El puente de Alcántara (92 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

BOOK: El puente de Alcántara
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Cuando despertó aún era de noche, pero ya se oía el canto de los primeros pájaros. Se sentó. Estaba bañado en sudor y sentía la frente fría. Nujum yacía entre sus piernas, estirada como una gata joven. Seguía dormida, y su respiración sonaba muy fuerte. Lope se quedó quieto para no despertarla.

—Quisiera hacerte un regalo, Lope de Guarda —le había dicho Ibn Ammar antes de despedirlo aquella noche después de la audiencia—. Espero que te guste y que lo aceptes. Me haría muy feliz poder pagarte de esta manera parte de mi deuda de gratitud.

¿Era Nujum el regalo del que había hablado Ibn Ammar? ¿Era tanto su agradecimiento que le había regalado una muchacha?

Primero habían asistido a un desfile militar a las puertas de la ciudad y habían presenciado la marcha del ejército del príncipe. En primera línea, el estandarte verde del príncipe; los atabales, a caballo; las trompetas y demás instrumentos de viento de la banda, tras el chinesco de plata. Luego, mulas y camellos cargados de regalos y trajes de honor, que el príncipe pensaba obsequiar a los oficiales de sus tropas. Divisiones de caballería en apretada formación, cada unidad vestida de un colon distinto, rojo carmesí, azul celeste, dorado, con ondulantes pendones en las lanzas, los caballos de las primeras líneas con gualdrapas del mismo color. Luego, el príncipe en persona, montado en un corcel blanco y vestido con un brillante mantón blanco, blancas botas de seda y un pañuelo blanco a la cabeza. Justo detrás de él, en un caballo morcillo, un gigante negro vestido de oro y púrpura, sosteniendo sobre el príncipe la sombrilla de seda verde adornada con piedras resplandecientes, símbolo de su dignidad regia. Pegado al portador de la sombrilla, y vestido con tanto lujo como él, el portador de la espada del príncipe. Más atrás, cuatro guardaespaldas. Luego el hadjib, abriendo el séquito del príncipe: los visires y dignatarios de la corte, los qadis y funcionarios de la ciudad, todos en ricas galas de fiesta. Finalmente, los negros de la guardia personal del príncipe, seguidos por lanceros vestidos con levitas negras y, entre ellos, porteadores cargados de arcones tachonados en cobre, que contenían las soldadas de honor que se repartirían ese día a la tropa. Y más atrás, como cierre, el gran timbal de latón repujado, cuyo sonido sordo y retumbante apagaba cualquier otro ruido.

Por la tarde habían presenciado en la gran sala de audiencias del al–Qasr la recepción dada a una embajada del príncipe de Almería. La corte había sacado a relucir toda su pompa. Soldados habían formado una calle de dos filas desde la puerta que daba al río hasta la entrada al palacio. Habían atravesado tres salones, cada uno ocupado por toda una tropa de criados magníficamente vestidos, que habían saludado a los invitados y los habían ido acompañando trecho por trecho, hasta llegar finalmente al salón en el que se encontraba el príncipe. A la entrada del salón, porteros de librea, guardias bien armados, con yelmos de plata, y funcionarios de protocolo, que sólo dejaban entrar a los privilegiados invitados.

Pajes morenos los habían rociado con perfume; un alto funcionario del palacio, provisto de un bastón de plata, había gritado sus nombres mientras entraban en el salón. Alrededor estaban los dignatarios, dispuestos según su rango, vestidos con más lujo aún que durante el desfile. El príncipe era el único que estaba sentado, el único vestido de blanco, más espléndido aún que quienes lo rodeaban. El portador de la sombrilla, lleno de oro y piedras preciosas. El paje encargado del mosquero, con una túnica cubierta de pies a cabeza por perlas. A la derecha del príncipe, dos de sus hijos; a la izquierda, Ibn Ammar, el hadjib.

Lope no había visto jamás semejante despliegue de color, semejante lujo, semejantes galas, que hacían que hasta el más humilde paje pareciera un señor. Luego había visto también cómo el embajador de Almería presentaba sus respetos al príncipe; había presenciado el intercambio de regalos, la entrega de los trajes de honor, el ceremonial de discursos y saludos. Y había quedado convencido de que era imposible que existiera en todo el mundo un soberano más poderoso que al–Mutamid, el príncipe de Sevilla.

A la mañana siguiente había salido de la ciudad con el séquito de Ibn Ammar. Por la tarde habían llegado al palacio de verano del hadjib, situado en las montañas del norte. Un palacio blanco, rodeado de un vasto panque, que una vez había pertenecido a los califas de Córdoba. Esa misma noche, Ibn Ammar lo había mandado llamar a su presencia.

Se habían visto a solas en una pequeña habitación, cubierta de tapices, en lo alto de una torre. Sólo un pequeño paje negro había entrado de tanto en tanto para atenderlos. Ibn Ammar había hablado de Barbastro y de su encuentro al pie de la muralla. Había hablado de Yunus y de cuán agradecido estaba al hakim, y, por un instante de pasmo y felicidad, Lope había acunado la esperanza de que, a pesar de todas las dificultades, los sueños que lo unían a Karima aún podían convertirse en realidad. Pero Ibn Ammar, sin darse cuenta, no había tardado en destruir sus esperanzas con un par de palabras secas.

