo de Dios constituía una tontería. En todo conflicto de cualquier clase, ya sea entre individuos o entre naciones, lo que le parece el dedo de Dios al vencedor, seguramente que, el perdedor, lo considera más bien la pezuña del diablo.
Y, sin embargo, qué tentador resulta jugar al juego del «dedo de Dios». Acabé mi anterior ensayo con el descubrimiento de la fisión del uranio, señalando las series de afortunados accidentes que llevaron a que el trabajo inicial del proceso se hiciese en Estados Unidos en vez de en la Alemania nazi, sentí tal alivio ante todo esto que alguien podía suponer que pensaba que el dedo de Dios había tenido algo que ver con todo ello.
Bien, pues aún no he acabado.
Consideremos la situación de Leo Szilard, en 1939. Como ya he explicado, había estado pensando en la idea de una reacción nuclear en cadena. Su primer intento en esa dirección, implicó la interacción de un neutrón con un núcleo de berilio, de tal forma que se liberasen dos neutrones. Sin embargo, hacía falta un rápido neutrón energético para que interactuase con el núcleo de berilio, y sólo se liberaban neutrones lentos, neutrones con demasiada poca energía para obrar recíprocamente, con posteriores núcleos de berilio.
Por otra parte, el uranio lleva a cabo la fisión estimulado por neutrones
lentos.
En realidad, libera neutrones rápidos en el proceso que no son tan eficientes en romper los núcleos de uranio lo mismo que los neutrones lentos. (Se mueven demasiado de prisa y no permanecen en las proximidades de un núcleo el tiempo suficiente para conseguir una buena posibilidad de reacción.)
Sin embargo, mientras que los neutrones lentos no puedan ser acelerados, los neutrones rápidos sí pueden ser con facilidad retardados. Así, pues, si se ha empezado a fisionar el uranio, y se han producido neutrones lentos, se puede continuar la fisión del uranio acelerando con rapidez a fin de producir una bomba de una potencia sin precedentes y del todo devastadora.
En 1939 quedó claro para Szilard que el mundo estaba en el umbral de la guerra, que la Alemania nazi podía vencer en aquella guerra y que esa nación representaba un mortal peligro para la civilización.
Szilard estaba más que seguro de que era del todo posible el que se desarrollase una bomba de fisión de uranio, en el transcurso de la guerra, y le parecía también del todo claro que cualquiera de los bandos que desarrollase y emplease primero la bomba, sería el que ganase la guerra, aunque se encontrase al borde de la derrota antes de su uso. ¿Así, pues, quién conseguiría la bomba primero, Alemania o Estados Unidos? (Existía cierta posibilidad de que Gran Bretaña o Francia pudiesen lograrlo también. Pero nadie, en aquel tiempo, creía que la Unión Soviética o Japón tuviesen la menor posibilidad.)
Sin embargo, Szilard podía haber opinado que las oportunidades estaban de parte de los alemanes por cierto número de razones.
1. La tradición científica en Alemania era mucho más fuerte que en Estados Unidos. Durante el período comprendido entre 1850 y 1914, Alemania había llevado la delantera en el mundo en lo que se refiere a investigación científica, mientras que Estados Unidos estaba tan atrasado en este respecto, que cualquier norteamericano que quisiese seguir una carrera científica debía pasar en. Alemania, por lo menos, parte de su trabajo de licenciatura. Alemania era potente, de forma específica, en física nuclear, y era en Alemania donde se había llegado, en primer lugar, a la evidencia de la fisión del uranio.
2. Alemania se encontraba bajo el dominio absoluto de Adolf Hitler, el cual, si se interesaba en las posibilidades de una bomba nuclear, podría, sin obstáculos, echar mano de todos los recursos de la nación para su desarrollo, sin que el dinero constituyese ningún obstáculo. Por otra parte, Estados Unidos era una democracia regida por unas personas para los que el objetivo más importante lo constituía la reelección. y el emplear un montón de dinero en un plan muy poco serio, de tipo ciencia ficción, que ponía en peligro el escaño del Congreso, constituía algo que nadie podía permitirse.
3. Alemania constituía una sociedad cerrada, y si Hitler se interesaba por la posibilidad de una bomba nuclear, cualesquiera descubrimientos alemanes en aquella dirección se hubieran mantenido en el mayor de los secretos. Por el contrario, en Estados Unidos todos los descubrimientos serían en seguida publicados y discutidos, por lo que Alemania se beneficiaría de cualquier avance que realizasen los norteamericanos, pero no viceversa.
Szilard sintió que le correspondía a él hacer algo a este respecto y, hasta donde pudiera, procurar que las posibilidades se hallasen en favor de Estados Unidos.
He dado estos tres puntos en orden de decreciente dificultad.
Por ejemplo, el primer punto, en lo referente a la tradición científica de Alemania y a la carencia de ella por parte de Estados Unidos, constituye un hecho histórico y nada se podía hacer al respecto, excepto que cambiase, y me imagino que Szilard ya era consciente de ello.
Desde la Primera Guerra Mundial, Alemania había perdido su preeminencia en la Ciencia, y Estados Unidos había ido avanzando con rapidez. Además, el mismo Hitler era el mejor aliado de Szilard a este respecto. El punto de vista paranoico en lo referente al racismo había debilitado mucho a la Ciencia alemana, y había inundado Occidente de refugiados científicos, que podrían tener la habilidad de facilitar una bomba nuclear a Estados Unidos, y las más fuertes motivaciones para desear hacerlo.