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Authors: Jack Vance

El Rey Estelar (24 page)

BOOK: El Rey Estelar
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—Ésa es la última de sus preocupaciones.

Ella le miró cautamente. Gersen se encontró incapaz de descifrar sus pensamientos.

—¿Tú eres..., tú no eres su amigo?

Gersen sintió que le invadía una verdadera enfermedad.

—No. No soy su amigo. Por supuesto que no. ¿Es que dijo eso?

—Él dijo... él dijo...

Y se volvió para mirar con perplejidad hacia Hildemar Dasce.

—No creas nada de lo que te dijo. —Y la miró intensamente para tratar de descubrir en el bello rostro de la chica el alcance de su
shock
y su confusión—. ¿Te encuentras... bien?

Ella rehusó encontrar la mirada de Gersen. Éste le dijo con dulzura:

—Voy a llevarte a Avente de nuevo, querida. Ahora te encuentras a salvo.

Ella se limitó a aprobar con la cabeza, como ausente. Si pudiera de algún modo exteriorizar sus emociones, con lágrimas, incluso con reproches...

Gersen suspiró desesperado y se apartó de Pallis. El problema continuaba sin resolver: cómo conducir a todos ellos a la plataforma de la espacionave. No se atrevía a dejar solos ni a Pallis ni a Rampold con Hildemar, ya que evidentemente gozaba de un completo control sobre ambos desde hacía tiempo. Volvió a colocar sobre la cabeza de Dasce el casco transparente y lo arrastró a través del túnel, salió a la planicie y lo dejó donde ninguno de los dos del interior pudiese verle.

Los reactores funcionaron a toda potencia y la sobrecargada plataforma volante auxiliar de la espacionave cabeceó dando bandazos alrededor de la meseta, produciendo un abanico de polvo mientras conseguía la suficiente aceleración en la débil atmósfera. Frente a él surgía imponente la espacionave, en el vasto horizonte. Gersen aterrizó junto a la escotilla de entrada. Con el arma en la mano dispuesta para entrar en acción saltó la escalera. En el interior, Malagate habría observado su aproximación y visto el cargamento de la plataforma voladora. Malagate ignoraría lo que Dasce le había dicho a Gersen. Estaría en guardia y tenso ante la indecisión. Dasce, que habría reconocido la espacionave, podía sospechar, pero no estaría seguro de que Malagate se hallase en el interior.

La cámara de descompresión se cerró herméticamente, las bombas funcionaron y la puerta de acceso al interior se corrió hacia un lado. Gersen entró. Kelle, Detteras y Warweave se hallaban sentados en la gran cabina central. Le miraron con cara de pocos amigos. Ninguno hizo el menor movimiento.

Gersen se despojó del casco.

—Ya estoy de vuelta.

—Ya lo vemos —dijo Detteras.

—He tenido suerte —comentó Gersen tranquilamente— Traigo a un prisionero conmigo. A Hildemar Dasce. Una advertencia para ustedes. Este hombre es un asesino brutal. Está desesperado. Voy a tratar de mantenerle bajo muy rígidas condiciones. No quiero que ninguno de ustedes se interfiera en mis cosas ni haga lo más mínimo en favor de ese individuo. Las otras dos personas que traigo son un hombre a quien Dasce ha tenido enjaulado durante diecisiete años y una chica que Dasce raptó y cuya mente ha sufrido serias consecuencias. Ella podrá utilizar mi cabina. Encerraré a Dasce en la bodega de carga. El otro hombre, Robin Rampold se considerará feliz utilizando cualquier asiento.

—Este viaje se hace más extraño a cada hora que pasa —comentó Warweave.

Detteras se puso en pie impaciente.

—¿Por qué ha traído usted a ese Dasce a bordo? Estoy sorprendido de que no le haya matado.

—Considéreme escrupuloso, si lo prefiere.

—Continuemos, estamos ansiosos de terminar este viaje tan pronto como sea posible —concluyó Detteras.