El hadjib había hablado de Zacarías, el joven médico que había cuidado de Lope en el hospital. Había dicho que Yunus quería desposar a su hija con ese joven médico, que ya estaba prometida, que el matrimonio ya estaba pactado desde hacía algún tiempo. Había dicho que por ese motivo quería incluir a Zacarías en la lista de sus médicos de cabecera, para honrar a Yunus a través de su yerno. No había dejado ninguna salida abierta. Nada a lo que Lope pudiera aferrar sus esperanzas.

Mientras Lope se perdía en estos recuerdos, fuera ya había amanecido, y el gorjeo de los pájaros se había hecho tan intenso que parecía como si todos los pájaros del parque se hubieran reunido frente al pabellón para cantar a la mañana. No se oía nada más que el canto de los pájaros y el ligero murmullo del agua cayendo sobre el mármol. Luego, de pronto, una voz nueva se sumó al concierto, primero tímida y vacilante, como si tuviera que cerciorarse de su canto antes de lanzarse a las alturas con alegre fuerza, clara y delgada como el sonido de una flauta, sollozante, melodiosa, superando cada trino con otro aún más desgarrador, abandonándose una y otra vez a nuevas melodías, tan indescriptiblemente bella que todos los otros pájaros parecieron enmudecer.

Era un pájaro pequeño y poco vistoso, de pico amarillo. Se hallaba dentro de una jaula colgada del punto más alto de la cúpula, por donde una abertura dejaba pasar la luz. Estaba posado en la varilla más alta de la jaula, tan cerca de la abertura como se lo permitían las rejas. No podía ver el panque, pero parecía intuir que el agujero abierto encima de él conducía a la libertad, y cantaba con el pico levantado hacia arriba, como si quisiera gritar al exterior. Cantaba sin cesar. No parecía esperar una respuesta, y a veces se percibía, en medio de su alegre canto, un tonillo lastimoso, como si no cantara a la alegría de esa mañana, sino al recuerdo de otra mañana, vivida en algún otro lugar más feliz.

Cuando el primer rayo de sol doró el tamiz de la abertura de la cúpula, el pájaro enmudeció, y de repente se hizo un extraño silencio, en el que los cantos de las otras aves no eran ya más que un eco lejano.

Lope sintió que Nujum se movía, como si el repentino silencio la hubiera despertado. Vio que abría los ojos y vio su sonrisa al advertir cómo se había acurrucado entre las piernas de Lope mientras dormía. Todavía medio dormida, empezó a acariciarlo, y sus dulces manos difuminaron todos los pensamientos que oprimían a Lope, que, ahora ligeros y vagos, simplemente se desvanecieron.

Yunus se esforzaba por hacer creer a su hija que todo seguía el curso habitual. Pero cada día le resultaba más difícil. Por la mañana, cuando se sentaban a desayunar juntos y la conversación se tornaba monosilábica, a Yunus las pausas se le hacían insoportablemente largas. En la cena, cuando contaba a su hija lo ocurrido durante el día, se sentía tan penosamente charlatán, sentía tan falso y mentiroso el tono de parloteo que adoptaba su voz, y su comportamiento le parecía tan poco natural, que creía que todo el mundo debía de notarlo. Por momentos estaba convencido de que Karima lo había descubierto hacía mucho. Por momentos dudaba si acaso ella se habría dado cuenta de algo.

Él, por su parte, había pasado mucho tiempo sin advertir cuánto había cambiado su hija, cuánto había adelgazado, y que se había vuelto más callada y taciturna. Desde que sabía lo que pasaba por la mente de Karima, Yunus descubría cada día nuevos signos de esa inquietante transformación. Había adelgazado ostensiblemente. Sus ojos se veían desmesuradamente grandes en su rostro pálido, de piel ya casi transparente. Apenas probaba bocado. A menudo estaba tan ausente que no escuchaba cuando le hablaban. Después de que Ibn Ammar le dijera que Lope ya no representaba peligro alguno, Yunus había llevado a su hija al consultorio con frecuencia, en la esperanza de que el trabajo la distrajera. No se le había ocurrido pensar que, por el contrario, esto sólo empeoraría las cosas, pues estando fuera de casa Karima podía albergar cada instante la esperanza de que el joven español apareciera en la calle en cualquier momento. Debido a ese estado de constante tensión, Karima se había desmayado dos veces, y a Yunus no le había quedado más remedio que dejarla en casa, bajo la vigilancia de Dada y Ammi Hassán.

También la había observado una y otra vez el sabbat, en la sinagoga, y en cada ocasión el aspecto de la muchacha había sido para él como un cuchillo atravesado en la garganta. Yunus había visto el sofocado nerviosismo de su hija de camino a la sinagoga, sus ojos centelleantes de expectativa buscando a Lope en el antepatio, y su profunda desesperación al tener que admitir que buscaba en vano. Había momentos en que Yunus maldecía haber recurrido a Ibn Ammar. Había momentos en que estaba a punto de ceder y de dejar que todo siguiera su curso natural.

Pero él era médico, y conocía bastante bien los síntomas que observaba en su hija. Había visto a muchos padres desesperados que llevaban a su consultorio a una muchacha pálida y demacrada, con todos los síntomas de ese mal producido por un amor desdichado. Sabía por experiencia propia cuán rápidamente solía pasan ese mal, incluso sin ayuda del médico. Sin embargo, una vez se había dado un caso trágico: hacía ocho años, la hija de uno de los ancianos del Consejo se había arrojado al agua a causa de un joven; pero esa había sido la única, extraña excepción. Y Yunus estaba convencido de que su hija era inmune a tal grado de desesperación. No era de las que se rinden; era demasiado fuerte como morir de ese mal.

No obstante, más tarde Yunus comprendió que Karima también era demasiado fuente como para sucumbir a los deseos de su padre. Era demasiado testaruda, demasiado consciente de su propio valor, como para renunciar a Lope sin más y olvidarlo. Así, Yunus decidió recurrir por segunda vez a Ibn Ammar.

Dos días después vino un secretario con la noticia de que el hadjib se había permitido poner a disposición de Yunus una barca para la fiesta del final del ayuno, al acabar el Ramadán. Una gran barca, con un timonel, cuatro remeros y espacio para más de veinte pasajeros. Yunus invitó a sus amigos Ibn Eh y ar–Rashidi, con sus respectivas familias, y también a Nabila y Sarwa y sus hijos. Ammi Hassán cargó cojines y almohadones y la vieja Dada preparó comida y bebida para la excursión por el río.

Como de costumbre, el día de la fiesta la ciudad estaba muy animada. A los musulmanes, el Ramadán se les hacía muy arduo cuando tocaba en época de calor, y tanto más celebraban entonces el final del periodo de ayuno. Los judíos y cristianos también celebraban. Las tabernas del suburbio de Taryana estaban abiertas toda la noche, había música en todas las calles y el río estaba tan infestado de barcas que a veces parecía como si uno pudiera ir de una orilla a otra sin mojarse los pies. Una de las diversiones preferidas que la sociedad sevillana reservaba para los días de fiesta era una excursión por el río. La gente de pocos recursos salía en botes de pescadores y balsas hechas por ellos mismos; los pudientes alquilaban grandes barcas y elegantes góndolas; los ricos y notables tenían sus propias embarcaciones, algunos poseían incluso grandes galeras con diez o doce remos y una orquesta que tocaba en cubierta. A veces el príncipe mismo tomaba parte en la diversión, encabezando con sus naves de lujo el desfile de barcos festivos.

Las embarcaciones tomaban rumbo al faro de Shantabaw, donde vendedores ocasionales montaban sus puestos de comida; visitaban las islas del delta, la pequeña o la grande, donde crecía hierba siempre verde y pastaban gigantescas manadas de caballos de la cabaña del príncipe. Los pobres pescaban y asaban peces en hogueras; los ricos mandaban preparar deliciosos platos a sus cocineros, comían en cubierta y se intercambiaban manjares de barco a barco. Los chicos hacían carreras de remos, y los jóvenes revoloteaban alrededor de aquel bote en el que habían descubierto a una bella muchacha. Y en todas partes, allí donde se encontraban amigos y conocidos, había un alegre jaleo que duraba hasta muy entrada la noche, cuando las últimas embarcaciones adornadas de luces regresaban a la ciudad empujadas por la entrada de la marea en el río.

Los amigos de Yunus se estaban pasando el día en grande. Un día azul de verano, no demasiado caluroso, pues aún no había empezado a soplar el simún; el aire era claro y suave, y estaba impregnado del olor salado del mar. Comerciantes provistos de pequeños y veloces botes de remo vendían las primeras uvas e higos de Málaga. Hasta Karima se había contagiado de la alegría que reinaba a bordo y parecía haber olvidado por un instante sus preocupaciones.

Sólo Yunus no tenía la tranquilidad necesaria para divertirse con los demás. No sabía qué estaba preparando Ibn Ammar, pero intuía que se avecinaba un encuentro que causaría un gran dolor a su hija. Se había pasado todo el día buscando el bote con que se toparían, observando a los paseantes que hacían señales desde la orilla, mirando cada vez más nervioso a su alrededor. No sucedía nada.

Sólo poco antes de la puesta de sol, cuando ya habían pasado ante los hornos de calcinación de Taryana, Yunus descubrió de repente una banca que los seguía a una cierta distancia. Estaba pintada del mismo color y llevaba el mismo pendón que la banca en que iban ellos, pero era más delgada y veloz, y se les estaba acercando rápidamente. En la cubierta elevada de popa sólo se veía a dos pasajeros, un joven elegantemente vestido, con una faja verde mar en la cabeza, y una muchacha de llamativa belleza, sin velo y con el cabello suelto. Estaban sentados el uno al lado del otro, la muchacha con la cabeza apoyada sobre el hombro del joven, y miraban hacia atrás, contemplando la resplandeciente estela que dejaban a su paso. Un hijo de casa noble paseando por el río con su esclava favorita.

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