Gersen hizo entrar en la espacionave a Pallis con Rampold, colgó la plataforma volante en su sitio y llevó a Dasce a la bodega de la espacionave donde le quitó el casco. Hildemar le miraba fijamente sin mediar palabra.

—Podrías ver a alguien a bordo a quien reconocerías —le dijo Gersen—. El no desea que su identidad sea conocida de sus otros dos colegas, porque estropearía sus planes. Serás más prudente si cierras el pico.

Hildemar no respondió. Gersen procedió a atarle con todo cuidado: Hizo un nudo en el centro de un largo cable, con el espacio suficiente para que cupiese exactamente el cuello de Hildemar Dasce. Los extremos del cable fueron ajustados a ambos extremos de la bodega de tal forma que obligasen al prisionero a permanecer en el centro de la estancia, con las puntas a tres metros de distancia a derecha e izquierda, fuera de su alcance por completo. Incluso con las manos libres, no habría podido hacer nada por liberarse de la trampa que le tenía sujeto. Gersen cortó entonces las ligaduras de los pies y las manos de su mortal enemigo. Dasce le atacó al instante. Gersen se echó de lado y golpeó la cabeza del asesino con el cañón del arma. Dasce cayó de bruces sin sentido. Gersen le despojó de su traje espacial, le registró los bolsillos de los pantalones blancos sin encontrar nada. Hizo una comprobación final de los nudos y volvió al salón principal de la nave, cerrando cuidadosamente la escotilla tras él.

Rampold ya se había quitado su traje espacial y permanecía quieto en un rincón. Kelle y Detteras habían hecho lo mismo con Pallis Atwrode y le habían ayudado a cambiarse. Se sentó a un lado de la cabina con una taza de café, el rostro macilento y los ojos bajos. Kelle dirigió una mirada de desaprobación a Gersen.

—Esta señorita es Pallis Atwrode, la recepcionista del Departamento. En nombre del Cielo, ¿qué relación tiene usted con ella?

—La respuesta es muy simple —respondió Kirth—. La conocí el primer día que visité la Universidad y le pedí que saliera conmigo aquella noche. Supongo que por razones de malicia o despecho, Hildemar Dasce me dejó fuera de combate y raptó a la señorita Pallis. Consideré un deber rescatarla y así lo he hecho.

Kelle habló con una leve sonrisa de aprobación.

—Supongo que no podemos reprocharle que haya hecho tal cosa.

—Imagino que ahora continuaremos hacia nuestro destino primitivo —advirtió Warweave con voz seca y autoritaria.

—Esa es mi intención.

—Sugiero, pues, que salgamos cuanto antes.

—Sí —intervino Detteras de mal talante—. Cuanto antes pongamos fin a este fantástico viaje, tanto mejor.

La estrella enana roja y su débil compañera se confundieron en una sola en el espacio. Dasce, al recobrar el conocimiento, se retorció como un condenado intentando arrancarse sus ligaduras. Hizo tales esfuerzos que se ensangrentó los dedos, y arañó la cuerda de acero hasta destrozarse las uñas. Entonces intentó algo distinto: tirarse al suelo y moverse de un lado a otro, procurando que el cable se aflojase de donde estaba tensado en las paredes de la bodega, primero a la derecha y después hacia la izquierda; pero sólo consiguió desgarrarse el cuello. Cuando se convenció de que se hallaba indefenso abandonó la lucha y pateó el suelo con furia. Su mente trabajó febrilmente. ¿Cómo pudo Gersen localizar la estrella roja y su compañera, donde tenía el escondite? Ningún ser vivo conocía la localización exacta, excepto él mismo y Attel Malagate. Dasce pasó revista a las ocasiones en las cuales hubiese embaucado o tratado de engañar a Malagate, imaginando si en alguna de ellas Malagate había decidido hacerle pagar su osadía.

En el salón, Gersen permanecía sentado en un sofá cómodamente. Los tres prohombres de la Universidad —uno de los cuales no era un hombre— se sentaban juntos al otro extremo. Allí estaba Kelle, suave, fastidioso, de físico compacto; Warweave, ectomórfico y saturnino, y Detteras, corpulento, inquieto y caprichoso. Gersen miró especialmente a su sospechoso, constatando cada movimiento, cada palabra y cada gesto para corroborar su sospecha, buscando cualquier signo que demostrase la evidencia que precisaba. Pallis permanecía sentada, perdida en un sueno ausente. De vez en cuando sus facciones se retorcían de dolor y sus dedos se agarrotaban en las palmas de sus manos. No, no tendría ningún escrúpulo en matar a Hildemar Dasce. Robin Rampold continuaba examinando los microfilms de la librería, mirando el índice y acariciándose la barbilla con aire pensativo.

Robin se volvió hacia Gersen, atravesando la estancia con aire de lobo. En una voz tan educada que parecía servil, le preguntó:

—Él... ¿está él vivo?

—Por el momento, sí.

Rampold vaciló, abrió la boca y la volvió a cerrar. Finalmente preguntó con desconfianza:

—¿Qué planes tiene para él?

—No lo sé —repuso Gersen—. Necesito utilizarlo todavía.

Rampold se animó. Hablando en voz calmosa como si tuviese miedo de que los demás ocupantes de la cabina pudieran oírle, volvió a preguntar:

—¿Por qué no lo deja usted a mi cargo? Así descansaría de su obligación de vigilarlo y atenderlo.

—No —dijo Gersen—. Creo que no.

La cara de Rampold se hizo más desesperada.

—Pero... es que lo necesito.

—¿Lo necesita, de veras?

Rampold hizo un gesto con la cabeza.

—Usted no puede comprenderlo. Durante diecisiete años él ha sido... —Y se detuvo como si no encontrase las palabras. Después continuó—: Sí, ha sido el centro de mi existencia. Ha sido como un dios personal. Me ha provisto de comida, bebida y... dolor. Una vez me llevó un gatito, un precioso gatito negro. Me miraba cuando lo tocaba, sonriendo con aire benigno y afable. Pero aquella vez le desilusioné. Maté en el acto a la pobre criatura. Porque conocía sus planes. Deseaba esperar hasta que yo le tomase cariño al pobre animalito, y entonces él le habría matado, torturándolo donde yo hubiera podido verlo. Por supuesto que me hizo pagar por aquello.

Gersen dejó escapar un profundo suspiro.

—Tiene demasiado poder sobre usted. No puedo confiárselo.

Las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de Rampold. Farfulló una serie de dispares afirmaciones.

—Es extraño. Siento pesadumbre ahora. Lo que siento por él es algo que no puedo traducir en palabras. Va hacia lo extremo y más allá y se convierte casi en ternura. Las cosas pueden ser tan dulces que saben a amargo, y agriarse hasta saber a salado... Sí, me cuidaría de él con toda mi voluntad. Le dedicaría el resto de mi vida devotamente. —Y adoptó una actitud suplicante—. Confíemelo. No tengo nada, ya tendré ocasión de pagárselo.

Gersen se limitó a sacudir la cabeza.

—Ya hablaremos de eso más tarde.

Rampold movió la cabeza pesadamente y atravesó la sala. Gersen miró hacia donde se encontraban los tres prohombres de la Universidad de Avente, que seguían una conversación trivial. En apariencia estaban todos de acuerdo, tácita o expresamente, en una política de total desinterés hacia los nuevos pasajeros. Gersen sonrió. Malagate no se atrevería a confrontarse con Hildemar Dasce. El temperamento de Dasce no era astuto, sino inclinado a la brutalidad y a la violencia. Malagate trataría de hacerle llegar alguna nota o buscaría la oportunidad de matar a Hildemar discretamente.

La situación era inestable; más pronto o más tarde, estaba destinada a romperse. Gersen jugueteó con la idea de precipitar el momento, trayendo a Dasce al salón o bien llevando a Kelle, Warweave y Detteras a la bodega de la espacionave... Decidió esperar. Todavía llevaba sus armas encima; los hombres de la Universidad, aparentemente seguros de sus buenas intenciones, no le habían requerido para que las dejase en el armario. «Sorprendente», pensó Gersen. Malagate no sospechaba que estaba siendo observado de cerca. Debería hallarse tranquilo y confiado y quizá buscaría el pretexto para ver a Dasce en su prisión. «Vigilancia» pensó Gersen. Daba la casualidad de que Rampold sería en aquella ocasión un buen aliado. A pesar de todas las torturas sufridas en aquellos diecisiete años, no dejaría de permanecer tan alerta como el propio Gersen, ante cualquier movimiento relativo a Hildemar Dasce.

Gersen se puso en pie y se dirigió a popa, a la bodega de carga de la espacionave, atravesando el cuarto de motores. Dasce, le miró ferozmente. Gersen notó la sangre en sus dedos y dejó el proyector fuera del alcance de su enemigo, por si acaso se aproximaba a él. Dasce trató de atacarle a puntapiés como un perro rabioso. Gersen le golpeó con el dorso de la mano en el cuello y le abatió. Gersen volvió a cerciorarse de que el cable se hallaba bien seguro en sus extremos y se echó hacia atrás, fuera de su alcance.

—Parece que las cosas te van mal ahora, amigo —dijo Gersen.

Dasce le escupió. Gersen retrocedió.

—Estás en situación muy pobre para una ofensiva.

—¡Puaf! ¿Qué más puedes hacerme? ¿Crees que le tengo miedo a la muerte? Yo vivo sólo de odio.

—Rampold ha solicitado cuidarse de ti.

—Me teme como a una serpiente. Es suave como la miel. Ya no resultaba interesante martirizarlo.

—Me imagino cuánto tiempo le llevará convertirse en un hombre como tú.

Dasce volvió a escupir de nuevo.

—Dime cómo encontraste mi estrella.

—Tenía información suficiente.

—¿De quién?

—¿Y qué importa eso, qué diferencia hay? —repuso Gersen—. Nunca tendrás la oportunidad de hacérselo pagar —concluyó tratando de introducir una nueva idea en la mente de Dasce.

Dasce retrajo la boca con una horrible mueca.

—¿Quién se encuentra a bordo?

Gersen no contestó. Desde la sombra observaba detenidamente a aquel monstruo. Tenía que sospechar hasta el punto de la total certidumbre que Malagate se hallaba a bordo de la espacionave. Dasce podía estar no menos inseguro que el propio Malagate. Gersen barajó una media docena de preguntas que hicieran confesar a Dasce el nombre bajo el que Malagate se ocultaba. Dasce trató de adoptar una postura de halago.

—Vamos, puesto que como dices, estoy sin ayuda posible y a tu merced, sólo quiero saber la persona que me ha traicionado.

—¿Quién supones que haya podido ser?

Dasce hizo una mueca ingenua.

—Tengo muchos enemigos. Por ejemplo, el sarkoy. ¿Ha sido él?

—El sarkoy está muerto.

—¡Muerto!

—Te ayudó a raptar a la joven. Yo le envenené.

—¡Puaf! Mujeres hay en todas partes. ¿Por qué excitarse por eso? Déjame libre. Tengo inmensas riquezas y te daré la mitad si me dices quién me traicionó.

—No fue Suthiro el sarkoy.

—¿Tristano? Seguramente que no ha sido Tristano. ¿Cómo podía saberlo?

—Cuando encontré a Tristano, tenía muy poco que decir.

—¿Quién entonces?

—Muy bien —dijo Gersen—. Te lo diré, ¿por qué no? Uno de los administradores de la Universidad de la Provincia del Mar fue quien me dio la información.

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